El amor y el enamoramiento
Historia de una contrariedad romántica
Las películas de las siestas de los sábados nos invitan a vivir experiencias de amor romántico. Sin embargo, la sabiduría popular nos previene a golpe de refrán de sus posibles y catastróficos efectos. Enamorarse, entonces, ¿está bien o está mal?
Las películas de las siestas de los sábados nos invitan a vivir experiencias de amor romántico. Sin embargo, la sabiduría popular nos previene a golpe de refrán de sus posibles y catastróficos efectos. Enamorarse, entonces, ¿está bien o está mal? El asunto es que el enamoramiento no entiende de moral ni de normas. Puestos a definirlo, podríamos decir que el estado de enamoramiento vendría a ser la fórmula química de lo que culturalmente llamamos amor romántico.
El enamoramiento desde la antigüedad hasta nuestros días
Este mes de febrero, en el que San Valentín nos reclama desde los escaparates de las tiendas, no está de más recordar que el enamoramiento, esa “cosa misteriosa”, es solo un elemento dentro del amplio mapa de la sexualidad humana. Su fórmula química comenzó como rasgo evolutivo en los seres sexuados para que se concentraran en el apareamiento y el cuidado de las crías. Este rasgo evolutivo inicial ha ido variando a lo largo del tiempo; sin dejar de ser una de las formas del deseo y la comunicación entre personas, ha dejado de estar vinculada necesariamente a la procreación. Digamos que hoy nos enamoramos porque somos seres sexuados y porque facilita relaciones y sinergias.
Pero el enamoramiento como cuestión social se complejiza cuando entra en juego eso que llamamos “cultura”. ¿Cómo entender algo, el enamoramiento, que unas veces se nos narra como denostado y pecaminoso, otras como algo ideal y trascendente, pero siempre como irracional e incontrolable? En el salto evolutivo en el que la especie se proclamó Sapiens sapiens y comenzamos la historia, nuestros lejanos antepasados empezaron a legislar emociones. Se dictaron leyes sobre la propiedad de la mujer y la gestión de las pasiones según distintas morales sexuales. En Grecia, hasta el siglo i, fueron más propositivos que prohibitivos, pero ya en la Roma imperial, la cuna del derecho público y privado, se prodigaron en normas, fiscalizaciones y castigos. El enamoramiento se asoció entonces a las “pasiones más bajas”, una emoción desestabilizadora que había que alejar del matrimonio, resolviéndose a través de concubinatos. Bajo el paraguas de la Iglesia, allá por el siglo iv y durante todo el medievo, llegó a considerarse algo incluso obsceno. En esa época, el amor cortés, en una mezcla entre lo humano y lo divino, fue introduciendo la puntilla en el sistema existente de matrimonios concertados. Más tarde, ya en el siglo xviii, el amor romántico se convirtió en un elemento subversivo para romper los matrimonios convenidos y establecer otro tipo de prioridad en la selección de pareja: los llamados “matrimonios por amor”. Una vez inaugurados los “matrimonios por amor”, la Iglesia fue “matrimonializando” el placer. En un acto de generosidad pasó de prescribir el coito sin placer, exclusivamente destinado a procrear como deber conyugal, a integrar el coito con placer dentro del matrimonio, para fagocitar esas deleznables pulsiones románticas de “comunión”. Es lo más fusionados que la Iglesia nos ha dejado estar, a ser posible, con la luz apagada, fundidos en negro más que fusionados. Cualquier alternativa se consideraba pecado, y las relaciones sexuales dentro del matrimonio eran sometidas a “acciones detergentes” para purificar esos encuentros del diablo. ¿Qué es el bautismo si no perdonar a los hijos por el polvo que se echaron nuestros padres?
Al amparo del amor romántico, buscando el amor verdadero y para toda la vida, entramos de lleno en el “consumo”
de parejas sucesivas
Actualmente vivimos una mezcla de neopuritanismo y libertad. Nuestro amor romántico cambió la vicaria por el ayuntamiento, pero lo primero que te entregan es un libro de familia, dando por supuesto que la unión implica descendencia. El lío no acaba ahí, pues en la sociedad contemporánea vivimos cada vez más individualizados. Como comenta Ulrich Beck en El normal caos del amor, el amor romántico se inserta en este panorama como la nueva fe en la que proyectamos la solución a la soledad. Pero ese amor de hoy en día que se promociona para evitar el aislamiento individual identifica el amor con el enamoramiento. Y eso trae otros problemas, pues el enamoramiento es un estado de “trastorno transitorio” que no dura demasiado. Así es como al amparo del amor romántico, buscando el amor verdadero y para toda la vida, entramos de lleno en el “consumo” de parejas sucesivas con una libertad que acaba resultando ilusoria.
