Es importante –en principio– saber dónde está uno porque de eso va todo este asunto y en eso consiste todo, en moverse de un sitio a otro hasta llegar a todas partes, hasta encontrar el lugar absoluto.
El pensador Shine Kong, que aromó los últimos días de cierta dinastía mitológica, y por tanto inverificable y altamente improbable, con el perfume de su sabiduría, dijo una vez: Fuera del bosque, antes de la tormenta, una mariposa –siempre la mariposa– bate sus alas. O sea: alguien –una mariposa– hace algo en un momento –antes de la tormenta– y en un lugar –fuera del bosque– determinados. Aristóteles, en ese mismo momento, pero en otra esquina del mundo, dijo, o vino a decir: hay tres unidades, tiempo, lugar y acción, y no debemos romperlas, y si las rompemos, la cosa no funciona. Si no hay acción no pasa nada, lo cual es muy grave, y si no hay tiempo, tampoco pasa nada: las cosas tienen que pasar en algún momento. Las cosas también pasan en un lugar y, por eso, si no hay lugares no hay nada: nada pasa. ¿Y tú? ¿Dónde estás ahora? Mejor dicho: ¿dónde te crees que estás y qué importancia crees que puede tener eso? Pues bien: todo lo dicho hasta ahora es mentira, y si tú te sientas en la postura del loto y te proyectas sobre un buen cañón de marihuana hasta convertirlo en una prolongación de tu cuerpo y en una extensión de tu mente y atraviesas las puertas de la percepción, ¿qué importancia tiene si estás en los alrededores del Taj Mahal, en las afueras de las Tres mil viviendas o en el corazón del palacio de Buckingham? Lo importante es el hecho mismo. Las puertas, la percepción. Imaginemos de pronto, y vayamos otra vez al meollo del asunto, que el rayo transparente de un orgasmo te atraviesa la espalda y dibuja una cruz de plata –placer y dolor– sobre el eje de tu columna vertebral, ¿qué importancia tiene si estás en un coqueto apartamento del Soho londinense o en una de esas islas de plástico donde se acumulan los residuos inorgánicos de media humanidad? Un orgasmo es un orgasmo. Volvamos, sin dejar de proyectarnos sobre nuestro gran cañón de marihuana, a los alrededores del Taj Mahal: ¿Lo tienes? Hummm. Todo lo que estás experimentando se puede sustanciar en unas cuantas sensaciones: asombro, plenitud, pequeñez, fragilidad marmórea, etcétera. Pero las sensaciones no son la realidad, no son la cosa misma. Si nos sentamos en una acera, frente a un instituto de enseñanza media construido en los años noventa, y hacemos lo que se nos ha dicho –postura del loto, proyección, gran cañón, puertas, percepción– hasta conseguir que todas esas sensaciones –asombro, plenitud, pequeñez, fragilidad marmórea, etcétera– se arremolinen ante nosotros, ¿qué puede pasar?:
Alguien –un profesor de geografía e historia, una psicopedagoga o un simple matón de instituto– vendrá y nos preguntará: ¿Dónde te crees que estás?
Estoy –responderemos– en todas partes, y este instituto es solo una de ellas. Pero aparta, no me dejas ver la puesta de sol sobre el monte Fuji.