Dispuestos a desobedecer
Ocupan terrenos y locales privados. “Secuestran” butacas de bancos con actividades poco claras. Combaten tratados de libre comercio. Desafían estados de emergencia y cuelgan pancartas allá donde más se vean.
Ocupan terrenos y locales privados. “Secuestran” butacas de bancos con actividades poco claras. Combaten tratados de libre comercio. Desafían estados de emergencia y cuelgan pancartas allá donde más se vean. El acuerdo de la COP21 no ha adormecido sus ansias reivindicativas. Los movimientos ecologistas son hoy más conscientes que nunca de su responsabilidad histórica. Aunque sus acciones a veces sobrepasen la ley, sus objetivos buscan el bien común: un mejor medioambiente, más justicia social y mantener la paz mundial.
“Para nosotros, la victoria puede pasar por violar ciertas leyes”. Son las palabras de Txetx Etcheverry, miembro del movimiento ecologista vasco-francés Alternatiba. Desde que hace dos años se formara en Bayona, esta organización ha realizado 94 concentraciones, ha recorrido Francia en bicicleta durante cuatro meses para concienciar sobre el medioambiente y se ha convertido en un referente del activismo en su país y Europa. Etcheverry explica el punto de vista de su grupo: “Nosotros estamos a favor de la legalidad porque es lo que evita la ley de la selva, la del más fuerte. Pero la ley debe proteger los intereses de la mayoría frente a los de una minoría poderosa que tiene la capacidad de modificarla en su beneficio, lo que a veces sucede. Somos un movimiento no violento y consideramos que podemos saltarnos una ley desde el momento en que lo hagamos públicamente, a cara descubierta y asumiendo las consecuencias”.
En plena Cumbre del Clima de París (COP21), con toda concentración pública prohibida, una activista de 350.org del Reino Unido daba una charla a decenas de personas sobre los riesgos de manifestarse por el clima y la mejor manera de prepararse ante la actuación de las fuerzas del orden. “Si estáis en una reunión pública, la pena máxima a la que os exponéis es una multa de 16.000 euros y un año de prisión”, explicaba. Su taller también aconsejaba quedarse junto a los conocidos en caso de cargas policiales, no dejar a nadie solo y no llevar ningún objeto, por ingenuo que parezca, que pueda ser considerado un arma. Además, proponía estrategias de resistencia y no cooperación para ralentizar el trabajo de los agentes e informaba de los tiempos máximos de arresto en caso de detención.
“Lo que estamos viendo aquí es un gesto de desafío”, explicaba la activista canadiense Naomi Klein, autora de No logo. El poder de las marcas, en un vídeo-blog con motivo de la primera manifestación no autorizada durante la COP21. “Hay 5.000 personas en la calle, nadie sabía qué esperar, no sabíamos si nos arrestarían ni cómo iba a responder la policía. Ni siquiera los organizadores podían garantizar nada, pero aún así hemos venido. Y creo que este es un mensaje muy importante”.
Susan George, veterana activista altermundista estadounidense y autora, entre otros libros, de Informe Lugano, apunta: “Sin duda, hace falta desobedecer ciertas reglas europeas”. George se refiere principalmente a las reglas de austeridad impuestas por Alemania y a la tendencia neoliberal de Europa, que hoy se materializa en el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Europa (TTIP), que empresas trasnacionales y gobiernos negocian en secreto. Las consecuencias de este acuerdo, además de económicas, supondrían grandes ataques al medioambiente debido a reformas de la agricultura, permisos a actividades contaminantes y sobreutilización de transportes de mercancías.
Desafiantes
Los movimientos sociales siempre han tenido claro que desafiar las leyes injustas es el primer paso para cambiarlas. La huelga fue durante décadas un delito antes de convertirse en un derecho de los trabajadores a inicios del siglo xx, y si sufragistas del mundo entero no se hubieran manifestado también en esos años quizás hoy el derecho al voto de las mujeres no resultaría incuestionable. Los ecologistas del siglo xxi parecen dispuestos a perseverar en esta actitud desafiante, aunque de la COP21 haya salido un acuerdo relativamente esperanzador para sus reivindicaciones.
Una vez superadas las fobias y euforias de una Cumbre contradictoria, los puntos de vista de los ecologistas varían entre la decepción y la esperanza. El acuerdo firmado por 195 países propone, entre otros puntos, limitar el calentamiento del planeta a un máximo de 2 ºC –lo que no evita un cambio climático–, pero no concreta ni exige medidas a los estados para conseguirlo. Por otro lado, la Cumbre hace evidente que los gobiernos mundiales en bloque admiten que el cambio climático es ya una realidad, es efecto de la actividad humana y, lo más importante, a nivel planetario no se está haciendo suficiente. Se puede decir que los gobiernos han dado un paso para alcanzar las exigencias ecológicas de los ciudadanos. Insuficiente pero significativo. La cuestión será saber si al binomio se le puede añadir o no el adjetivo sincero. “Se focalizan solo en la punta de la chimenea, en la cantidad de gases que salen de ella, pero no miran el corazón del problema, que es el modelo económico mundial en el que vivimos y que es la fábrica que está debajo de la chimenea”, opina Maxime Combes, economista y miembro de Attac.
