Portbou, septiembre del 2020
Recuerdo que la mayoría de los libros de historia tratan de acontecimientos públicos sin sentido como guerras, elecciones y revoluciones, cuando los únicos sucesos importantes se producen en los cuerpos y cerebros de los individuos. Recuerdo que ese es el gran secreto de la vida humana del que los científicos nunca hablan.
Portbou, septiembre del 2018
Recuerdo que tomé una caña en el chiringuito El Campaner y que conocí a su dueño: Antonio Campaner, exboxeador, categoría peso gallo. Antonio me contó que su chiringuito fue declarado el segundo mejor de Cataluña, tras uno de Tossa de Mar. Recuerdo que me impuse la tarea de averiguar quién era el responsable de la clasificación y sus criterios. “Cómo serán el resto”, dijo Campaner con innegable ironía, aunque al momento rectificó: “Esta localización, mi presencia y estos calamares: imbatible”. La verdad es que sus calamares son excelentes, lo cierto es que la bahía de Portbou es de una belleza solo apta para ciertas sensibilidades y lo probable es que Campaner sea un personaje al que, si le pillas en un buen día, te deja noqueado con sus historias.
Portbou, septiembre del 2015
Recuerdo que una de las veces que regresé al cementerio donde yace Walter Benjamin se me ocurrió que antes de terminar encerrado en un cajón, desearía que me dejaran en la cima de una montaña, como alimento para las aves carroñeras. Recuerdo que agarré una regadera y vertí agua en un par de arbustos. Recuerdo que me fumé un porro y pensé, con Benjamin, que todas las emociones, pero ante todo las emociones espirituales, tienen una pendiente más fuerte y arrastran a las palabras con ellas en su cauce. Recuerdo que imaginé que, a un Benjamin fumado, un cementerio le pondría de buen humor. Recuerdo que entendí que los cementerios refuerzan mi apuesta por vivir el presente como si se fuera a acabar. Recuerdo que callejeé entre edificios viejos, mal pintados, sucios incluso. Portbou debe de ser el pueblo de la Costa Brava menos cuidado. El menos “bonito”. El que me gusta más.
Portbou, septiembre del 2009
"Walter Benjamin se mató estando ya salvado. El temor a que lo deportaran y lo ingresaran en un campo de concentración francés lo llevó a matarse sin saber que se había encontrado finalmente un camino de salida"
Recuerdo que en este pequeño pueblo costero unos piratas decidieron izar su bandera negra: Festival Surpas, cultura libre y popular. Recuerdo que invitaron a unos músicos finlandeses, músicos que tocaban mientras los demás veíamos una versión restaurada de Nanook, el esquimal. Grande, Nanook. Recuerdo que pensé que de mayor quería ser como Nanook, quería que me mordieran la suela de la bota, quería que me susurraran “uk, uk, uk” antes de dormir. Recuerdo que los finlandeses pusieron una cuerda vertical que, del techo al suelo, se convertía en la medida del trance finlandés. Si se tensaba mucho la cuerda, acababan a golpes; si se aflojaba un poco, a besos. No había punto medio para estos piratas del norte a los que la ligera tramontana de esa noche los terminó de poner a punto. Recuerdo que me anoté a la fideuá libre y popular en el edificio de la Aduana, lo que no hace tanto era la aduana de la que no hace tanto era la frontera entre España y Francia, ahora técnicamente diluida en esa comunidad de vecinos llamada Europa.
Se está bien en Portbou. Se siente cierta liviandad. Les ha sentado bien soltar lastre, perder protagonismo. Portbou es ahora simplemente un pueblo más de la Costa Brava. El primer pueblo. El último pueblo. Depende de como se mire. Un privilegio para Portbou.
Portbou, septiembre del 2008
Recuerdo que me quedé alojado en el hotel La Masia con una novia que cumplía años. Recuerdo que nos abrazamos al enorme pino que atravesaba el balcón de nuestra habitación mientras escuchábamos el sonido de un Mediterráneo calmado. Nos fumamos un porro y sentimos un desinterés marcado por hablar de cosas de la vida práctica, de fechas, de política. Bajo los efectos del buen hachís, uno se cautiva por la esfera intelectual, al igual que los poseídos lo están por la esfera sexual: se es aspirado por ella. Esta última frase la anotó Benjamin en su primera experiencia con el hachís, en diciembre de 1927. También, como nosotros, Benjamin constató una gran sensibilidad a las puertas abiertas, a las palabras sonoras, a la música. Son anotaciones que el filósofo alemán fue haciendo en Marsella, Berlín e Ibiza. Son el material en bruto de un libro que nunca terminó. Esa noche soñamos con Benjamin. En Portbou, todos sueñan con Benjamin. Todo Portbou sostiene la memoria del bueno de Walter. Recuerdo que a la mañana siguiente hicimos la visita obligada al cementerio. Nos sentamos en un banco para impregnarnos de la atmósfera, de ese lugar del que Hannah Arendt dijo que era uno de los lugares más extraordinarios y bellos que había visto en su vida. Exageró un poco Hannah, sí, pero el lugar es hermoso, exuda buena vibra.
