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Delirio

El último trócolo

Pienso en Froilán fumando cosas de pijos y metiéndose tusibí con sus amigotes mientras salto despavorido a la calle y, ¡puuuuuun!, me doy de bruces con Ramón Tamames.

Hola. Últimamente no sé si es que flipo en colores o me han echado algo raro en la droga. Deliro. No entiendo bien lo que pasa y lo que pasa me afecta muy gravemente. Todo se mezcla sin sentido en mi mente perturbada. Por ejemplo, lo de Froilán y el tusibí.

Ahora veo Froilanes por doquier. Que no está mal, ojo, siendo yo, como todos los españoles, monárquico sin saber muy bien por qué. Lo que no puedo asumir es que todos mis vecinos sean perfectos sosias del simpático heredero de la corona. Y que me miren fijamente. Subo al autobús y el conductor es un Froilán con cara de salir a hurtadillas del famoso puticlub after hours Wet, así que avanzo haciéndome el ciego hasta el hueco que me toca, para no ver a la multitud de Froilanes que se apiñan a mi alrededor, dándose codazos entre ellos. Una señora que es un pedazo de Froilán recién salido de la peluquería me ofrece tusibí y me espeta: “¡Usted no sabe con quién está hablando!”.

Pienso en Froilán fumando cosas de pijos y metiéndose tusibí con sus amigotes mientras salto despavorido a la calle en mi parada solicitada y, ¡puuuuuun!, me doy de bruces con Ramón Tamames. Es como una aparición celestial, como un anciano sabio ya fuera de este mundo. “¿Qué es el tusibí?”, le pregunto arrobado, pero la aparición se hace añicos de repente y se convierte en una nubecilla de humo rosado. Entro en un bar.

Un señor ecuatoriano clavadito, pero clavadito, a Felipe Juan Froilán de Todos los Santos de Marichalar y Borbón me sirve un té de rosas. En la mesa del fondo, un nutrido grupo de Froilanes con ojeras poderosas y mandíbulas descontroladas bailan pachanga a destiempo moviendo sus bolsitas rosas a modo de maracas. En la tele, un busto parlante dice: “El tusibí está elaborado principalmente a partir de LSD”. El señor ecuatoriano cambia de canal: locutora muy seria y muy formal señala: “El tusibí es la droga de moda, no en vano se inventó en Marbella”. “Una droga muy exclusiva: cien euros el gramo”, reza el rótulo de otra tertulia televisiva. Dos Froilanes solitarios me miran de reojo, mientras prosigue el baile de canales hasta detenerse en un especial sobre Froilán y sus simpáticas fechorías; la reportera nos desvela que, tras ser desalojado del petado antro, muy alto en tusibí, Froilán siguió la fiesta. Como un joven más de su edad.

Entro al baño a refrescarme y, ¡plaaaaaaf!, me estampo contra un reaparecido Ramón Tamames disfrazado de Cristo Redentor. El anciano sabio me sonríe beatíficamente y desliza una bolsita en mi bolsillo. Después, se tira un pedo y desaparece. Me lavo la cara tratando de combatir el pestazo cuando un enmascarado entra sigilosamente y cierra con pestillo. “Nos están engañando”, me dice mientras se quita la máscara. No me sorprende descubrir que se trata de Froilán. El tusibí no es 2CB, es una burda operación de márquetin para vender productos baratos muy caros. Lo que se vende por ahí normalmente lleva keta, eme y un poco de cafeína. Se lo llevan muerto con la tontería. Todo esto es un trampantojo, un cuento. El Froilán misterioso habla como una ametralladora y, cuando termina, vuelve a ponerse la máscara.

Salgo anonadado a la calle y me sumerjo en un bullicio de Froilanes de todas formas, alturas y tamaños. Camino rápido hacia casa, sin levantar en ningún momento la mirada. De pronto, tres pares de zapatos castellanos detienen mi avance. “Acompáñenos, por favor”. Son tres perfectos Froilanes, los tres de loden riguroso, los tres con muchas banderas de España, los tres muy serios. Nos refugiamos en unos soportales y me cachean hasta dar con la bolsita. Contiene un dudoso polvillo de color rosa. “¡Ajá! Aquí está el tusibí con sus huellas, la prueba definitiva”. Un Froilán da un grito; el otro, dos palmadas; el tercero pega un saltito. Yo esto no puedo soportarlo. ¡¿Qué pasa?! “Tamames dio el chivatazo por el que pillaron a Froilán. ¡Froilán era el Elegido!”. Huyo despavorido.

Llego exhausto al portal, sudando, subo de dos en dos las escaleras, abro la puerta a toda prisa y ¡zaaaaaas!, choco violentamente con Ramón Tamames, que se ha materializado en mi salón disfrazado del papa Wojtyla. Impertérrito, el anciano sabio extiende su mano y exclama: “Son cien euros”, antes de desinflarse como un globo hasta desaparecer con una carcajada de ultratumba. Adiós.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #305

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