Un “trastorno temporal” y un batiburrillo de sustancias
Hay verdad en eso de que el enamoramiento es “irracional” y que tiene su puntito de locura. Pero lo irracional aquí tiene una explicación racional, que responde a lo que sucede bioquímicamente en los neurotransmisores de nuestro cerebro emocional. Esos momentos en los que tu cerebro emocional adopta una actitud macarra, te mira de frente, te hace una “peineta” levantando el dedo corazón y ejerce su faceta de alquimista. Tu cerebro racional queda diluido entonces como un azucarillo en una taza de café caliente, y son otras sustancias más excitantes las que entran en juego: dopamina, norepinefrina y serotonina. Cada cual sufrirá su particular transmutación con este agitado cóctel neuroquímico, pero a grandes rasgos el trastorno transitorio del enamoramiento se traduce en lo siguiente:
Entras en efecto túnel con un único objetivo. No tienes tiempo para comer, pero da igual porque no tienes hambre. Tampoco duermes. La euforia te desborda a ratos. Tienes un único objetivo. Te encuentras con esa persona y te sudan las manos, tartamudeas, se te va a salir el corazón del pecho. Mientras, tu cara adopta el color de un farolillo de la feria de abril. ¡Mierda! Sientes pánico, y tu plan de seducción, ¿dónde quedó? Tienes un único objetivo, no hay duda. Sientes que el amor puede con la adversidad, lo ves claro, sois el uno para la otra, la otra para el uno, el uno para el otro o la una para la otra. Cuestión de otredades. Es la personita perfecta para ti, sus verrugas son lunares, que le falte un diente le da carácter, ¡qué simpático ruidito cuando sorbe la sopa!... Aunque bien sabes, porque ya te sucedió otras veces, que el lunar se convertirá en verruga, le acabarás proponiendo que acuda al dentista y le indicarás modales en la mesa… Pero eso si conseguiste pasar a la siguiente pantalla.
Desechamos el modelo de pareja de nuestras abuelas y nuestros padres, pero no tenemos una alternativa clara
¿Cómo maneja sus probetas el cerebro, que hace al cuerdo perder el autocontrol y al menos cuerdo templarse? Siguiendo a Helen Fisher, en El primer sexo, podemos revisar las sustancias presentes en el proceso de enamoramiento y qué conductas nos provocan.
La dopamina es la sustancia que genera el cerebro para afrontar nuevas situaciones. Genera ansiedad y pánico, pero también motivación focalizada hacia un objetivo. ¿Enamorarnos nos hace cobardes? Yo diría más exactamente que enamorarnos nos hace vulnerables.
La norepinefrina nos provoca esos pensamientos obsesivos y el aumento de concentración en la otra persona. ¿Te has encontrado haciendo un seguimiento obstinado de esa persona por Facebook? Exceso de norepinefrina.
La serotonina es aquella sustancia necesaria para tener buen ánimo. Según las dosis que segregue tu cerebro, y si este enamoramiento es o no correspondido, habrá una variación de niveles. Hay personas que ante el desamor comen chocolate, yo queso. Ambas contienen triptófano, aminoácido que participa en la generación de la serotonina. No es casual la frustración de Lili Taylor, en Cosas que nunca te dije, buscando helado Chocolate Chocolate Chip, cuando solo le ofrecían Capuccino Commotion. La mujer no encontraba el consuelo para una química adecuada.
Además, si te sonrió la fortuna y encuentras respuesta en los abrazos y caricias del ser amado, el cerebro comenzará a segregar oxitocina, o la también llamada “droga del vínculo”. En una caricia, tu cerebro se ve salpicado por el caudal de un breve encuentro con un aspersor de oxitocina. En un orgasmo, tu cerebro está repanchingado “haciéndose el muerto” en una piscina olímpica de esta sustancia. La oxitocina facilita el apego y la vasopresina su duración.
El caso es que nuestro cerebro emocional y enamorado se irriga de un batiburrillo de sustancias, provocando un subidón e insuflándonos un exceso de energía; sufrimos una distorsión perceptiva y sentimos prácticamente todo el catálogo de emociones de la A a la Z. Este estado muy prolongado en el tiempo puede derivar en cuadros psicóticos, pero gracias a que el diseño de nuestro cerebro excede nuestra propia inteligencia, el enamoramiento es temporal.
Así que, hermanos y hermanas, demos gracias a la evolución por tan sabia decisión contracultural.
