Hola. Para los jóvenes, el doctor José Cabrera y Forneiro es un payaso más del circo de menguados y propagadores de bulos de Iker Jiménez (la persona más necesitada de un buen peluquero jamás conocida). Pero, atiendan, el doctor Cabrera es mucho más que eso.
Este notas se licenció como médico en 1979 y en 1989 se doctoró con la tesis “El brote esquizofrénico en el medio militar”. Un tema que él debía conocer bien, porque se desempeñó primero como psiquiatra cuartelero. Era, además, capitán paracaidista, y en la intimidad alardea de sus más de setenta saltos. Pero Cabrera empieza a destacar cuando abandona a sus camaradas de armas para convertirse en drogabusólogo, feliz invención del difunto Escohotado para designar a ese gremio surgido de la Prohibición: los encargados de “curar” al pobre toxicómano, mágicamente metamorfoseado de delincuente en enfermo.
Fue Escohotado la némesis de aquel doctor Cabrera que se había colocado en el Instituto Nacional de Toxicología. Inolvidables fueron sus debates televisivos en los noventa, en los que un Escohotado en plenitud desmontaba las mamarrachadas antidroga de manual que sostenía el doctor Cabrera con todo su papo. Pero aquel balbuceante doctor Cabrera daba ya muestras de sus técnicas ganadoras: ante la falta de argumentos, frase lapidaria y un buen titular. Y, luego, cara de póker. Aquellas primeras incursiones en los medios le dieron la notoriedad que necesitaba y, poco a poco, el doctor Cabrera, bizarro pero blandito militar, se fue convirtiendo en el experto imprescindible del que tirar para las televisiones ante cada nueva alarma relacionada con las drogas. Paralelamente, fue ampliando su condición de drogabusólogo por antonomasia: en la comisión científica del Plan Nacional sobre Drogas, representando a España en el Observatorio Europeo de Drogas, luchando contra la droga en la ONU…
Su gran triunfo llega en 1997, cuando la Comunidad de Madrid del infausto Ruiz Gallardón, “el hijoputa”, como le llamaba su amiga Esperanza en la intimidad, nombra al doctor Cabrera director de la Agencia Antidroga, un superchiringuito para competir sanamente con la FAD, siempre en beneficio del pobre toxicómano enfermito. Como político derechista y de misa diaria, el doctor Cabrera se manejó muy en su línea: populismo barato, titulares y encomendarse al Altísimo. Emprendió una campaña casi personal con aquello de extender las “narcosalas” y de bañar a los yonquis en metadona (para él, una droga buena), aunque se opuso con vehemencia a dispensar heroína (para él, una droga mala) entre los desgraciaos. Su etapa como zar antidroga castizo se saldó con más sombras que luces: ideó un programa idiota de parches de detección precoz de toma de sustancias, que utilizaron ¡cinco familias en dos años!, e instauró un centro de atención a cocainómanos (XDDD) al que, lógicamente, no fue nadie. Todo ello trufado de graves acusaciones de corrupción en la adjudicación de los centros e ilegalidades en las contrataciones. Cabrera, por supuesto, puso cara de póker y, luego, dimitió.
Con la llegada del nuevo siglo, el doctor Cabrera amplió horizontes, nunca mejor dicho, y devino en ese experto todólogo con sobrepeso al que todos conocemos y admiramos. Especialista en drogas, en medicina, en sucesos paranormales, en criptozoología, en zarandajas y en muertos fantasmales en los parkings de Valencia. También se ha dedicado a escribir libritos sensacionalistas aprovechando las ventajas para la documentación rápida y sin verificar que ofrece gúguel y que le promociona su amigo Iker. Se encuentran fácilmente en los cajones de “Tres por un euro” y son basura hedionda. “Me obsesiona que los demás sepan que soy una buena persona. Eso ha marcado mi vida”, decía hace poco en una entrevista entre nubes de incienso este archipopular Mad Doctor, perfecto ejemplo del viejo adagio castellano de “cría fama y échate a dormir”. A mí me sigue haciendo mucha gracia recordar la anécdota que contaba Escohotado: un joven psiquiatra al que gastaron una broma diciéndole que se había bebido un té con LSD y que se volvió literalmente loco, se fue al cuartelillo y acabó ingresado en urgencias tratado con una fuerte dosis de narcolépticos para mitigar su hipocondría furibunda. Sí, era un joven doctor Cabrera.
El pobre se quedó viudo hace tres años: su esposa se atragantó con un trozo de zanahoria y ni su esposo ni los empleados y clientes de un restaurante marbellí pudieron hacerle a tiempo la maniobra de Heimlich. Menudo putadón. La vida es muy cabrona, ¡joder!, pero, como él mismo sentenció un buen día: Dios perdona siempre; el hombre, a veces, y la naturaleza, nunca. Adiós.