¿Puede ser peor la regulación que la prohibición?
¿Qué ocurre si la legalización llega con trampas? ¿Qué pasará si se legaliza la marihuana pero se aplican tantas restricciones a su cultivo, su distribución y su manipulación que, en la práctica, se convierta la legalización en inviable?
¿Qué ocurre si la legalización llega con trampas? ¿Qué pasará si se legaliza la marihuana pero se aplican tantas restricciones a su cultivo, su distribución y su manipulación que, en la práctica, se convierta la legalización en inviable?
Quiero empezar expresando que, en mi opinión, cualquier regulación, por muy restrictiva, es mejor que la prohibición total. Pero, dicho esto, no está de más advertir contra el peligro que supondría para las libertades la implantación de tan restrictivas reglamentaciones. No faltan los ejemplos. Basta con que las condiciones administrativas que reclamen los ayuntamientos para dar permisos a los clubs cannábicos sean excesivas como para hacer imposible su establecimiento real en ningún lugar del municipio. O sería suficiente con reglamentaciones como la propuesta para la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, que prevé cuantiosas multas por cultivo, tenencia o consumo de cannabis, al margen de su situación legal, con el agravante de que el proceso seria administrativo y no penal, con lo que las garantías para los afectados serían menores.
En estas mismas páginas comento el caso de Ámsterdam, donde 13 coffee shops del centro deben cerrar por hallarse a menos de 350 metros de un centro educativo. Pidamos, pues, regulaciones para acabar con la prohibición, pero estemos atentos para que no nos den gato por liebre. Al fin y al cabo, con regulación o sin ella, lo que pedimos es simple: libertad.
Una de las dudas que siempre he tenido desde que empecé a escribir artículos defendiendo la legalización de las drogas, es la referente a hasta qué punto lo que yo escribo puede convencer a alguien de mis ideas y hacerle rechazar las suyas. Siempre he tenido la sensación de que es extremadamente difícil encontrar a personas que modifiquen realmente sus opiniones tras escuchar las opiniones de otros. Pero pronto entendí que no se trataba de hacer cambiar de opinión a los prohibicionistas, sino de dotar de argumentos a quienes, como yo, ya creen en la libertad individual y desconfían de los intervencionismos estatales con coartadas paternalistas. Así, procurando reforzar el argumentario favorable a la legalización, creo aportar mi granito de arena para que acabe la absurda, ineficaz y cruel prohibición.
Pero, a lo que iba. Mis últimas lecturas me han llevado a temas relacionados con las investigaciones sobre el cerebro humano en general, y en nuestra capacidad para tomar decisiones en particular. Y una de las hipótesis más interesantes que he encontrado viene a reforzar el sentimiento del que os hablaba antes, sobre lo difícil que resulta convencer mediante razonamientos de opciones morales. Según las más recientes teorías, el uso del razonamiento verbal no ha evolucionado porque sea útil para hallar la verdad, sino, en un contexto grupal, como herramienta para convencer a los demás de tus opiniones. Y esto explica el constante sesgo, con independencia de otros factores, que se aprecia en cualquier persona ante los hechos que validan sus ideas, en contraposición con los que las contradicen. En este sentido, los científicos nos recuerdan que ni siquiera en ciencia, donde todos aceptan la necesidad de revisar cualquier resultado y de desconfiar de teorías mal fundamentadas, es habitual ver que alguien se desmarque de sus propias teorías.
Más bien son los demás investigadores quienes, mediante la repetición de experimentos para probar su validez y el escepticismo metodológico, muestran lo incorrecto de alguna teoría y consiguen que deje de ser tenida en cuenta.
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