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Walter J. Freeman, el doctor del picahielos

Grandes seres humanos miserables 3

Walter J. Freeman sería conocido como el campeón de las lobotomías, término que él mismo acuñó, aunque fue más conocido como el “doctor del picahielos”. Realizó más de tres mil quinientas lobotomías. Muchas de las figuras médicas más importantes dieron su apoyo al trabajo de Freeman.

Walter J. Freeman (1895-1972) fue el hombre que llevó a Estados Unidos la controvertida técnica de Egas Moniz, y sería conocido como el campeón de las lobotomías, término que él mismo acuñó, aunque fue más conocido como el “doctor del picahielos”. Realizó más de tres mil quinientas lobotomías. Muchas de las figuras médicas más importantes dieron su apoyo al trabajo de Freeman.

Su influyente abuelo materno, el cirujano William W. Keen, presidente de la American Medical Association (AMA) y una celebridad en la medicina norteamericana, movió los hilos para que le ofrecieran la jefatura del laboratorio del Hospital Psiquiátrico St. Elizabeth de la ciudad de Washington. Acababa de volver de Europa, después de varios meses en Austria, Italia y en La Salpêtrière de París.

El St. Elizabeth era un inmenso almacén de enfermos mentales. Habían aumentado los casos de esquizofrenia, alcoholismo y neurosífilis en fases avanzadas de parálisis general. Nidos de serpientes, agujeros infernales, instituciones de desesperanza, así se llamaba a los hospitales psiquiátricos.

Freeman, como la mayoría de los médicos de la época, tenía una concepción organicista del cerebro y pretendía encontrar el lugar donde radicaba la causa física de la demencia. Sin éxito. Los cerebros de los enfermos psicóticos no se diferenciaban en nada de los cerebros normales. Tampoco el resto del cuerpo. Pero siguió buscando frenéticamente.

Tenía a su disposición los cadáveres del hospital, que se renuevan constantemente con los nuevos fallecimientos. Freeman fue un ser obsesionado que se creía destinado a realizar grandes innovaciones en la medicina. Cuando en los años treinta comenzaron las terapias de choque, Freeman, que ya había abierto su consulta privada, no vaciló en emplearlas. Sería el primer médico en Washington en aplicar los tratamientos con insulina, Metrazol y el electroshock.

Amistad con su mentor

En 1935 viaja a Londres al II Congreso Internacional de Neurología. Si para Egas Moniz aquella asistencia resultó decisiva, también lo fue para Freeman. Establecieron enseguida una estrecha relación que duraría toda la vida y sería clave para la introducción de las lobotomías en Estados Unidos. En poco tiempo, Freeman le indica que pretende ensayarlas por su cuenta. Con esta técnica, que considera revolucionaria, sueña con su gran ocasión. Pero Freeman no era neurocirujano y, por lo tanto, no tenía licencia para operar, así que se asoció con James Watts, un joven y brillante cirujano.

A la llegada de los leucotomos encargados a París, en septiembre de 1936, empiezan a ensayar con cerebros conservados en formol para pasar a cerebros de pacientes, con la fuente inagotable del hospital. Su director, William White, se opone tajantemente a que algún interno sea sometido a tal operación, así que Freeman se valdrá de su consulta privada.

Freeman y el doctor James W. Watts planifican su próxima lobotomía.
Freeman y el doctor James W. Watts planifican su próxima lobotomía.

Primer intento

La primera operación consistió en una leucotomía prefrontal, siguiendo el procedimiento de Moniz. En total, seccionaron seis “corazones” de cada lado del cerebro. Como estaba convencido de que la operación no solo destruía materia blanca (fibras nerviosas) sino también las neuronas, lo llamaron lobotomía, ya que leucotomía solo hacía referencia a la materia blanca.

La primera paciente empeoró y no podía hablar coherentemente, tartamudeaba, pero el problema remitió. Entusiasmados, en las siguientes seis semanas operaron a cinco pacientes más, diagnosticados de depresión agitada. No habían establecido grupos de control, imprescindibles en toda terapia. “Nuestro deber con los pacientes ha excluido esto –se justificaron, sin hablar de cura ni de verdadero tratamiento–. Esas palabras no pueden ser usadas hasta un período de cinco años –escribió Freeman”. “Aún era pronto”, decía.

La crítica más fuerte vino de los psicoanalistas, que rechazaron escandalizados la sola idea de mutilar un cerebro físicamente sano, recordándole a Freeman el juramento hipocrático: no causar daño al paciente. Sin atender a las críticas que iban surgiendo, Freeman y Watts viajaron por todo el país presentando la nueva técnica. Y la profesión médica se dividió en un acalorado debate.

