Trabajo. Queríamos trabajo. Por eso fuimos a Francia. Después de pasar el verano en Barcelona sin encontrar curro, a mi compañero y a mí se nos acercaba un otoño de pobreza y mal augurio. Habíamos dejado la Universidad y durante dos meses no habíamos hecho otra cosa que sobrevivir al calor y los guiris de la ciudad. Un amigo nos puso en la boca una promesa de trabajo seguro, bien pagado y fácil: la vendimia francesa.
El asunto estaba bien claro. El sueldo mínimo francés son casi diez euros la hora, y se decía que allí el trabajo estaba asegurado. Solo había que sumar para ver que en dos meses nos podíamos sacar dos mil ochocientos euros, una cantidad de dinero que en Barcelona con nuestra nula experiencia laboral no íbamos a conseguir ni en cuatro meses. Así que para adelante. Sabíamos que no iba a ser un trabajo fácil y que nos íbamos a partir la espalda recogiendo uva, pero no pasaba nada porque íbamos a volver ricos, y esto era razón suficiente. Habían dos factores en nuestra contra, que no nos supusieron ningún impedimento: teníamos que viajar en autoestop y la vendimia ya había empezado. La temporada se prolongaba hasta finales de octubre, y luego llegaba la recogida de la manzana, todo ello en abundancia. Así que no había riesgo.
Sabíamos que en Aviñón había mucha producción, era nuestro primer objetivo. Fuimos a una gasolinera de las afueras de Barcelona, que es la mejor lanzadera para salir hacia el norte por la autopista. Nos pusimos a levantar el dedo y sonreír. Hay que decir que el autoestop ya no es lo que era; ahora hay que rezar. Pasaron cinco horas hasta que nos cogió un coche. Las primeras sonrisas espontáneas del autoestop se tornan una mueca menos amable y más desesperada con el paso de las horas, y esto dificulta el trabajo. Esa noche llegamos a una gasolinera después de recorrer ciento treinta kilómetros en dos coches, y montamos la tienda de campaña en una zona de césped.
Cruzamos la frontera a bordo de un camión con un croata que transportaba brandi de Jerez. El tipo paró en La Junquera, una especie de ciudad fronteriza al estilo Tijuana pero en versión de muñecas. En un supermercado se compró un paquete de cervezas grandes, y nosotros, como no quisimos ser menos, nos pillamos tres latas frías y una botella de whisky, por si la necesitábamos. Nos bebimos las cervezas en el camión y nos bajamos en un área de descanso. Un empresario español que hablaba maravillas de los derechos laborales franceses nos llevó de noche hasta una estación de servicio a las afueras de Aviñón.
El último porro (regado con whisky)
La mañana siguiente por fin vimos uva. Aquellas divinas bolitas, dulces y perfectas contenían el jugo que nos iba a enriquecer. Caminamos hacia la ciudad por entre campos de viñedos, buscando un alma a la que pedirle trabajo. Un señor que llevaba un tractor repleto de uva nos dijo que allí nadie nos iba a dar faena y conseguimos que un repartidor de paquetes nos acercara al centro de Aviñón. Esta era la primera población en la que parábamos. Nos pusimos manos a la obra para conseguir un número de teléfono francés, buscar trabajo en la web del desempleo y llamar a las ofertas. Fuimos eficientes hasta las cuatro de la tarde, que es cuando acaba el horario de oficinas en Francia, y ya no hay a quién llamar. Fuimos a un camping, nos pegamos una ducha y salimos a fumarnos el último canuto de hachís que quedaba mientras veíamos la ciudad amurallada. Habíamos salido de Barcelona con lo puesto de hachís y tabaco, y queríamos aprovechar el viaje para acabar con el vicio de la nicotina y tomarnos un descanso con los porros. Aquel era el último canuto y estaba decidido que no pillaríamos más. Diría que cogimos el whisky “por si acaso”, por si nos apetecía un poco, y acabó apeteciéndonos casi toda la botella. Agotamos el tabaco, la conversación y la noche en el Palacio de los Papas, donde rezamos, no a los santos católicos, sino a la web del desempleo francés.
