A Green Lantern se la sudan los adictos
A semejanza del personaje de Rex Morgan, el hecho de que Wertham fuera galeno titulado, y muy reputado gracias a su sinecura en la clínica de higiene mental Bellevue, infundía respetabilidad a la cruzada contra los cómics, por torticeros y artificiales que fueran los argumentos esgrimidos, siendo llamado a comparecer ante el subcomité del Senado que estudiaba el fenómeno de la delincuencia juvenil. Siguiendo su consejo, esos satánicos artículos eran vetados a los menores de quince años y se recomendaba a los editores que moderaran el tono. Imitando a Hollywood y para evitar la censura gubernamental, la Comics Magazine Association of America engranaba en 1954 su propio mecanismo censor, el Comics Code Authority (CCA), estipulando unas directrices por las que se proscribían imágenes violentas y el empleo de ciertas palabras y conceptos, de aplicación obligada si los tebeos querían contar con el sello de aprobación que permitía su distribución y venta. El código causaría estragos, llevando a la ruina a numerosas editoriales, sin alterar necesariamente el discurso que sobre las drogas venía desarrollándose en las historietas, en su mayor parte sensacionalista, afín a la paranoia antidroga propia de la época, amplificada por películas como Reefer madness (1936). De hecho, el CCA no impedía explícitamente la presencia de drogas, si bien una cláusula general desautorizaba “aquellos elementos o técnicas no mencionados específicamente aquí, pero que son contrarios al espíritu y fines del código y están considerados violaciones del buen gusto o la decencia”.
Con anterioridad a la promulgación del código, el grueso de cómics jugaba la carta de la morbosidad al socaire de un mensaje que perseguía la erradicación del consumo, esencialmente de marihuana, la sustancia más visibilizada y demonizada durante las décadas de los treinta y cuarenta
El primer ejemplo de esa casuística sería The marijuana racket (1937), una historia en la que un joven adicto entra en estado alucinatorio y asesina a una inocente. En I was a racket girl (1949), una aspirante a actriz y su prometido solucionaban su precaria economía involucrándose en el tráfico de yerba. El protagonista de Hooked-up killer (1951) aterrorizaba tres estados bajo los efectos del cigarrillo de la risa, especializándose en liquidar agentes de la ley. Sorry, no cigarettes today (1953) mostraba los esfuerzos de Yanquee Boy, un bisoño superhéroe sin poderes, por desmantelar un estanco en el que se traficaba con petardos de maría. Las excepciones a esa monomanía cannábica se daban en Mickey Mouse and the medicine man (1951), donde de la mano de tío Walt, el roedor y su colega Goofy descubrían la anfetamina y se la vendían a salvajes africanos, y The monkey (1953), sádica descripción del síndrome de abstinencia de un heroinómano.
La entrada en vigor del CCA reforzaba esa moral estigmatizadora en complicidad con instituciones gubernamentales que practicaban un propagandismo parejo al de los cómics anticomunistas, tan abundantes durante la guerra fría. La US Government Printing Office patrocinaba Hooked! (1966), panfleto que, distribuido gratuitamente por las clínicas de metadona neoyorquinas, alertaba de los peligros de aficionarse a la heroína. El US Justice Department hacía lo propio con Teen-age booby trap (1970), folleto diseñado por el Bureau of Narcotics and Dangerous Drugs, luego reconvertido en la DEA, que repasaba las perniciosas consecuencias de consumir toda una cornucopia de sustancias, gráficamente influido por el estilo psiquedélico de los cómics underground resultantes de la contracultura. El mismo cometido cubría Users and losers (1970), editado por el Educational Aids of Long Beach, periódicamente distribuido entre estudiantes de instituto californianos hasta mediados de los setenta. Tal copiosidad profiláctica pretendía contrarrestar la avalancha que de 1966 en adelante inundaba el país de tebeos alternativos indiferentes al CCA y a su marchamo de aprobación, pues su distribución transcurría al margen de canales convencionales, básicamente en head shops y establecimientos propios del mercado hippy.
Puesto que el CCA había bendecido la primera aventura de Deadman (1967), superhéroe de la DC Comics, combatiendo en ella este a unos contrabandistas de opio, en aras de reforzar su ascendencia sobre el público juvenil, el United States Department of Health, Education and Welfare contrataba los servicios de otra poderosa editorial, Marvel, para desarrollar una historieta que expusiera los peligros y miserias de la droga. Stan Lee la llevaba a viñetas, protagonizándola Spiderman, pero el CCA la rechazaba por describir el uso de sustancias. Lejos de amedrentarse, Lee publicaba en 1971, y sin el beneplácito del código, la historieta en cuestión: ...And now, the Goblin! La repercusión pública del caso propiciaba que el CCA revisara sus postulados, permitiendo a partir de entonces la concurrencia en los tebeos de narcóticos y adicciones, siempre que estos fueran reprobados. DC Comics aprovechaba la coyuntura para lanzar Snowbirds don’t fly (1971), una historieta de Green Lantern en la que Speedy, ayudante de su camarada Green Arrow, sucumbía a la heroína, deviniendo yonqui. Por si no bastara un titular en la portada que rezaba: “DC combate el gran problema de la juventud, ¡las drogas!”, el superhéroe del farolillo verde remachaba la connivencia con el código aseverando su desprecio por los toxicómanos: “Estoy en contra de los camellos porque depredan en la debilidad ajena, pero eso no significa que me compadezca de los yonquis. La vida es dura para todos. Si quieres suplicar humanidad, no te enfangues en el estupor de la droga”.
