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New York City o la manifestación de la psique

Una deriva psicodélica

De vuelta en el metro de las películas, mientras pensaba en las miradas, aquel chocolate se manifestaba  haciendo mover el suelo del andén con discretas texturas de alfombras persas
Miguel Castejón Ortuño

Miguel Castejón viajó a Nueva York con una beca para asistir a Horizons, la gran conferencia sobre psicodélicos. En el número de Cáñamo de agosto ya reseñó los debates y tendencias del mundillo psicodélico organizado, pero ¿y Nueva York? ¿Cómo es para un extraño la ciudad que hace tres años reguló el acceso adulto a la marihuana? ¿Cómo es la gran urbe, escenario y protagonista de tantas películas, para un visitante más con inquietudes psicodélicas? En esta triple deriva, mental, geográfica y textual, el periodista trata de sacarle el jugo psicodélico a Nueva York mientras recorre sus calles, sus parques, sus dispensarios cannábicos y los rincones donde aún resiste el brillo contracultural de tiempos pasados.

A modo de prólogo

Deben saber que yo llegué a Nueva York sin tener ni idea de lo que había allí. Nunca tuve especial ilusión por visitar esa manzana de la que tanto se ha hablado. Encontré una beca para poder ir a una conferencia sobre psicodélicos, y entre las opciones disponibles estaba una en Nueva York. Elegí esa, y sin esperar nada me la dieron. No preparé el viaje ni me paré a pensar qué había en Nueva York. Mi idea era ir a la conferencia y pasear como un maldito para descubrir, cómo en un viaje psicodélico, las cosas que salieran a mi paso. Un par de días antes de viajar caí en la cuenta de la cantidad de cosas que hay en esa ciudad y que yo había oído: Central Park, el Bronx, el Soho, Harlem, Chinatown, Little Italy, Brooklyn y el puente, la 5ª Avenida, el MOMA, el MET, las antes Torres Gemelas, Times Square, Wall Street. Retazos de nombres e imágenes que tenemos en la cabeza por razón de un enorme consumo de producciones culturales estadounidenses, básicamente audiovisuales. 

Nada más pisar el primer suelo de la ciudad esas imágenes se materializaron en una extraña sensación entre lo familiar y lo artificial. Con los vagones de metro recubiertos de metal plateado, los andenes repletos de columnas y las estaciones elevadas sobre las calles; con estructuras metálicas bajo las que circulan taxis amarillos sobre alcantarillas humeantes, surtidores de agua en las aceras, autobuses escolares amarillos; puestos de comida entre los pies de los rascacielos donde los trabajadores trajeados almuerzan; la policía de la ciudad, sus uniformes y sus coches… lo que hemos visto cientos de veces en series y películas de acción, comedia o romance. En Nueva York todo es como en las películas porque la ciudad ha servido de escenario para miles de cintas, y a un extranjero como yo, que llega por primera vez, toda la ciudad le parece un gran decorado en el que además todo el mundo cumple su papel y actúa según lo previstolas piezas de ficción ambientadas en Nueva York que tantas veces hemos visto no son pura fantasía, sino una ajustada representación de la vida cotidiana de la ciudad. Por supuesto, la mirada se educa para categorizar lo que el ojo ve e identificar patrones, y mi mirada –la nuestra– está educada con escenas que yo no pude evitar ver, probablemente pasando por alto muchas otras vidas y escenas de la ciudad sobre las que no tengo una narrativa tan profundamente arraigada.

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Times Square en todo lo suyo, repleta de turistas, anuncios y voceros del apocalipsis y de Jesucristo. 