Cambio de tercio

El antes y el después de una lobotomía transorbital a una catatónica esquizofrénica. Comparativas propagandísticas como esta ayudaron a la expansión de las operaciones de Freeman.
El antes y el después de una lobotomía transorbital a una catatónica esquizofrénica. Comparativas propagandísticas como esta ayudaron a la expansión de las operaciones de Freeman. 

Después de treinta y dos operaciones, el método de Moniz no les parece a Freeman y Watts muy preciso y efectivo. El hilo metálico que recorta los “corazones” podría reemplazarse por un bisturí que seccione las fibras. Así, en 1937, desarrollan una operación de precisión que llaman lobotomía estándar Freeman-Watts.

Abandonan el leucotomo y usan en su lugar una espátula o cuchilla plana, un bisturí romo, que se introduce por los orificios para seccionar partes del lóbulo frontal. Se taladran dos orificios, uno a cada lado de la cabeza, y emplean dos modalidades de corte: la primera, un movimiento de arriba a abajo, y otra en que la espátula se extrae y se introduce varias veces en distintas orientaciones, sajando todo lo que encuentra a su paso. En muchas ocasiones operaban los dos a la vez, uno a cada lado de la cabeza, a pesar de que Freeman no era cirujano y carecía de licencia para intervenir.

Freeman, sabedor de las grandes reticencias por parte de muchos médicos y neurólogos, convirtió a la prensa y a la opinión pública en sus aliados, dedicando más tiempo a la prensa que a la comunicación por los cauces profesionales. Los especialistas lamentan enterarse de sus innovaciones por las noticias y no por las publicaciones colegiadas. Freeman es un buen relaciones públicas y promueve la amistad con influyentes periodistas para promocionar su método, que entonces no era el único existente. Los titulares son elocuentes: “Milagro de la cirugía del cerebro”, “Curando la mente con la cirugía”, “Pacientes mentales se benefician de operación revolucionaria”, “El bisturí del cirujano restaura la salud mental a víctimas de los nervios”... El New York Times llamó a la técnica “la cirugía del alma”. Se relatan historias personales de pacientes aparentemente beneficiados por la lobotomía. La nueva técnica consiste en separar doce pequeños trozos de materia blanca de los lóbulos frontales. Estos trozos, de un centímetro de diámetro, no se extraen del cerebro sino que se dejan en su sitio.

“Si se trata de tu madre y tuvieras que elegir entre que permaneciera en un estado permanente de terror o que estuviera más tranquila, más calmada, incluso aunque ya no fuera como antes, podrías elegir esto último” (el subrayado es mío). Como resume Robert Witaker: “No dijeron que la lobotomía dañase el cerebro, sino que extirpaba la locura del cerebro, y se consideró un progreso enorme”.

Un estudio sobre el papel de la prensa en la popularización de las lobotomías en Estados Unidos concluye que las noticias sesgadas a su favor fueron un factor determinante en su rápida y amplia aceptación como tratamiento psiquiátrico. La prensa le creó una aureola de rigor y precisión científica que en realidad no tenía. Era un procedimiento “ciego”, durante el cual el cirujano no podía ver las áreas del cerebro que estaban siendo dañadas. En 1942 Freeman y Watts han realizado más de doscientas operaciones y, según sus datos, el 63% había mejorado, el 23% no había cambiado y el 14% había empeorado.

Al mismo tiempo, el número de lobotomías se incrementa en Inglaterra, Francia y otros países europeos, especialmente en los países nórdicos. Se habla de “rejuvenecer la personalidad con una operación apenas más peligrosa que sacarse una muela”.

Rosemary, hermana menor de John F. Kennedy, antes de ser fatalmente lobotomizada por Freeman.
Rosemary, hermana menor de John F. Kennedy, antes de ser fatalmente lobotomizada por Freeman.

A principios de los años cuarenta se ocultó un caso que después devendría en célebre, el de Rosemary Kennedy, hermana un año más joven del que luego sería presidente de Estados Unidos. Pasada la veintena, Rosemary estaba interna en una escuela-convento y empezó a sufrir grandes cambios de humor y estallidos de ira. Su padre, el muy influyente Joseph Kennedy, siguiendo consejos de especialistas, buscó la solución más radical y se puso en contacto con Freeman.

Rosemary fue lobotomizada a los veintitrés años. Sería la sesenta y seis de Freeman, y parece que el padre tomó la decisión sin consultarlo con la familia mientras su esposa estaba de viaje. El resultado fue un desastre. Rosemary quedó incapacitada, sin poder llevar una vida autónoma. Pasó el resto de su vida hospitalizada, hasta los ochenta y seis años, en una institución, cuidada por dos enfermeras en una casa privada, cuya construcción fue supervisada por su padre.

