Miro el reloj y confirmo atribulado que son las cuatro de la tarde del domingo antes de San Isidro. Parece como si alguien estuviera reventando las paredes de mi cráneo con un martillo hidráulico. Y entonces me asalta la duda: ¿lo de anoche fue alcohol de baja calidad o es que me pasé de copazos?
Hace años fui a escribir un reportaje sobre el garrafón, pero al final terminé bebiéndome las muestras que había reservado para el laboratorio con unos amigos. Lo que no puedo dejar escapar esta vez son las páginas que tengo pendientes para Cáñamo, así que salto de un brinco de la cama y me enfundo el chándal azul de rayas blancas que guardo de mis años mozos para las expediciones al poblao. La misión es pillar un par de micras de caballo, tirar alguna foto si es posible y hacer un relato después sobre todo el proceso. En esta ocasión, mejor me controlaré con las muestras.
El viaje no precisa de grandes preparativos ni gestiones telefónicas: da igual el día, la hora, la meteorología… El sector 6 de la Cañada Real Galiana nunca duerme, aunque es aconsejable ir cuando no va Vicente y evitar así aglomeraciones, no solo de gente sino de chapas, siguiendo la terminología calé que allí se aprende.
Trayecto
Enfilo la M-30 en coche y tomo dirección sur hasta la salida 8A, que me circunvala hasta la carretera de Valencia. Tras atravesar un microtúnel donde han puesto hace poco un radar muy cabrón –en medio de una cuesta abajo–, aparezco ya en la A-3 dirección Arganda, dejando al este los distritos de Vicálvaro y Vallecas. Aquí permanezco hasta que diviso el IKEA, que sirve de referencia y desata en mí un moqueo a modo de reflejo condicionado como si fuese un perro de Pávlov. “Lo cierto es que la eficiencia en el servicio al cliente del poblao no tiene nada que envidiar a la multinacional sueca”, reflexiono. Tras una curva a la izquierda que se hace interminable llega la salida 12, desvío Rivas-Valdemingómez, a escasos mil metros. Me dispongo a coger la vía de servicio cuando un polvoriento Mercedes SLK con cristales tintados y una constelación de pegatinas quinquis me adelanta a toda pastilla por el carril derecho. A medida que me acerco al vertedero tecnológico y social que es Valdemín, las leyes –no solo las viales– se van relajando sensiblemente.
Llegada
Un hedor penetrante e infecto que no se borra de la memoria –pero al que la pituitaria se acaba acostumbrando y casi celebra con nostalgia– da la bienvenida al visitante. En este escenario, propio de una guerra bacteriológica, chabolistas y toxicómanos conviven con la principal incineradora de la Comunidad de Madrid. Aquí, sin contar con los seres humanos que vienen a abastecerse, se procesan cuatro mil toneladas de mierda al día. A su manera también te saluda el entrañable par de Patrols de la Guardia Civil que, por norma, hay apostados de manera estratégica en una rotonda por la que es obligatorio pasar, tanto a la ida como a la vuelta. Miradita de respeto y un “ya te veo luego” es todo lo que se puede esperar de este primer cruce con la Benemérita. Cuando salgamos la cosa cambiará, pero no adelantemos acontecimientos.
Una vez dentro, el paisaje es más propio del vídeo de Thriller que de un asentamiento ilegal a veinte minutos de la Puerta del Sol. En el margen derecho de una carretera que en vez de baches tiene socavones, y por la que transitan miles de camiones al día culpables de levantar la polvareda generalizada, se sitúan las primeras edificaciones. A partir de este momento un sexto sentido te avisa de que estás siendo observado por los cuatro costados. Cuesta explicarlo, pero entre bidones convertidos en hogueras, reuniones de familias gitanas enteras sentadas en sillas blancas de plástico y el deambular de machacas (toxicómanos al servicio de algún punto de venta), se percibe un control absoluto de quién está entrando en el poblao. Te puedes llevar incluso un manguerazo de agua si alguien estima conveniente regarte porque le pareces sospechoso. Si vas solo y no en pareja –como los agentes de la autoridad–, los voceros te harán una seña para indicarte que pares ya y tengas a bien ser despachado en la caseta bunkerizada para la que ejerce. Muchas de las gestiones se resuelven aquí sin mediación del lenguaje: un conjunto de códigos y signos cubre eficazmente las necesidades comunicativas.
