Un porro en Moscú
Si eres de a los que les gustan las cosas fáciles, Rusia no es desde luego tu sitio. Tampoco en cuestión de drogas. Aunque nunca se sabe: en Berlín conocí a un tío de Málaga que sin saber ni alemán ni inglés en menos de dos semanas ya sabía dónde tenía que ir a pillar, qué pillar y cómo hacerlo. Se comunicaba por lenguaje de signos. Y sí, esto es totalmente cierto.
Lo primero y más importante: la posesión y el consumo de drogas son ilegales en Rusia. Esta frase no va en negrita porque sí: la adquisición, almacenamiento, transporte, producción y procesamiento de drogas sin fines de venta puede significar una sanción administrativa de 4.000 a 5.000 rublos (en torno a los 65 euros) o hasta quince días de arresto en cantidades pequeñas, como, por ejemplo, un porro. En “cantidades importantes” la pena es de hasta tres años de prisión, y en “cantidades muy importantes”, de hasta diez años. El cultivo ilegal de “plantas que contienen sustancias estupefacientes” –como la marihuana, obviamente– se castiga con hasta 5.000 rublos de multa o hasta quince días de arresto en caso de que tenga como fin el consumo personal, pero con hasta dos años de cárcel “en cantidades importantes”, y hasta ocho en caso de “cantidades muy importantes”. Una revista como la que estás leyendo ahora mismo y que seguramente has comprado en una tienda especializada o quiosco sin ningún problema, en Rusia se consideraría “propaganda de drogas”, sería multada con hasta 1.000 rublos por cada artículo y, con toda probabilidad, clausurada. Incluso el consumo individual está penado: hasta 5.000 rublos de multa o hasta quince días de arresto.
Te dirás: también la droga es ilegal en otros países. Cierto. Pero en Rusia, además, está socialmente mal vista. El tabaquismo y el alcoholismo, que siguen presentando índices de consumo muy elevados –aunque no tanto como hace una década–, son vistos con mayor tolerancia que el consumo de otras sustancias. Esta percepción cultural tiene motivos históricos: las llamadas drogas blandas, como la marihuana, nunca fueron frecuentes en Rusia ni en la Unión Soviética, cuya legislación al respecto era igualmente estricta. Hablar de drogas en Rusia es hablar, sobre todo, de la heroína, que comenzó a entrar en el país en los ochenta, durante la intervención soviética en Afganistán. Hoy se consume en Rusia el 21% de la heroína mundial, según la ONU, el índice más alto del mundo. A grandes rasgos, las drogas están vinculadas a momentos de gran inestabilidad y decadencia para el país: los morfinómanos de la guerra civil, los heroinómanos durante la desintegración de la URSS, la difusión de la cocaína en los salvajes años noventa. Hoy la cocaína se asocia, como en casi todas partes, a los ejecutivos y a la nueva clase media, y las llamadas drogas de diseño o recreativas, a los clubes de música techno. Por su condición de ilegales, el tráfico de drogas está en manos de redes criminales, que las introducen especialmente a través de los puertos del norte y la frontera sur, donde los controles son, según se rumorea, menos rigurosos.
Rusia contra la ‘narcoagresión exterior’
Con todo, la Rusia de los noventa es historia. El conservadurismo nacional, la corriente ideológica dominante que se vincula a la legislatura de Vladímir Putin, también se refleja en una aplicación de la ley más estricta. El 20 de diciembre de 2015, Putin denunció la “narcoagresión exterior” y apeló a continuar en la lucha antinarcóticos a los servicios de inteligencia y al Servicio Federal de Control de Drogas (FSKN), este último un cuerpo similar a la DEA estadounidense. Según su director, Víctor Ivanov, el problema de las drogas debe equipararse a crímenes como el terrorismo y la piratería. Cosa seria. El FSKN tiene más de 34.000 agentes y cuenta incluso con sus propios spetsnatz (‘fuerzas especiales’). Como hoy casi todo el mundo sabe quiénes son los spetsnatz rusos y cómo se las gastan, no creo que haga falta entrar en detalles y decir que en Rusia estas cosas no se toman a la ligera. Y si todavía no sabes quiénes son, échale un vistazo en YouTube...