Al terminar la segunda guerra mundial, los hospitales psiquiátricos están atestados, al borde del colapso. Freeman, en vez de considerar la lobotomía como un tratamiento de último recurso para casos muy específicos y desesperados, la empieza a ver como una elección de primera instancia. No hay que esperar a que la enfermedad se vuelva intratable, hay que atacarla en los primeros momentos.

El picahielos y el martillo

 Con el eufemismo de orbitoclasto,  Freeman bautizó a su picahielo con marcas graduadas.
Con el eufemismo de orbitoclasto, Freeman bautizó a su picahielo con marcas graduadas. 

Tras varios ensayos, Freeman encuentra otro camino hacia el cerebro: en lugar de trepanar el cráneo podría acceder a los lóbulos frontales desde abajo, directamente a través de las órbitas oculares. Comenzaban las lobotomías transorbitales. Freeman inventó la nueva técnica ensayando con un cráneo en la cocina de su casa, con un picahielos y un martillo. Llamó al picahielos orbitoclasto, un eufemismo para disfrazar que en realidad se trataba de un picahielos con marcas graduadas.

Era muy sencillo: se anestesia ligeramente al paciente mediante el electroshock. Después, el instrumento puntiagudo se inserta en la cuenca del ojo entre el párpado y el globo ocular, y con unos golpes de martillo se perfora el tabique superior penetrando siete centímetros en el cerebro. A continuación, con un movimiento de vaivén, como si fuera un limpiaparabrisas, se procede, a ciegas, a la destrucción del tejido cerebral, supuestamente de las conexiones entre los lóbulos frontales y el tálamo, de donde, según Freeman, procedían los impulsos emocionales desajustados. Luego se repetía lo mismo en el otro ojo. Todo duraba escasos minutos y las únicas huellas visibles eran los ojos amoratados.

El electroshock ahorraba la anestesia y tenía la ventaja adicional de borrar los recuerdos de los momentos previos a la lobotomía. Entre los logros de Freeman está también haber sido el responsable de la implantación a gran escala en Estados Unidos del electroshock.

Freeman comienza entonces a operar en su consulta sin comunicárselo a Watts. Ya no necesita quirófano ni cirujanos. Cuando lo descubre, Watts se queda horrorizado al ver operando a Freeman sin mascarilla, en una mano el picahielos y en la otra el martillo, y las dos sin guantes. Es el fin de la relación.

A partir de 1946, Freeman comienza unas campañas maratonianas por los hospitales de todo el país a bordo de su autocaravana, que él llamaba el lobotomóvil. Se propone aliviar el hacinamiento de los psiquiátricos mediante operaciones en serie con el método transorbital. Al llegar a un hospital, lo esperaban preparados: en fila y en la cama, con los pacientes listos para la intervención, Freeman procedía a realizar las lobotomías en serie.

Una parte de la profesión médica acabó adaptando la nueva técnica y se practicaron también en centros de élite, como el Johns Hopkins Hospital, la Clínica Mayo y el Hospital General de Massachusetts. El número de operaciones pasó de ciento cincuenta en 1945 a más de cinco mil en 1949. Y en este año, la lobotomía consiguió la máxima repercusión con la concesión del premio Nobel a Egas Moniz. Freeman actuó en cincuenta hospitales de veintitrés estados y, al mismo tiempo que operaba, realizaba demostraciones y cursillos rápidos para que el personal del hospital fuese quien lobotomizara en el futuro.

Fin de la farsa

Un balance de las primeras setecientas once operaciones de Freeman y Watts concluye que alrededor de un 45% han dado buenos resultados, un 33% han sido aceptables y un 19% sin cambios. Sin embargo, en el apartado de evaluaciones psicométricas de dicho informe ya se señala que, aunque la lobotomía no influye en la inteligencia, tal y como la miden los test, los pacientes presentan limitada su amplitud atencional y la capacidad de pensar de forma abstracta y planear acciones futuras.

El tiempo acabaría confirmando este supuesto: la lobotomía fue un terrible error que causó daños permanentes en miles de pacientes. Esta fue la conclusión tras la polémica en el 2001 para la retirada del Nobel por las lobotomías a Egas Moniz. La Academia, como era de esperar, hizo oídos sordos siguiendo su lema de que “Nunca cometemos errores”. Todo se vino abajo con el descubrimiento de la clorpromazina. Pero eso, la historia de los neurolépticos y los psicofármacos, es otra tremebunda historia.

A Freeman se le retiró el permiso para seguir interviniendo en 1967. Murió en 1972. Realizó más de tres mil seiscientas lobotomías.

Para los interesados en profundizar en los detalles y ramificaciones insospechadas de esta historia grotesca y cruel, es muy recomendable el libro Lobotomías. La sórdida historia de una “cura” desesperada, de Julio González Álvarez.

 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #281

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