En Nueva York la mirada es un qué –y permítanme este último desvío reflexivo antes de empezar la deriva psicodélica en la que me dejé guiar por la intuición y el ritmo de mis pasos–. Más allá del cine, la ciudad ha sido también escenario de una gran tradición de fotografía callejera que ha influido sobremanera nuestra forma de ver. Yo, que también soy fotógrafo, no podía dejar de flipar con la cantidad de fotografías que sugería la ciudad por el hecho de haber contemplado tantas otras. Nueva York parece estar hecha para ser fotografiada por los perfiles de los altos edificios, las grandes avenidas que forman largos puntos de fuga, la variedad de escenarios que ofrecen sus barrios y la cantidad de personajes de diferentes países, culturas y clases sociales que transcurren por ella. Además, en Estados Unidos por lo general no existe el derecho a proteger la imagen propia en los espacios públicos, por lo que se puede ir fotografiando a diestro y siniestro, sin pedir consentimiento y sin mucha preocupación por que las personas se reboten. Los neoyorkinos probablemente sean los que más acostumbrados están del país a las fotografías de extraños, y prácticamente nadie se inmuta si le echas una foto. Así que Nueva York es algo así como un parque de juego para fotógrafos. Y, como se trata de una ciudad de ocho millones de personas, la gente presta poca atención a los humanos que tiene alrededor, a menos, eso sí, que se interaccione directamente con ellos, que entonces suelen atender y responder con una amabilidad que me pilló desprevenido. Todo esto generó en mí un estado de fascinación total y una mayor predisposición a la exploración por el medio de transporte que son las zapatillas, para recorrer todo el NYC posible en esos días de viaje que me habían caído del cielo, y que de otra forma no hubiera podido pagar. Llegado desde Granada me sentía como un Lorca deslumbrado por los brillos y la actividad de Nueva York.

New York City o la manifestación de la psique

Una mujer viaja en metro desde Queens hasta Manhattan.

No lo he dicho, pero el estado de Nueva York reguló el uso adulto de cannabis hace tres años, así que ese fue también un objetivo de mis derivas por la ciudad: ver y conocer esa nueva realidad en la que la marihuana es completamente legal para los mayores de edad, tanto que puede comprarse en establecimientos y consumirse libremente en la calle sin temor a la policía. Así que tenemos la maravillosa ciudad, la luz y la mirada, marihuana legal, un par de piernas dispuestas a todo, una cámara, una enorme historia contracultural por revisitar y una considerable actividad psicodélica por descubrir. Empecemos el paseo, ritmo, ritmo.

La República Independiente de Greenwich Village

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El tan famoso y cinematográfico puente de Brooklyn al atardecer, con los rascacielos de Manhattan de fondo.

El primer día me fui directo a la zona de Times Square, claro está, a pasear por el corazón de la bestia. Uno se parte el cuello nada más salir de una de las estaciones de metro de la zona para mirar los enormes edificios que se elevan hacia el cielo uno detrás de otro sin aparente final. Tenía los ojos bien abiertos y pronto vi los primeros dispensarios de cannabis, con hojas de marihuana sobre carteles luminosos, y entré en uno que anunciaba “mushrooms” [setas] en una pizarra. Por dentro era como una gran tienda de cosméticos, llena de luz, pero con productos de cannabis para colocarse. Tras pedirme un documento de identidad me dijeron que ya no tenían setas, pero me dí un paseo por dentro y encontré unas tabletas de chocolate con pinta de psicodélicas. Uno de los chicos que atendía me informó que era chocolate de setas, que una onza era una microdosis, tres un viaje suave y social, y seis equivalían a una dosis alta. La tableta tenía doce onzas y un precio de 50 dólares. En la etiqueta estaba todo esto explicado con dibujitos de una seta en diferentes estados de colocón psicodélico y un par de advertencias diciendo que no estaba destinado a consumo humano y no contenía ninguna sustancia ilegal. Le pregunté al tipo y me dijo que efectivamente no contenía setas, sino “DMT”, o eso entendí yo, que hablo inglés pero hasta cierto punto.

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El arco de Washington que da nombre a la plaza que tanta actividad artística, contracultural y reivindicativa ha congregado desde hace más de un siglo (foto de archivo de 1906. Detroit Publishing).

Tenía los ojos bien abiertos y pronto vi los primeros dispensarios de cannabis, con hojas de marihuana sobre carteles luminosos, y entré en uno que anunciaba “mushrooms” [setas] en una pizarra.