Llegados a este punto, te preguntarás dónde va la gente a comprar. Estás avisado: aquí vas por tu cuenta y riesgo. El desconocimiento del idioma no te ayudará, y un europeo que viste diferente y habla diferente a la fuerza va a llamar la atención. Si estás en un club, puede que sea la razón por la que alguien te interpele directamente, como ocurre en otros países. Pero si lo que buscas es cannabis, ahí ya lo tienes más difícil. Puedes armarte de valor e intentar preguntarle en inglés a uno de esos jóvenes rusos con rastas que a veces se reúnen en el parque Gorky, sobre todo en verano, a escuchar reggae. También a uno de esos estudiantes de intercambio africanos de la Universidad de la Amistad de los Pueblos, de quienes se dice que se dedican al menudeo. En cualquier caso, tendrías que desplazarte hasta el extrarradio, una jungla de cemento que queda completamente fuera del circuito turístico. Y aquí el que pasa se la juega tanto como el que compra: la producción, venta o envío de drogas se castiga con penas de cuatro a ocho años de prisión por pequeñas cantidades, y de cinco a doce años, “en cantidades importantes y si hay confabulación”. A esta pena aún podría sumarse la de inducción a las drogas: hasta cinco años en cantidades pequeñas y hasta ocho si detrás hay “confabulación” o “un grupo organizado”. Además, donde la ley no actúa con rapidez lo hacen los grupos progubernamentales vinculados con La Joven Guardia, las juventudes de Rusia Unida. Estos grupos de justicieros se dedican a perseguir a los camellos armados con martillos y bates de béisbol y administrar justicia por su propia cuenta con linchamientos públicos que graban en vídeo y difunden en las redes sociales como medida disuasoria. Aunque menos activos y más marginales, algunos grupos de extrema derecha también se dedican ocasionalmente a este tipo de cacerías.
Spice’, probablemente la droga más vendida, y el ‘krokodil’, la más voraz
El cáñamo consumido en Rusia se cultiva sobre todo en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central y en el Lejano Oriente ruso, y en menor grado en Afganistán, y entre quienes saben de esto, se dice que es difícil de conseguir y de mala calidad. El sustituto más utilizado por los consumidores es el llamado spice. En realidad es un sustituto engañoso, porque el spice, una mezcla de hierbas impregnada con cannabinoides sintéticos, no guarda ninguna relación con la planta original: en teoría busca emular sus efectos, pero su toxicidad es mayor –hasta cinco veces y más– y sus efectos, difíciles de prever. Según los expertos, en algunas mezclas se asemeja efectivamente a los de la marihuana, pero en ocasiones lo hace a los de la metanfetamina, la cocaína y las drogas psicodélicas y, a pesar de compartir el nombre con el evocador melange de Dune, el spice desencadena episodios psicóticos y es potencialmente mortal. Lo malo no son exactamente las plantas que lleva, sino los cannabinoides sintéticos que le ponen. Un consumidor describió los efectos al diario The Guardian como sigue: “No puedes pensar con claridad, no puedes andar, es como estar totalmente borracho, pero acompañado de pánico y terror. Empiezas a sudar, tienes palpitaciones y te sientes mal. A veces empiezas a vomitar, sin aviso”. También es relativamente fácil de producir, transportar y camuflar, cualidades que lo hacen más atractivo a ojos de los narcotraficantes, quienes, además de conseguir un precio bajo de venta –en torno a los diez euros, según un reportaje de Al Jazeera–, que facilita su salida, pueden aprovechar los vacíos legales, ya que cada vez que un cannabinoide sintético es catalogado como ilegal, únicamente tienen que modificar la fórmula ligeramente en sus laboratorios para poder seguir sorteando la ley, un proceso para el que los químicos necesitan no más de tres horas, según las autoridades rusas. El spice –también conocido como mix– alcanzó el pico de consumo en el 2014, y ahora está duramente perseguido por la policía, a pesar de lo cual continúa siendo con toda probabilidad la droga más vendida, e incluso los camellos anuncian su venta sin reparos en la vía pública y en páginas y foros de internet. Para evitar que Roskomnadzor –la agencia federal de supervisión de las telecomunicaciones– los retire de las redes, los vendedores optan por servirlos desde terceros países donde no hay legislación al respecto. El spice, que según el FSKN se produce sobre todo en el sudeste asiático y en Ucrania, es también ilegal en Estados Unidos y en la mayoría de los países miembros de la Unión Europea (no es el caso de España).