A la hora de elegir caseta es recomendable que te conozcan, aunque no imprescindible. Clanes como el de “los bigotes” o “los gordos” se hicieron populares antes de ser intervenidos judicialmente por la gran afluencia de público que recibían. En mi caso opto por ir siempre al mismo sitio de confianza, sin dejarme influir por las modas. “En la vida hay que tener valores”, me digo. Un giro empinado al final de la recta y el estado deplorable del asfalto castigan los amortiguadores hasta verse obligado a embragar y reducir a primera. Ahora sí que estamos en el epicentro tóxico de Valdemín: al hedor ambiental hay que sumar los desechos generados por los pobladores –paradójicamente, aquí no hay servicio de recogida de basuras– y los abundantes escombros que las autoridades no retiran para impedir cualquier conato de nueva construcción. Aparco en batería, cruzo mirando a ambos lados, ya que suele haber tráfico en los dos sentidos, y accedo a las dependencias de la amable Avellana, madre de cinco hijos y abnegada esposa de un gitano que frecuenta la cárcel con relativa asiduidad.
En el interior
Traspaso una primera puerta metálica entreabierta. A mi izquierda hay una estancia oculta tras una cortina y habilitada para que los yonquis residentes se pinchen o fumen sus platas a resguardo de la intemperie; lo que viene siendo el servicio postventa, para que nos entendamos. A mi derecha aparece un portón, esta vez asegurado con barrotes y varios candados FAC que Avellana –a quien pillo fregando el suelo de su casa– debe descorrer desde dentro. “Pasa, Antonio, cuánto tiempo sin verte. Dime cómo estás y qué quieres”, son sus primeras y hospitalarias palabras. Debo aclarar que si hace tiempo que no me ve es porque soy de los que prefiere calidad a cantidad, y para eso la deep web representa un nuevo paradigma, aunque exija anticipar las ganas, ser previsor y cierta experiencia con las criptomonedas.
El menú comprende cuatro sencillos pero contundentes platos: caballo, cocaína en base, caballo mezclado con esta cocaína y, por último, cocaína “cruda” y, por tanto, esnifable
Dentro de estas cuatro paredes decoradas con retratos familiares de gran tamaño y donde suelen estar prendidas una enorme chimenea y una pantalla de plasma de cincuenta pulgadas, el menú comprende cuatro sencillos pero contundentes platos: caballo, cocaína en base, caballo mezclado con esta cocaína y, por último, cocaína “cruda” esnifable. En mi caso me conformo con 0,2 g del primero. Avellana se saca del sujetador una bolsa y con la otra mano extrae la pesa digital del cajón de la mesa que hay bajo la ventana a través de la que despacha como si fuera una taquillera. Yo, que soy VIP porque me conocen aquí desde hace mucho, pruebo una raya de la sustancia dentro para no dar el cante fuera y, acto seguido, pongo diez pavos en la mesa. Para salir hay que esperar a que ella, un familiar o machaca cercano se cerciore de que puedes hacerlo en condiciones de seguridad. “Venga, Antonio, ya puedes irte, hasta la próxima, y a ver si no tardas tanto en volver”. Antes de cruzar la carretera y dejar atrás este inframundo en el que la suciedad ambiental se amontona en simas de porquería y chatarra, y donde no es raro ver algún gallo que otro, una música festiva proveniente de la caseta contigua me indica que algo importante se está celebrando en ese patio. Movido por una curiosidad periodística heredada de mis antepasados, decido abordar a un gitano con traje negro y sombrero, quien me informa orgulloso del casamiento de su nieta, de catorce años. “Así ya no vendrán a buscarla para ir al colegio”, añade con un gesto de picardía al despedirse.