Contra la pobreza, yerba
Tanto DC como Marvel perseveraban en esa senda. La primera publicaba la trilogía Drug Awareness (1983), preventiva historieta de The New Teen Titans, pandilla de superhéroes adolescentes que se ponía al servicio del proyecto presidencial Drugs Awareness Campaign, cuya cabeza visible era Nancy Reagan; IBM y otras corporaciones patrocinaban la serie, incluyendo en las contraportadas una declaración antidroga. Eso no era óbice para que otro de los personajes de DC, el antihéroe vegetal The Swamp Thing, desarrollara en su organismo un tubérculo que ingerido por su amante humana en Rite of spring (1983), episodio guionizado por Alan Moore, le proporcionaba una experiencia psiquedélica de comunión con la Madre Tierra, triposamente ilustrada. Eso sí, a los impuros de corazón, o amantes del exceso, el alucinógeno bulbo les obsequiaba con cenobitas pesadillas. Marvel orquestaba por su parte Captain America goes to war against drugs (1999) con el concurso del FBI, escenario de la persecución y vapuleo por parte del musculado superpatriota de Crack, Jaco, Mister Chute, Yerba y otros señores de la droga. Paradójica doble moral, el anabolizado conmilitón había adquirido sus poderes inyectándose un suero experimental, motivo en sus primeros números de reprimendas por parte del vigilante CCA.
Mientras las editoriales establecidas propalaban su servidumbre a la war on drugs declarada por Nixon en 1971, la contracultura ya había abierto nuevos mercados y tendencias. La industria del cómic intentaba adaptarse a la circunstancia sin importunar al CCA, y así The Teen Titans respondían a las tensiones sociales en boga, viéndose puesta a prueba su asunción de responsabilidades con conflictos raciales, protestas contra Vietnam y movimientos pacifistas. Lo más drástico de ese superficial aggiornamento titánico sería el personaje de Mad Mod, abyecto supervillano y diseñador de moda de Carnaby Street, que en The Mad Mod, merchant of menace (1967) trafica con drogas psiquedélicas camuflándolas en el vestuario de una estrella de la British invasion. DC también explotaba la catarsis del summer of love poniendo a la venta el efímero Brother Power the Geek (1968), superhéroe flower power encarnado en un maniquí que cobra vida y superpoderes después de recibir una transfusión de sangre de hippy y aceite de motor. En cuanto a Marvel, lanzaba el fugaz tebeo Comix Book (1974), reuniendo obras de dibujantes underground.
Si en Brother Power no se hallaba la menor referencia a las drogas, tan intrínsecas al devenir contracultural, el cómic underground, o comix –la x lo diferenciaba del cómic convencional, advirtiendo también del contenido adulto–, se convertía en un exuberante escaparate de ebriedades. Drogas, y todo aquello que amordazaba el CCA, explotaban en el cómic contracultural como si no hubiera mañana. Libre de la férula del código, la corriente de tebeos alternativos que entre 1968 y 1975 ilustraba el transcurrir de la civilización peluda, traspasando a imágenes la kermés lisérgica y tóxica en general, se desenvolvía sin otros tropiezos que los causados por obscenidad y pornografía, fuente del hostigamiento judicial del que resultaba víctima. Pero su peor enemigo era otro, causante del ocaso del género, como apuntaba Robert Crumb, el más célebre de los dibujantes underground: “Cuando empecé a dibujar mis locuras no tenía límites. Luego, los movimientos de izquierda se inventaron la corrección política. No puedes decir esto porque es sexista, racista, bla, bla, bla. Gente que en los sesenta estaba conmigo empezó a criticar mi trabajo diez años después”. Los centros nucleicos del comix serían Nueva York y San Francisco, y Zap Comix, la primera de sus publicaciones en disfrutar de éxito editorial. Patente o latentemente, Zap daba inicio a una contumaz y apologética celebración de las drogas, presentes en todas las publicaciones del ramo, que reflejaba la influencia del LSD en la técnica y narrativa de artistas como Crumb, Moscoso y Rick Griffin, cuyos dibujos se sumergían en una abstracción distorsionada y onírica, de alucinadora sinestesia, prescindiendo de tramas argumentales.
En el plano de lo concreto, The Fabulous Furry Freak Brothers, de Gilbert Shelton, una divertida parodia del friquismo contracultural, aprehendía como ningún otro comix la esencia de la filosofía drogota que tan sabiamente residía en aquella máxima de Freewheelin’ Frank, uno de sus protagonistas: “La yerba te hará soportables los días sin dinero, el dinero no te hará soportables los días sin yerba”. Salvo heroína, los hermanos freak trajinaban con ahínco toda suerte de narcóticos, desde maría hasta ácido, pasando por estimulantes. A partir de 1971, tanto Shelton como Crumb y otros autores estadounidenses penetraban en Gran Bretaña en las páginas de Nasty Tales, objeto de un publicitado juicio por obscenidad en 1973, y cOZmic Comics, compensando así el declive del género que a mediados de esa década se producía en Estados Unidos; consecuencia, a su vez, más que de las críticas recibidas por estancamiento y estereotipificación, de la obsolescencia mercantil del negocio contracultural y efectos colaterales de la war on drugs, como la prohibición en muchos estados de la venta de parafernalia narcótica, lo que provocaba el cierre de numerosas head shops, condenando al comix a subsistir únicamente de la venta por correo.