Otra de las drogas asociadas a Rusia es la desomorfina, conocida como krokodil (‘cocodrilo’), un derivado de la morfina desarrollado en 1932 en la URSS para tratar a pacientes con dolores agudos y que se dejó de emplear en 1981. Los primeros casos de consumo se detectaron entre heroinómanos en el 2003, sobre todo en las cárceles, y entre el 2007 y 2010 registró un espectacular aumento, con tasas de crecimiento del 50% y más y presencia en sesenta regiones del país. Su propagación y su carácter destructivo atrajeron la atención de los medios de comunicación, que le dedicaron varios reportajes. La desomorfina permite a los narcotraficantes vender una droga cuyo efecto es más potente, una droga que además es más fácil de sintetizar: se puede hacer a partir de tabletas de codeína adquiridas sin prescripción médica en la farmacia, por lo que se puede producir en el mismo país sin los riesgos que supone introducirla por la frontera. También es una droga muy adictiva, ya que su efecto tiene una menor duración y genera tolerancia con más rapidez que otras; y mucho más tóxica, condición agravada por los residuos corrosivos que permanecen debido a los procesos caseros de síntesis. Las consecuencias más impactantes del corrosivo krokodil son la gangrena –muerte y desprendimiento del tejido cutáneo y muscular–, pero también disfunción hepática y, finalmente, la muerte. Se calcula que la esperanza de vida de un adicto es de un año y medio como máximo. En internet circulan fotografías de las consecuencias de su consumo. Como dicen en la tele: son imágenes que pueden herir la sensibilidad del espectador.
Rusia no es un país fácil. Pero eso ya lo dije al comienzo. Sin embargo, si el turista consigue sortear todas estas dificultades y se hace finalmente con un porro, y se lo fuma con discreción y sin sorpresas desagradables, y la yerba resulta que es aceptable, un paseo recomendable es este: comenzar en la antigua fábrica de chocolate Krasny Oktyabr (‘Octubre rojo’), hoy convertido en centro cultural e incubadora de start-ups, uno de los lugares más hip del nuevo Moscú, frente al río Moskvá. Aquí no deberías tener muchos problemas. Desde ahí cruzar el puente de los patriarcas y girar a la derecha, donde está el parque Muzeon, un museo de estatuas soviéticas y contemporáneas al aire libre. Ahí uno puede sentarse tranquilamente (mientras las temperaturas lo permiten) y tomarse algo mientras ve los barcos pasar. Después de descansar, solo hay que seguir el paseo y cruzar Krimsky Val hasta el parque Gorky. Nada que ver con la película: hoy este parque permite descansar y entretenerse a partes iguales. Más adelante está Neskuchny Sad, otro parque, pero más tranquilo y con más árboles, y con menos gente. La estación de metro de Leninsky Prospekt, para llevarte de vuelta a donde sea, está a la vuelta de la esquina. Si se ha hecho de noche y te atraen los monumentos, los espectáculos luminosos y los finales turísticos al uso, a cuatro paradas se encuentra la Plaza Roja. ¡Buen viaje!