Amanecimos del revés a causa del whisky. No mencionaré la hora, pero perdimos el día. La mañana siguiente ya era viernes. Lo volvimos a intentar pronto y llamamos a los teléfonos de las ofertas web. Todos tenían los equipos de trabajo completos. Como último intento decidimos ir a la oficina del desempleo en la ciudad. Íbamos a coger el autobús urbano cuando nos enteramos de que la oficina cerraba los viernes a las doce y media del mediodía, y pasaban diez minutos de la hora. Nos quedamos en silencio. En ese momento a mi compañero se le descolgó de la mochila el único cuenco que llevábamos para comer. El utensilio de plástico rebotó en el suelo y se fue rodando al centro de la calle, donde explotó en mil pedazos bajo un neumático a toda velocidad. Fue una imagen bonita. Se hizo añicos desperdigando cientos de cristales de plástico por el aire. Nos emocionó la metáfora y nos abrazamos en la parada del bus con las mochilas puestas. Se había acabado el día.
El pan lisérgico de Pont-Saint-Esprit
Fuimos a por un café porque las cervezas nos las habíamos prohibido el día anterior. Allí intentamos conectar con el cosmos, para ver si nos podía explicar a qué venía tanto varapalo. No contestó. No tener un coche nos impedía recorrer las extensiones de viñedos y buscar trabajo puerta por puerta, por lo que no teníamos ninguna opción hasta el lunes. Decidimos avanzar de inmediato hacia Die, el siguiente territorio con potencial para vendimiar, y viajamos con un hombre de mostacho bien formado y ojos dulces. Mientras conducía, el hombre llamó a dos conocidos suyos para preguntar sobre alguien que pudiese necesitar algún vendimiador. No hubo suerte, pero con su amabilidad quedamos más que satisfechos. Además, nos regaló una botella de vino y una historia sobre Pont-Saint-Esprit, el lugar en el que nos separamos.
El pueblito sufrió una enigmática intoxicación en los años cincuenta, que desató la locura entre los habitantes. En un inicio, el envenenamiento se atribuyó a una partida de pan contaminada de ergot, el hongo del trigo a partir del cual se sintetizó el LSD. Desde entonces diferentes historiadores y académicos han propuesto hipótesis alternativas, pero no hay una que prevalezca sobre las demás. La teoría más actual culpa a la CIA de provocar la intoxicación con LSD con el objetivo de experimentar los efectos de la droga sobre la población. Durante aquellos años, la agencia de inteligencia estadounidense andaba liada con los proyectos MK-ULTRA y MK-NAOMI, uno investigaba con drogas para controlar la voluntad de las personas y otro con armas biológicas para incapacitar o matar individuos. La intoxicación acabó con dos centenares de afectados, al menos cinco muertes y una treintena ingresados en instituciones mentales. Se prohibió la venta de pan y los periódicos recogieron durante varios días nuevos casos de locura.
La fiebre del sábado noche
Dormimos a las afueras del pueblo y el día siguiente lo pasamos caminando y sudando: cargando con la mochila, la tienda, el cartel de autoestop, el queso, el pan y el vino. Aunque estábamos de fin de semana, los ánimos empezaban a desfallecer. Un tipo que había dedicado su juventud a montar raves y que ahora, con las mismas dotes de técnico electricista, trabajaba en una central nuclear, nos llevó hasta una zona comercial aislada en el camino hacia Die. Estaba anocheciendo y al poco empezó a llover a cántaros. Nos pusimos el chubasquero poncho y metimos las mochilas en un carro del supermercado que tapamos. Parecíamos dos espíritus sin hogar. La imagen se tornaba esperpéntica en el momento en el que bajo la lluvia levantábamos el dedo mostrando el cartón con “DIE” escrito. Cualquiera hubiese dicho que queríamos seguir viviendo. Al poco se fue la luz y a mí me empezó a subir fiebre. Nos fuimos al porche del supermercado y nos metimos en el saco. Aquella noche, con la calentura, soñé que navegábamos en ríos de mosto.