Contrariedad culturo-neuronal
Una diferencia fundamental es que el amor pretende la perdurabilidad, mientras que el enamoramiento es transitorio. Esta es una contradicción sentida a nivel personal y social. La cultura nos ha ido marcando lo que dura el amor. En el tiempo de las abuelas, y digo abuelas, el amor trascendía “al más allá”, mostrando conductas de fidelidad post mortem del consorte; en la de nuestros padres duraba hasta el día del entierro, “hasta que la muerte os separe”, y en la actualidad, lo que dura la fase de enamoramiento y el tiempo en el que se consume la pasión inicial: “se nos rompió el amor de tanto usarlo”. Estas concepciones de durabilidad implican distintas concepciones de lo que es el amor. Hoy, la temporalidad se ha venido midiendo encorsetada en el esquema del amor romántico. El enamoramiento por cuestiones bioquímicas se esfumará. Te quedarás con muy mal cuerpo. Igual que en un día de mala resaca juras que no volverás a beber así, juras igualmente no volver a enamorarte. Pero el enamoramiento es un trabajador fijo discontinuo en nuestro cerebro, y caemos en la dinámica antes mencionada de tener parejas sucesivas (en algunos casos, incluso la misma): vínculo, desvínculo…, vínculo, desvínculo…, vínculo, desvínculo… ¡Agotador! A las energías invertidas en las tareas de reconstrucción en desastres, hay que sumarle que a día de hoy no hemos construido un modelo de pareja claro, con lo positivo y negativo que esto conlleva. Desechamos el modelo de pareja de nuestras abuelas y nuestros padres, pero no tenemos una alternativa clara, y eso nos hace tener que ser creativos todo el rato, comprensivos todo el rato, alternativos todo el rato, negociando todo casi todo el rato; y todo esto, insertos en las dinámicas laborales de sol a sol. Y es que con cada pareja, o en la continuidad de una pareja, hemos de conciliar cada parcela vital: el tiempo propio, el reparto de tareas, la prole, la familia, los amigos, la exclusividad o la compartibilidad erótica... No solo en el comienzo, no, el amor hoy requiere de evaluación continua: necesita mejorar, progresa adecuadamente o muy deficiente. Reconozcamos que en esta tarea, por muy positiva que sea, se nos van muchas energías y desearíamos que cada persona con la que nos encontráramos viniera con un prospecto donde nos indicara sus virtudes y defectos, cómo dosificarlo y los posibles efectos secundarios. Pero no.
Estamos en época de transición y coexisten muchas realidades en la construcción de relaciones eróticas, desde la pareja tradicional hasta la más transgresora. La pareja tradicional es la norma hegemónica, la legislada e institucionalizada, pero algunas propuestas alternativas también normativizan lo suyo, aunque no estén legisladas. Yo, como mujer y como sexóloga, abogo porque no exista un concepto de pareja homogéneo, en el sentido de que cada cual viva el modelo que sienta propio sin ser juzgado ni discriminado, sin injerencias reguladoras ni moralizantes. Desde la pareja de mi abuela (que también tenía cosas buenas) hasta las propuestas del poliamor, para que cada cual, con sus amados y amadas, pueda elegir los ingredientes que crea posibles dentro de la relación. Objetivo: alimentar la pareja y construir unas reglas de juego antes de que el “trastorno” se vaya diluyendo, para ayudar así a una buena trasmutación amorosa. Las pautas son revisables a los dos o tres años. Hay que jugar siendo honestos y honestas, eso sí, porque muchas veces nuestra ideología entra en contrariedad con nuestros límites personales.
¿Y por qué hablo de amor y pareja y no tanto de enamoramiento? Quiero que quede clara la temporalidad del enamoramiento, y que aquellas personas con intención de que dure su vínculo sepan que en ese periodo han de ir construyendo “un plan” para que la transformación sea amable y no caigan al vacío. Se nos empuja al enamoramiento y se nos adoctrina sobre un modelo de pareja, pero sin que exista una pedagogía sensata sobre cómo coexistir en pareja. El enamoramiento es un gran calambre, un brutal comienzo. El amor, como yo lo entiendo, es el más grande artesano de las relaciones cotidianas. Lo primero es una foto fija y constituye el mito fundacional de una pareja, que puede ser rescatado de vez en cuando para avivar la llama. Lo segundo conlleva una expresión diaria de cuidado.
Recuerdo una clase de filosofía en la que el profesor Tomás Pollán nos relató una conversación que tuvo con Fernando Fernán Gómez sobre el amor. Fernán Gómez defendía que “el amor es sorprenderse cada día”, a lo cual Pollán respondió: “¡Madre mía, qué cansancio! Amarse es aprender a aburrirse juntos”. Podrían haber estado horas defendiendo sus posiciones y ambos tenían su verdad. Uno hablaba de una idealización y otro de lo cotidiano. Uno era un romántico y otro un pragmático. Ambos apuntaron elementos existentes en el amor.
En el enamoramiento comemos perdices. En el amor el menú es más variado: un día comemos langosta y otros… pan y cebolla.
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