Reprimidos
¿Cómo afecta todo esto a unos movimientos ecologistas que en los últimos años han visto crecer su apoyo social como nunca antes en su historia? En un primer análisis, la admisión por parte de los gobiernos de la gravedad de la amenaza climática y la insuficiencia de respuestas podría entenderse como un espaldarazo a su trabajo, un “darles la razón”, aunque sea con la boca pequeña. Pero eso no significa que no vayan a seguir siendo combatidos por policías y leyes que todavía, más que por el medioambiente, se preocupan por la marcha de la economía.
Tras los atentados yihadistas de noviembre, el Gobierno francés decretó el estado de emergencia. La prohibición de concentración pública que supone la medida se materializó en la desautorización de las manifestaciones por el clima previstas por los ecologistas del mundo entero. Mientras, los estadios de fútbol y los mercados de Navidad rebosaban de gente sin que nadie cuestionara su seguridad ni legalidad. La activación de la ley permitió además limitar la movilidad a 24 militantes ecologistas en varios puntos del país y obligarles a presentarse tres veces al día en la comisaría durante la celebración de la COP21. Muchos de ellos denunciaron no haber participado nunca en altercados, mientras que las autoridades les consideraban como “susceptibles de crear graves disturbios del orden público a través de acciones violentas”.
“Personalmente creo que, teniendo en cuenta los desafíos socio-económico-ecológicos que nos vienen encima y las tendencias políticas en Europa, los próximos veinte años van a ser mucho más duros a nivel de represión para los activistas que los últimos veinte”, opina Etcheverry. Para Alternatiba, de lo que se trata es de estar a la altura de una responsabilidad histórica frente a la humanidad, ya que “la batalla contra el cambio climático no se podrá librar mañana: somos la última generación que puede evitarlo, y los que vengan después vivirán con lo que les dejemos”.
Por eso, su campaña de “secuestro de butacas” de entidades bancarias con actividades en paraísos fiscales –240 muebles en varios meses que se liberaron durante la Cumbre– antepone la denuncia de una pérdida de fondos públicos que podrían dedicarse a luchar contra el cambio climático al cumplimiento de la ley. “Sabemos que nos van a abrir un proceso, pero lo asumimos porque pensamos que nuestras acciones son legítimas y porque, cuando llegue el momento, servirá para volver a poner ante la opinión pública el debate de una realidad escandalosa”.
Como en el caso de Alternatiba, la desobediencia en la que están dispuestos a incurrir los movimientos ecologistas no es en general gratuita ni antisocial. Más bien al contrario, su lógica es la de rebasar ciertas limitaciones de la sociedad actual para crear un futuro común mejor.
En el 2013, el escritor italiano Erri De Luca fue acusado de “incitación al sabotaje” después de que un periódico publicara unas declaraciones en las que afirmaba: “La línea ferroviaria Lyon-Torino debe ser saboteada”. Las obras de cincuenta y siete kilómetros a las que se refería atraviesan el valle de Susa e, independientemente de que sean o no útiles –existe una línea próxima que funciona muy por debajo de su capacidad–, suponen agujerear unas montañas que en su interior albergan una gran cantidad de amianto. Los habitantes del valle se manifiestan desde hace una década en contra del proyecto, ya en marcha, y son seguidos de cerca por la policía y el ejército. En ocasiones, los enfrentamientos son violentos. De Luca, que siempre ha insistido en que el sabotaje al que se refiere es político, fue declarado inocente en octubre del 2015 de una acusación que le podría haber costado hasta cinco años de cárcel.
En el norte de Francia, la tensión se acumula en el proyecto de aeropuerto de Notre-Dame-des-Landes, donde las ocupaciones por parte de los activistas y los desalojos de las fuerzas del orden se suceden desde hace años. Centenares de gendarmes, buldócers y helicópteros han hecho frente aquí, destrozando cabañas y tierras cultivables, a un movimiento que le costó la vida a Rémi Fraisse, de 21 años, en octubre del 2014 por una granada aturdidora lanzada por la policía. “El proyecto de aeropuerto viene de los años setenta, pero la causa se reactivó en el 2012. Después hubo una gran manifestación con 40.000 personas, y hoy es un lugar de experimentación social, sin líderes, donde convergen agricultores y ocupantes más recientes”, explica Camille. “Intentamos crear un mundo que no esté basado en el beneficio y el dinero, que recoloque la vida en el centro y que respete la naturaleza”.