Sabíamos que no iba a ser un trabajo fácil y que nos íbamos a partir la espalda recogiendo uva, pero no pasaba nada porque íbamos a volver ricos, y esto era razón suficiente
Pese a la fiebre y el suelo de asfalto, dormimos bien y nos despertamos sin lluvia. Volvimos a la rutina de gastar la suela del zapato. En aquel momento del viaje ya no nos importaba si nos contrataban por dos semanas o por dos horas, queríamos trabajar lo que se pudiera. Después de caminar un rato admirando devotamente los campos de viñedos, nos recogió una señora en una furgoneta. La mujer nos llevó hasta Die y nos recomendó un sitio cerca del río para dormir con la tienda. Fuimos para allá y plantamos la tienda en el lugar aproximado que nos había dicho la señora, a unos tres metros del agua. Y nos echamos a dormir.
Unas gotas de agua en mi cara me despertaron. Estaba dentro de la tienda, por lo que aquello era una anomalía. Afuera caía una tormenta, la capa impermeable de la tienda se había resbalado y nos habíamos dejado además la cremallera abierta. Nos estábamos inundando. La orilla del río había crecido llegando hasta donde habíamos acampado. Entre truenos y relámpagos intentamos evaluar la situación. Estábamos dentro de una nube, y aunque suene muy poético, no nos hizo mucha ilusión. Era medianoche. Después de llamar a los albergues y comprobar que estaban completos, decidimos abandonar la tienda y correr a un camping cercano, rogando para que quedase algún bungaló vacío.
Cuando llegamos la recepción estaba cerrada y nos tuvimos que resguardar en los lavabos. Allí colgamos la ropa mojada y para calentarnos bebimos whisky. El suelo del baño hizo de lecho aquella noche. Para evitar ahondar en la enfermedad me acomodé sobre las mochilas en un equilibrio difícil de explicar. que me destrozó la espalda pero me conservó templado. Mi compañero sí probó el suelo frío, y amaneció enfermo.
De nuevo era lunes y ahora estábamos los dos enfermos. Fuimos a la Oficina del Trabajo de Temporada y dejamos nuestros teléfonos por si alguien llamaba pidiendo personal. Como solo podíamos esperar a que nos llamaran, decidimos seguir el camino hacia Gap, el último lugar a nuestro alcance en el que, debido a su altitud, se vendimiaba más tarde. Y donde luego empezaba la temporada de la manzana. Nos despedimos de las montañas de Die caminando. Tocó mucho caminar y poco coche. Mucho día y mucha noche. Acampamos en un campo de nogales, junto a una Iglesia de un pueblo de ciento y poco habitantes, y durante la noche vimos millones de puntitos brillantes en el cielo.
Seis euros y un porro de regalo
Al día siguiente nos levantamos sin comida. El único sitio para comprar algo era un establecimiento de productos locales en el que solo tenían queso viejo de larga maduración. Compramos el queso y nos fuimos con seis euros de más porque nos devolvieron mal el cambio. Seis euros era todo el dinero que habíamos ganado hasta entonces. Caminamos con el dedo levantado hasta que un chico que ya había pasado volvió a por nosotros. Vivía en el coche y no tenía más asientos que el suyo. En su lugar llevaba un palé como somier y un colchón de goma espuma. Había un camping gas por el suelo, algo de ropa y comida, y en la guantera tenía un despertador. Se había montado el loft en un diminuto Peugeot. Era muy joven y tenía una niña que era la luz de sus ojos. La niña vivía con su madre y él se había quedado en el coche. Parecía feliz. Se llamaba Maxime. Su nombre es el único que recordamos. Nos recogió bajo el sol y nos llevó a los Altos Alpes. Nos dio de fumar marihuana y tabaco –todo ello liado en un porro– después de siete días de abstinencia. La hierba nos subió mientras ascendíamos a lo alto de las montañas y pasábamos entre varios picos al ritmo del canuto. Nos pusimos contentos y él cantaba: “Loca…, te volviste loca y disparaste frente a mí”, mientras reíamos.