De ahí salté por medio de ese transporte tan cinematográfico que es el metro al sitio que más freaks concentra de toda la ciudad: el parque de Washington Square, al que me llevó un amigo que también asistía a la conferencia. En mi vida había oído hablar de ese parque, no tenía ni idea de la historia contracultural que atesora ese lugar, ni tampoco vi nunca una concentración tal de personajes variopintos en un espacio público tan reducido. El perímetro del parque se recorre en 10 minutos y en el centro hay un espacio redondo en torno a una fuente, en donde se concentra buena parte de la actividad. En el momento en el que yo llegué había allí una banda de cuatro integrantes tocando rock psicodélico, con batería, guitarras eléctricas y bajo; unos pocos metros más allá un grupo de diez o doce krisnaístas con timbales y otros instrumentos cantando el mantra Hare Krishna; tras ellos cuatro jóvenes haciendo acrobacias y verticales por pares en la hierba; al ladito, en un banco, seis jóvenes negros con un altavoz poniendo hip hop y música caribeña y moviendo el culo; siguiendo el perímetro de la fuente había un par de chavales pinchando música electrónica en una mesa de pícnic; y, repartidos por aquí y allá otros jóvenes y no tan jóvenes con mesitas vendiendo porros de forma ilegal, mostrando y vendiendo ilustraciones en papel y cuadros de pintura, ofreciéndose a echar cartas de tarot, vendiendo ropa de segunda mano, bailando o haciendo performances. Además, había varios grupos de estudiantes de la Universidad de Nueva York –el campus está pegado al parque– vestidos con túnicas violeta y el protocolario gorro de graduación haciéndose fotos de fin de curso. Entremedias de todo esto había decenas de personas interaccionando, disfrutando de todos estos entretenimientos y del parque a su aire. Además, por el parque pululaban un puñadito de fotógrafos, algunos con pinta de estudiantes y otros ya maduros, con cámaras de todo tipo, buscando fotografías en aquel espectacular lugar de esparcimiento público. Todos los presentes, fotógrafos y curiosos incluidos, formábamos parte de la fauna del parque, actores y observadores se mezclaban en un juego de expresión sin tapujos ante la mirada ajena, que también es la propia.

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Una colorida y popular Metro Gala en la que cualquiera podía desfilar y sentirse una estrella de la alfombra roja.

Junto al perímetro de la gran fuente había un pequeño joven en calzoncillos y pintado entero de blanco, con gafas y sombrero, subido a un alto pedestal y quieto como una estatua. A sus pies un gran pergamino blanco tenía escrita una cronología de la historia de esta singular plaza, empezando por los indígenas del pueblo lenape que habitaban esas tierras antes de que Países Bajos colonizara la región y fundara una compañía para exportar materias primas. Tras la constitución de Estados Unidos, el lugar sirvió como cementerio común para quienes no podían pagarse una tumba y para los fallecidos por epidemias como la de la fiebre amarilla, y más tarde como sitio de ejecuciones públicas. De todos estos cadáveres se estima que aún quedan 20.000 restos de humanos enterrados bajo la plaza. Luego, poco después de que el parque fuese urbanizado, el lugar sirvió como punto de partida para la primera marcha obrera de la ciudad en 1834, y en 1915 como arranque de la mayor manifestación organizada en la ciudad hasta la fecha: unas 25.000 mujeres sufragistas que prácticamente paralizaron Nueva York partieron del parque cuando este ya tenía en su interior el gran Arco de Washington, que fue construido para conmemorar el centenario del primer presidente de EE UU y dio el nombre actual al parque. 

Desde su construcción la plaza ha sido el centro del coqueto barrio de casas bajas que es Greenwich Village, que desde principios del siglo XX atrajo a artistas y creó una comunidad de referencia para la bohemia. Ya en 1917 el artista Marcel Duchamp y otros colegas se subieron al arco y montaron una pequeña fiesta con farolillos chinos y disparos de fogueo con la que proclamaron la República Independiente de Greenwich Village. En los 50 la escena folk y beatnik tuvo su lugar de encuentro y expresión musical y poética entre el parque y los cafés del barrio. Pero también protestaron contra las inspecciones y amenazas de cierre de los cafés en donde se desarrollaba la actividad artística del barrio, y en contra de la construcción de apartamentos de lujo y la subida de las rentas, para que vean lo poco que han cambiado las cosas. En los 60 la actividad del barrio continuó efervesciendo con un carácter más psicodélico y politizado, albergando teatro, performances y música en míticos cafés como el Cafe Wha?, Cafe Bizarre y Bitter End Cafe, por los que pasaron buena parte de las futuras figuras indispensables de la historia del jazz, el folk, el rock, la poesía o la comedia. Y, antes de acabar la década, en el bar Stonewall Inn, lugar de encuentro para gays, lesbianas, prostitutos, drag queens y trans, se produjo una redada de la División de Moral Pública que desembocó en una serie de disturbios y enfrentamientos violentos contra la policía que encendieron el movimiento moderno por los derechos LGBT y marcaron la fecha anual de reivindicación que hoy conocemos como la celebración del Orgullo. Y, por supuesto, ya desde los 70, se organizaron en el parque y el barrio protestas por la legalización de la marihuana.