Europa entera se resiste
En cada país, los movimientos ecologistas tienen sus propias bestias negras. En Alemania, en agosto pasado centenares de activistas ocuparon terrenos junto a una mina de lignito al norte de Colonia y celebraron debates y talleres sobre ecología durante diez días. El 15 de agosto, unas mil personas superaron pacíficamente las líneas policiales, entraron en el recinto de la mina y consiguieron detenerla durante varias horas.
En Irlanda, uno de los conflictos principales se vive en la frontera que limita con Úlster (británico). En Reino Unido, el fracking –extracción de gas pizarra mediante un proceso de inyección de químicos en la tierra y fractura hidráulica– se realiza desde los años setenta. En Irlanda, la práctica no está autorizada pero los proyectos británicos junto a su frontera ponen en riesgo un territorio cuyos acuíferos no entienden de mapas ni divisiones políticas. Este caso, como el de la línea de tren Lyon-Torino, es uno de los pocos que consigue aunar en un mismo frente activistas de diferentes nacionalidades.
“No ganaremos la batalla contra el cambio climático simplemente cambiando nuestra vida cotidiana y nuestro barrio. El calendario climático que nos queda es muy corto, de cinco o diez años, y necesitamos ya ciertas victorias sobre la lógica mundial actual, lo que exige una articulación entre las fuerzas reivindicativas locales y globales”, opina Etcheverry. Algunos de estos objetivos globales son el fin de los paraísos fiscales, la anulación de las deudas multilaterales a los países del sur para que puedan invertir en energías limpias, la implantación de una tasa mundial a las transacciones financieras, el fin de las subvenciones a las energías fósiles y una gobernanza democrática de los bancos. Estos objetivos ponen de relieve hasta qué punto el desafío climático está ligado al desafío de imaginar una organización económica mundial diferente. Por ello, activistas como Susan George, cuando atacan proyectos como el TTIP, consideran que no solo defienden la salud económica de los ciudadanos sino la salud ecológica global.
Defensores de la paz
En España, aunque el país vive uno de los momentos de movilización ciudadana más activos de sus últimas décadas, el activismo ecologista ha visto tiempos mejores. Posiblemente, las consecuencias dramáticas de la crisis económica y los profundos cambios políticos han desviado la capacidad de compromiso de la sociedad, que, sin embargo, rápidamente podría bascular hacia reivindicaciones medioambientales. Además de los movimientos anti-fracking –la actividad podría iniciarse en el país en el 2016 con 70 licencias de exploración concedidas–, Canarias protagonizó una de las últimas protestas importantes cuando Repsol reactivó su plan de prospectar sus aguas. Algo poco habitual, los ecologistas contaron esta vez con el apoyo de su Gobierno regional y, aunque no pudieron frenar a la petrolera, la explotación del gas encontrado no resultó comercialmente viable. Las quejas contra el impuesto al autoconsumo de energía eléctrica –“impuesto al sol”– llenaron también algunas páginas en la prensa del 2015. “La clave es que la mayoría de la opinión pública comparta el objeto de tu acción –explica Etcheverry–. Si consigues movilizar a la sociedad por tus demandas crearás una nueva relación política de fuerzas, la situación se volverá insostenible para el sistema y los legisladores se verán forzados a cambiar la ley”.
Desgraciadamente, hoy por hoy, el entendimiento entre pueblos, gobiernos y empresas parece tan complicado como realizar la cuadratura del círculo. Pero este encuentro es cada vez más indispensable, y los calendarios, de nuevo, cortos. Para el 2050 se estima que 2.000 millones de seres humanos más, principalmente de países en desarrollo y África, habitarán un planeta que, de seguir al ritmo y modo de actividad actual, comenzará peligrosamente a agotarse ecológica y económicamente. Además de catástrofes naturales derivadas del cambio climático, las tensiones sociales generadas por las desigualdades crecientes podrían desatar revueltas y revoluciones en numerosos países y desencadenar nuevas e imprevisibles guerras. Siria es un ejemplo en este sentido. Por eso, al defender la naturaleza, los ecologistas se consideran también defensores de la paz mundial, y así piden que les miren los estados, en vez de como enemigos del progreso, el empleo y la economía. Lo que proponen es, más bien, otro progreso, empleo y economía. Una vía de desarrollo más equilibrada humana y medioambientalmente, que cada vez con más claridad se presenta como única vía posible a largo plazo. Un desafío demasiado importante para dejarlo solo en manos de gobiernos y grandes empresas, y en el que, con sus acciones, traspasando o sin traspasar los límites de la ley, los ecologistas exigen participar en representación de los ciudadanos de todo el planeta.
Fotos: Alternatiba, Crixos Photography y Borja de Miguel