Cuando nos dejó, íbamos muy fumados. Aquella tarde llegamos sin esperanzas a Gap, nuestra última oportunidad. Nos habían dicho que allí había un albergue que daba alojamiento y comida gratis a viajeros. Y bueno, nos fuimos a tomar algo caliente para ahuyentar la enfermedad de mi compañero, y acabamos probando todas las cervezas del bar. Nos cogimos una cogorza superior en la que ahogamos las penas del viaje y nos acordamos de los que nos habían animado a emprender aquella odisea. Íbamos a volver ricos. Hicimos recuento de los días que llevábamos buscando trabajo, diez días, y de lo que habíamos conseguido, seis euros. El balance nos salió negativo. Cerramos el bar y aún queríamos seguir tomando whisky, pero fuimos en busca del albergue caritativo. Tocamos el timbre dos o tres veces hasta que se asomó un abuelo con mala cara a preguntarnos qué buscábamos. Cuando le dijimos que cama y trabajo nos dijo que volviéramos a las ocho de la mañana, a ver qué se podía hacer entonces. De modo que fuimos a buscar un cacho de tierra para dormir la mona y montamos la tienda como pudimos, en la finca de un hospital en desuso.
Y ya. Ahí acabó todo. Por la mañana despertamos enfermos y resacosos dos horas más tarde de las ocho, y convocamos una asamblea para disolver nuestra empresa. Ya no lo íbamos a intentar más. Mandamos a la mierda Gap, el trabajo, las uvas y las manzanas. Hasta luego, Francia. Nos volvíamos a Barcelona. Hablamos con una amiga que vivía en Aix-en-Provence e hicimos autoestop para pasar allí la noche. Ella nos dio un techo, una ducha y una comida caliente, que era todo lo que nuestro maltrecho espíritu necesitaba.
El regreso (y la moraleja)
Hicimos recuento de los días que llevábamos buscando trabajo, diez días, y de lo que habíamos conseguido, seis euros
Al día siguiente salimos en dirección a España, y en seguida nos pilló un tipo que iba a la frontera. Había vivido en Madrid hasta que lo detuvieron por tráfico de drogas y pasó unos años en una prisión francesa. Ahora trabajaba en la obra y vivía acomodado con la mujer y una pequeña. Iba a La Junquera por primera vez en busca de un club de putas. Por suerte para nosotros le pisó al acelerador porque no quería ausentarse más de la cuenta en casa. Nos ofreció unirnos a él y a algo de coca pagada por su cuenta. Estaba anocheciendo y teníamos un compromiso en Barcelona a la mañana siguiente, por lo que no pudimos valorar la propuesta. El tipo nos dejó en la puerta del supermercado donde habíamos comprado el whisky a la ida. La noche cayó y no tuvimos otra que pedir a un amigo que viniese a recogernos. El viaje acabó con nuestro amigo comiéndose dos horas y media de coche para recoger nuestros restos.
Cuando volvíamos a casa en el coche pensé que la ilusión no da para vivir. Ir a Francia a vendimiar sin contactos, sin coche y con la temporada empezada no había sido una buena idea. Tampoco comprar whisky. Y si uno quería conseguir trabajo había que acostarse pronto y levantarse temprano, eso estaba claro.
Ahora que ha pasado un año, lo veo con otros ojos. De no haber sido porque íbamos con el único objetivo de conseguir trabajo, el viaje habría sido maravilloso. Así que hoy diría que la moraleja de aquella aventura es que mientras se pierde el tiempo buscando trabajo, la vida se escapa sin aviso.