Portbou, septiembre del 2001
Recuerdo que leí en alguna de sus múltiples cartas que Benjamin disfrutaba del Mediterráneo, especialmente de las Baleares. Recuerdo que Benjamin llegó a Ibiza en abril de 1932, decidido a instalarse en la isla y preparado para organizar su vida, durante una temporada, con lo que definirá como “un mínimo europeo de supervivencia” (entre aproximadamente sesenta y setenta marcos al mes). Tocaría ver cuánto es ahora y si sería posible este plan en algún rincón de España. Cerca del Mediterráneo suena como misión imposible, seguramente solo en un pueblo sin mar de la España vacía. Recuerdo que en Ibiza Benjamin consultaba una guía turística publicada en 1929 por la Biblioteca de Turismo de la Sociedad de Atracción de Forasteros ¡Tremendo nombre para una biblioteca! Recuerdo que todo esto lo leí en Experiencia y pobreza: Walter Benjamin en Ibiza, un cálido y nostálgico libro de Vicente Valero publicado por primera vez este año en Península, reeditado con más repercusión en Periférica en el 2017. “Las cosas de vidrio no tienen aura. El vidrio es el enemigo del misterio”, escribe Benjamin al comparar la arquitectura moderna –Le Corbusier, entre ellos– con la arquitectura funcional y simple de la vivienda rural ibicenca, por la que sentían fascinación muchos arquitectos y artistas de la época. Recuerdo a Benjamin en Ibiza fumándose un porro de hachís y divagando sobre esa extraña manía de los escritores de libros de viajes: el que “se hayan obligado al esquema de la satisfacción de deseos, a querer mantener en cada país la bruma que la lejanía ha tejido en torno a él, en cada sitio el favor que le otorga la fantasía del ocioso”.
Portbou, mayo de 1990
Recuerdo que frente a la puerta principal del cementerio hay unas escaleras. Unas escaleras que descienden hacia el mar. Unas escaleras sucias por los detritus que deposita el viento. Cada vez que visito Portbou bajo por esas escaleras pensando en Benjamin y en Dani Karavan, el artista israelí que pergeñó este memorial por el cincuenta aniversario de su muerte. Karavan es un artista israelí que construye obras, esculturas e intervenciones en espacios abiertos. Karavan explora el poder del paisaje. Los expertos aseguran que sus formas construyen un diálogo entre la materia y la imaginación, entre los elementos de la naturaleza y la planificación humana. Tras unas fumadas en Marsella con su amigo Joël, este le dice a Benjamin: “No creo de ningún modo que hagas chistes experimentales, te sientes demasiado inseguro de ti mismo para eso”.
Portbou, 1960
Recuerdo a Hannah Arendt visitando Portbou. Ya había estado en 1941, pero ahora es diferente. Finalmente, las ideas de Benjamin empiezan a reivindicarse y a estudiarse en círculos académicos e intelectuales. Recuerdo que Benjamin pensaba que el libro de viajes bueno (y el artículo periodístico, añado yo) es aquel en el que se ve claro que las reflexiones del autor surgen de ese espacio que las hace posibles. No podría haber reflexionado así en otro espacio. Eso es lo relevante. Es perentorio evitar “las habituales impresiones” del viajero y tratar de aspirar aquellas sensaciones e ideas que quizás florecieron justo en el momento en que el viajero y el lugar se encontraron felizmente. “El viajero no describe así el lugar del viaje, huye de los tópicos de cada lugar. Lo que hace es pensar bajo los efectos del nuevo encuentro, a la luz de un espacio revelador recién descubierto por él mismo”.
Portbou, 26 de septiembre de 1940
Recuerdo que Walter Benjamin murió el 26 de septiembre de 1940 en Portbou tras ingerir una dosis de morfina. Había conseguido en Marsella su visado para Estados Unidos, un puesto fijo en el instituto y todo estaba en orden. Solo que los franceses, al igual que a todos los demás, no le dieron el visado de salida. Por ese motivo trató de cruzar la frontera de Portbou, junto con algunas mujeres: la señora Grete Freund, la doctora Biermann y la señora Hedi Gurland. Después de una caminata que, según cuentan, fue muy agotadora, llegaron a Portbou. Los gendarmes de la Guardia Civil española tenían la clara intención de deportarlos a Francia, por lo que los viajeros solicitaron una noche de descanso, que les fue concedida. Durante esa noche, Walter tomó morfina. A la noche del día siguiente falleció y el miércoles fue enterrado. Las señoras no fueron deportadas de vuelta a Francia y llegaron todas sanas y salvas a Lisboa. De modo que podemos concluir que Walter Benjamin se mató estando ya salvado. El temor a que lo deportaran y lo ingresaran en un campo de concentración francés lo llevó a matarse sin saber que se había encontrado finalmente un camino de salida. El final es tan horroroso y absurdo que todo consuelo y toda explicación son vanos en igual medida.
Recuerdo las últimas palabras que escribió Benjamin: “En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y que le explique la situación a la cual me he visto conducido. No dispongo de tiempo suficiente para escribir todas las cartas que habría deseado escribir”.