Perder el miedo

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El joven performer de Washington Square Arch, en el momento en el que abandonó su pedestal y se metió en la fuente.

Cuando el uso de cannabis u otra droga es ilegal, y por ende está estigmatizado socialmente, uno acaba por caer en discursos interiores en los que el miedo a ser descubierto por la mirada ajena como un presunto culpable ocupa un gran espacio mental que socava la experiencia de existir.

El repaso cronológico del joven performer pintado de blanco acababa con el año 2021, marcando la fecha en la que se instalaron cámaras de vigilancia con reconocimiento facial en el parque por parte del Ayuntamiento. En un momento el pequeño joven bajó de su pedestal y lentamente empezó a caminar hacia la fuente. Con pasos lánguidos y balanceando los brazos bajó los escalones de la fuente, se acuclilló unos instantes frente al agua y se metió en el ella, caminando hacia el centro y levantando los brazos hacia los chorros de agua, hasta que se dio la vuelta y, remontando los escalones, volvió a su pedestal. Yo, que había conseguido un porro en un dispensario de la zona, decidí sentarme en la hierba y darle unas caladas observando toda aquella actividad. Aquello me dejó alucinado, y no fue el efecto de la sustancia, sino comprender que no tenía que esconderme para consumir marihuana, ni preocuparme por mostrar signos externos de estar colocado.

Cuando el uso de cannabis u otra droga es ilegal, y por ende está estigmatizado socialmente, uno acaba por caer en discursos interiores en los que el miedo a ser descubierto por la mirada ajena como un presunto culpable ocupa un gran espacio mental que socava la experiencia de existir. Gracias a la regulación del cannabis en el estado de Nueva York, una persona adulta puede sentarse en un parque a echarse un canuto y leer, escuchar música o simplemente mirar el cielo y disfrutar de las nubes. Puede ir andando por la calle mientras vaporiza cannabis sin miedo a que la policía lo pare y le inicie un proceso administrativo o penal. Pasear, en la noche cerrada que ya era en aquel momento, por entre las casas bajas con entradas ajardinadas de tan singular barrio hasta el metro, y reconocer las columnas de los andenes que tantas veces han servido para apoyar los besos de amantes y ocultar a los sospechosos en persecuciones discretas, con armas ocultas bajo las gabardinas y chaquetas, que de seguro continuaban en el interior de los vagones, corriendo de uno a otro por entre sus puertas comunicantes con cristales que permiten, al observador o a la cámara, mirar al otro lado.

Alicia en Central Park

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Una ardilla de las muchas que viven en Central Park mira a cámara atraída por mi señuelo de comida.

En mis tiempos libres de la conferencia visité el verdadero corazón de Manhattan, el enorme Central Park, y descubrí por azar y suerte una estatua en honor a Alicia en el País de las Maravillas, con la pequeña Alicia subida en una gran seta y acompañada del Conejo Blanco, el Sombrerero, el Gato de Cheshire y el Lirón. La popular novela de fantasía escrita en el siglo XIX no solo ha sido el deleite para varias generaciones de niños y adultos, sino que también fue un referente para la cultura psicodélica de los 60 por el carácter onírico e ilógico de las aventuras que vive Alicia. Basta con recordar la letra de la canción White Rabbit [Conejo blanco] de los Jefferson Airplane: “One pill make you larger, and one pill make you small” (Una píldora te hace más grande, y otra te hace pequeña), canta la voz grave de Grace Slick en el arranque de la canción en referencia a las setas que come Alicia, nombrando luego personajes como la oruga fumadora de pipa narguile que Alicia encuentra sobre una seta, y terminando la canción con el grito doble de “Feed your head” (Alimenta tu cabeza). Como no vi conejos blancos, yo me dediqué a perseguir ardillas, que el parque está lleno y estas se acercan con bastante confianza si se las engaña con el señuelo de una mano baja que puede contener comida.

La Asamblea Psicodélica de Manhattan

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El autobús psicodélico tuneado al modo del Furthur de Ken Kesey, pero con muchas más flores y colores rosa, del que entraban y salían varios participantes del desfile de la Gala Metro.