Cuéntame cómo pasó
Al entrar en el coche trato de hacer alguna fotografía con el teléfono, aunque sea algo complicado y peligroso. Antes de arrancar cierro un momento los párpados y, mientras una leve sensación de analgesia comienza a recorrerme el cuerpo, hago memoria de las aventuras vividas a lo largo de estos años, no solo aquí, sino también en lo que un día fue Las Barranquillas, y antes La Rosilla y La Celsa. En mi retina quedará para siempre grabado el día que apareció un helicóptero de la Policía Nacional a pocos metros de nuestras cabezas y los gitanos salieron despavoridos de sus casetas gritando: “¡Tdos pa’dentro que os están grabando!”. O una noche de viernes en la que, mientras hacíamos fila india varias personas para ser atendidos, llegó un individuo que se puso el primero. Nadie rechistó, tenía un aspecto tan pendenciero y cubierto de cicatrices, además de ser tuerto, que nos heló la sangre a todos. Tampoco olvidaré el instante en que entendí la etimología de la palabra yonqui viendo con estupefacción cómo lo que parecía ser un montón de desperdicios inerte se movía. Tras acercarme comprobé que el movimiento lo generaba un machaca tumbado encima y que, a cierta distancia, parecía mimetizado con la inmundicia, tal y como indica la palabra inglesa junkie, derivada de junk (‘basura’). Esta tropa de pómulos marcados y delgadez extrema a quienes el vicio y la falta de paradero provocan también progeria, disponía en Las Barranquillas de una sala de venopunción –conocida coloquialmente como narcosala– situada dentro de un autobús del ayuntamiento, donde a su vez regalaban jeringas para chutarse y metadona como parte de un programa de reducción de daños. “Hasta en esto se nota la crisis”, mascullo, pues los zombis vocacionales antes estaban más y mejor atendidos.
La vuelta
El trayecto termina con un poco de junk food en el burguer de Rivas, lugar poco transitado por yonquis e ideal para despistar a la pasma
Llega el momento de partir, pero la odisea aún no ha terminado, y para volver se debe atravesar la citada rotonda. Y aquí va un aviso para navegantes: si no quieres que se te pongan los huevos de corbata ante la inevitable inspección ocular de los picoletos al pasar por delante de ellos a cinco por hora, lo mejor es renunciar al camino corto y tomar la dirección hacia Rivas. Es la alternativa para evitar encerronas. Parece de sentido común, pero cada día decenas de personas son cacheadas y denunciadas por caer en la ratonera perfecta que hay situada al tomar la salida hacia Madrid. Es el lugar ideal para que las autoridades, equipadas con subfusiles y chalecos antibalas la mayoría de las veces, te cacen como a un pardillo, porque lo que realmente van buscando es al que saca cantidades notorias para su reventa. Escapar se antoja imposible porque hacia atrás están los agentes de la glorieta y delante el control policial donde los gendarmes disponen una cadena pincha-ruedas. Tomando en consideración esta advertencia, se ha convertido en todo un clásico hacer una breve pausa en el McDonald’s de Rivas para que tu acompañante pueda probar a sus anchas la sustancia en los baños y disfrutar conjuntamente del viaje de vuelta. Junk food en toda regla.
Como en esta ocasión he cometido la temeridad de venir solo y transporto nada más que dos micras, además de que todavía es buena hora, hago una excepción que confirma la regla y me arriesgo a que me quiten el horse y me calcen una multa administrativa por tenencia en vía pública. La jugada me sale bien y gano tiempo para ponerme en casa a escribir este reportaje.
Durante el camino de retorno, concretamente a la altura de la Universidad Politécnica, me entero por la radio de una noticia cuanto menos inquietante: hay en marcha un plan para desmantelar la Cañada Real firmado recientemente y de obligado cumplimiento para este año. El objetivo es demoler los hogares situados dentro de esta vía pecuaria –reservada históricamente a la trashumancia– para devolver el terreno a su dueño institucional. Aseguran los firmantes que con esta especie de limpieza étnica evitarán mucha delincuencia y casos de desnutrición extrema, dando el carpetazo definitivo a “un territorio de exclusión y vergüenza”. Ya les vale.
Dónde irán a parar Avellana y sus homólogos es ahora una incógnita, pero es más que probable que allá donde vaya esta comunidad formada por más de ciento ochenta familias lleve consigo sus usos y costumbres, provocando un fenómeno de gentrificación inevitable. Al fin y al cabo, este colectivo no hace más que cubrir una demanda existente, haciendo gala de un innegable espíritu comercial y de envidiables dotes logísticas. Por ahora han advertido de que su respuesta será contundente: cualquier intento de derribar sus hogares será recibido con barricadas de neumáticos en llamas; aquí han echado raíces, esta es su vida, y van a pelear por ella.
El tiempo dirá a dónde tendré que dirigirme la próxima vez que quiera pillar unas rayitas de caballo barato, ya sea para darme un homenaje o para un nuevo encargo periodístico. ¡Hasta la próxima!