El mercado terapéutico es inmenso, pero pocas terapias son dignas de este nombre. Normalmente, lo son aquellas que fuerzan al “paciente”, actualmente cliente, a profundizar en lo que no puede o quiere ver.
El buen terapeuta es necesario como mirada exterior que puede desvelar las mentiras que solemos decirnos y que conforman nuestras vidas psíquicas. Tal vez nos creemos, por ejemplo, la mentira de que las cosas van a mejorar, en lugar de afrontar un matrimonio que se derrumba. Todos nos mentimos para evitar el dolor. Es algo humano. El problema es que no somos conscientes del modo en que nos engañamos. Esta es la causa de la necesidad de buscar un terapeuta que nos ayude a afrontar aquello que eludimos.
El buen terapeuta nos invita a experimentar quienes realmente somos bajo el disfraz de las palabras, las excusas y las explicaciones. No sirve ir tras una pastilla para escapar a la realidad, sino que es mejor buscar una mano amiga mientras afrontamos dicha realidad.
¿Nos lleva a algún lado el viaje de la psicoterapia? No vamos a ninguna parte. De hecho, nos paramos. Dejamos de huir del momento.
Normalmente, buscamos aquello que no está presente en lugar de estar presentes a lo que realmente hay. El terapeuta nos obliga a descubrir que el sufrimiento es mejor afrontarlo, pues en el fondo nada controlamos ni de nada somos dueños.
Por ejemplo, la muerte es parte de la realidad. Sufrimos porque nuestro anhelo de permanencia se encuentra con la transitoriedad y nuestro deseo de infinito topa con su límite.
El grado de nuestro sufrimiento es equivalente a lo lejos que estamos de la realidad. En lugar de acabar con nuestro sufrimiento yendo en pos de la verdad, nos escapamos cada vez más de ella, mediante la comida, el trabajo, el alcohol, las drogas y el sexo. Lo que se consideran adicciones, realmente apuntan a la auténtica adicción. Somos adictos a huir del ahora. No queremos sentir lo que sentimos. No queremos el presente, preferimos el imaginario pasado o futuro. De hecho, estamos “colocados” en el seno de sí mismos imaginarios, estados ilusorios de la mente: las drogas más duras y reales.
Pensamos que la vida lucha en contra nuestro, pero lo que realmente está en contra de la vida es la creencia de que la vida deba casar con nuestras fantasías.
Queremos un mundo imaginario para eludir el verdadero. Suspiramos por parejas que quieran lo que nosotros queremos, grupos que cooperen y colegas que estén de acuerdo con nosotros. Decimos: “No seas como eres, sé como yo quiero que seas”. Comparamos lo que pasa con lo que creemos debería pasar e intentamos escapar en la red de nuestros deseos. En el fondo, estamos diciendo que mi percepción debería ser tu realidad.
Esta confusión de nuestras fantasías con la realidad es la que el terapeuta debe eliminar para que alcancemos la auténtica libertad de aceptar las cosas tal y como son. Puesto que todos tenemos puntos ciegos, necesitamos a otros para que nos los señalen. Cuando nos ayudan a ver lo que no vemos, podemos hacer algo que antes no podíamos: acoger la realidad y recibir sus dones. Hasta ese momento hemos estado ciegos. Cegados con las mentiras que nos hemos estado contando. En lugar de desear lo que no nos está pasando, empezamos a apreciar lo que realmente está sucediendo.
En la vida, aceptamos a los demás siempre que sean como deseamos. Hasta entonces nos resistimos a la vida, creyendo que es la vida la que se nos resiste.
El tratar que alguien nos quiera no es amor sino una suerte de violencia. Intentamos eliminar a la persona que conocemos, y amamos a la que queremos que sea. De hecho, no la amamos. Amamos la fantasía en la que queremos que se convierta. Iniciamos una terapia porque queremos aliviar nuestro sufrimiento o porque queremos conocernos mejor. En lugar de bregar con nuestra experiencia, esperamos que la terapia, la medicación o la meditación cambiarán nuestra experiencia. En el peor de los casos, deseamos que la terapia nos cure transformándonos en otro.
Mientras que el ojo crea ilusiones visuales, la mente crea ilusiones emocionales. En el universo psicológico no vemos a las personas, sino nuestras preconcepciones sobre ellas. Las preconcepciones son una forma elegante de llamar a las defensas.
La auténtica terapia nos ayuda a ver quiénes somos realmente, a experimentar la inmensidad que hay tras nuestra autoimagen. Libres de las ilusiones, tenemos un atisbo de quiénes somos y empezamos realmente a vivir como si despertáramos de un sueño. Como dijo George Orwell: “Ver lo que está delante de nuestros ojos requiere un esfuerzo constante”.