A parte de las ponencias la celebración de la conferencia trajo consigo una serie de eventos paralelos fuera del ambiente académico. El segundo día de la conferencia se organizó una fiesta nocturna de baile sin alcohol en la Asamblea Psicodélica de Manhattan, un espacio único en el centro de la ciudad que se sostiene gracias a una filántropa y sirve como lugar de encuentro para la comunidad psicodélica de la ciudad. El local tiene en su entrada una biblioteca con asientos, mesitas bajas y varias estanterías de títulos clásicos y contemporáneos sobre farmacología, etnobotánica, psicodélicos, contracultura y arte. De ahí se pasa a otra estancia con una barra de cafetería donde se sirven bebidas, y a continuación a una sala amplia en la que, para la ocasión de la fiesta, había colocada una mesa con varios tipos de frutas cortadas, sabrosos frutos secos, gominolas y otros aperitivos variados. Las paredes estaban recubiertas de telas plateadas y oscuras con texturas brillantes, y a un lado había una mesita llena de botes de plastilina de todos los colores –incluidos fosforescentes– con un cartelito que animaba a modelar tus propias entidades del DMT, esa especie de seres que las personas que consumen DMT o 5-MEO-DMT relatan encontrar en sus viajes.

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El dj de la fiesta en la Asamblea Psiquedélica de NYC bajó la música e hizo una advertencia: “He tomado una píldora de MDMA hace 40 minutos y me está empezando a hacer efecto, así que no me hago responsable de lo que pase a partir de ahora”, dijo entre vítores.

En otro lado de la sala se encontraba un hombre sentado en una mesa con un sombrero de lo más galáctico ofreciendo “Interacciones oculares” por medio de la lectura de las hojas del té y la escritura de “poemas arquetípicos”. A continuación se puede acceder a otra sala en cuyas esquinas había varios sillones a ras de suelo en los que habían colocado utensilios para hacer pompas de jabón y, en el medio, se encontraba un centro de mandos propio de una nave espacial del cine futurista de los 60 y 70, con muchas luces y botones de colores que permitían entretenerse pulsando y observando efectos ópticos. Por último, se podía pasar a la sala de baile, en cuya entrada había –cómo no– pinturas fluorescentes para la piel. Dentro de la sala bailaban unas pocas personas, algunos ataviados con trajes plateados y antenas en la cabeza, con disfraces diversos, orejas de animales, y otros atuendos más cotidianos. Al fondo, entre luces de neones azules, un hombre de unos 70 años con bigote blanco sureño y una camiseta con el lema DETROIT IS FOR L🧡VERS pinchaba música.

Chocolate no fiscalizado

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Uno de los cruces del barrio de Chinatown, ubicado en la parte baja de la isla de Manhattan.

Era medianoche, y a la fiesta le quedaban sus mejores tres horas por delante, pero a mí, que llevaba tres días caminando sin descanso, la energía se me acabó pronto. Dentro de la sala de baile el dj canoso bajó la música e hizo una advertencia: “He tomado una píldora de MDMA hace 40 minutos y me está empezando a hacer efecto, así que no me hago responsable de lo que pase a partir de ahora”, dijo entre vítores mientras volvía a subir la música y elevaba su mano libre por encima de la cabeza con un bailoteo rítmico. Una mujer de mediana edad que llevaba una diadema de orejas peludas me regaló tres onzas de una pastilla de chocolate psicodélico como las que había visto en el dispensario de cannabis el primer día. Ahí resolví de qué se trataba exactamente el susodicho chocolate: no contenía setas ni tampoco DMT, sino 4-Aco-DMT, una sustancia de síntesis que se cree que actúa como una prodroga de la psilocibina, esto es, una vez ingerida el organismo la metaboliza en psilocibina (4-PO-DMT), que es el componente activo de las setas psicodélicas. No está fiscalizada y a menudo se consume y vende en forma de bombones o tabletas de chocolate.

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De vuelta en el metro de las películas, mientras pensaba en las miradas, aquel chocolate se manifestaba haciendo mover el suelo del andén con discretas texturas de alfombras persas.

La mujer de las orejas peludas me recomendó comerme un par de onzas, y luego, al cabo de las horas, una tercera si quería alargar el efecto. Aunque primero pensé ser más cauto, acabé siguiendo su consejo. Pronto se me agudizó la percepción, lo que irremediablemente también aumentó mi convencimiento de que a mí no me quedaba energía para el baile ni para las interacciones sociales. Resolví abandonar el sitio y me dispuse a caminar por la noche de Manhattan y aprovechar esa leve alteración para disfrutar el paseo y tomar fotos. 

No duré mucho, pero el azar me regaló pasar por delante de una pequeña puerta que prometía ser una entrada a Central Station, y de repente se abrió ante mí la inmensidad del vestíbulo de la estación con un techo de casi 40 metros de altura y recubierto de pinturas de un cielo lleno de estrellas con las figuras de las constelaciones. Hice unas fotografías y me quedé maravillado de la cantidad de sonidos y murmullos que podían percibirse viajando de un lado a otro de ese enorme espacio. De vuelta en el metro de las películas, mientras pensaba en las miradas, aquel chocolate se manifestaba haciendo mover el suelo del andén con discretas texturas de alfombras persas.

Sobre la marcha

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El arco de Washington que da nombre a la plaza que tanta actividad artística, contracultural y reivindicativa ha congregado desde hace más de un siglo (foto de archivo de 1906. Detroit Publishing).

Seguí caminando a lo largo de los días que me quedaban en aquella inabarcable ciudad llena de estímulos, persiguiendo barrios nuevos, historias y dispensarios de cannabis. Los viejos latinos de Harlem jugando al dominó en las aceras, los chinos de Chinatown o la imponente Quinta Avenida, en donde unos raperos negros consiguieron sacarme 10 dólares a cambio de un código para escuchar sus maquetas musicales y, al saber de mi interés por el cannabis, me ofrecieron venderme marihuana y setas. 

En uno de mis últimos paseos por la ciudad topé con un escenario más colorido aún que las fiestas psicodélicas: una gala en el metro. Afuera de la estación una marabunta de gente disfrazada de formas imposibles formaba un pasillo sobre el que se posaba una alfombra roja y por la que iban pasando, uno detrás de otro, decenas de residentes con los trajes más variados y fantasiosos que uno pueda imaginar, con una clara celebración del carácter transformista y los atributos femeninos, pero en donde también podían verse vestidos más cercanos al universo de los videojuegos, del mundo del anime y la cultura asiática, y otras combinaciones imposibles de catalogar, incluyendo faldas coloridas abajo y máscaras medievales o calaveras de animales arriba. 

El desfile estaba presentado por una parlanchina mujer con vestido rojo ceñido de lentejuelas, un tocado enorme lleno de ensaimadas rojas con brillantes, que llevaba unas largas pestañas rojas y un prominente bigote también rojo. Ella anunciaba el nombre de cada participante y la presentación que este había solicitado, y luego alababa el estilo y su presencia sobre la alfombra roja entre los aplausos de los presentes. A su lado un dj en una pequeña mesa ponía música a esta fiesta callejera que, luego me enteré, también se celebró en otras estaciones de metro de la ciudad.

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Una joven se agarra el vestido mientras el metro hace su entrada en el andén.

Aparcado a pocos metros del desfile había un autobús escolar completamente tuneado con luces, guirnaldas, flores y coronas, del que iban y venían algunos de los participantes del desfile. El autobús estaba coronado con un cono de obra de color rosa puesto arriba de la cabina a modo de unicornio y una tarima instalada en el techo con más luces y un sofá rosa del estilo Luis XVI. No pude evitar pensar que ese autobús nunca hubiese existido si en 1964 el escritor Ken Kesey y la panda de Merry Pranksters (Alegres pillastres) no hubieran montado el famoso Furthur, el autobús escolar que recubrieron de pintura fluorescente, le instalaron altavoces y le construyeron una tarima para cruzar EE UU sacudiendo la sociedad a base de provocar aventuras y montar fiestas en las que nunca faltaron los ponches con LSD, las proyecciones audiovisuales y la música. 

Recordando aquellas alucinadas peripecias relatadas por el periodista Tom Wolfe, y a irrepetibles personajes como Neal Cassady, que participaron en aquella y otras aventuras ocurridas entre la literatura y la vida exprimida, y de cómo aún hoy sigue viva la llama de sus expresiones y acciones, me encendí otro canuto que había conseguido legalmente y recapacité sobre mi deriva de aquellos días por la ciudad, en cómo había pasado todo sin que yo lo pretendiera en demasía, sobre la marcha, como sucede la vida o los viajes psicodélicos o los caminos de los textos. Eso sí, me parece a mí que todo esto junto solo podía ocurrir en Nueva York.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #323

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