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Dos cuentos sufíes

El ermitaño aprendió una gran lección...

Érase una vez un sufí que vivía en una cabaña en el bosque como un ermitaño. Estaba alejado de toda habitación humana y dedicaba largas horas a la práctica del dhykr o remembranza del Señor, con el deseo de alcanzar la inmortalidad, uniéndose al absoluto. Su intención era la de llegar al estado de… nada falta, nada sobra.

Frente a su cabaña había un bello árbol que poseía una rama peculiar que se alejaba mucho del tronco principal. Dicha rama tenía dos hojas a la misma altura, una a la izquierda y otra a la derecha. Cada mañana el ermitaño, tras sus prácticas, se acercaba a la rama y la contemplaba durante varios minutos.

Un día se percató de que un pequeño gusano empezaba a comer lentamente, desde abajo, la hoja derecha de la rama. Cada día el sufí observaba detenidamente los progresos del gusanito. Pasaron días, semanas y meses. Finalmente, el animal acabó con la hoja y se pasó a la del otro lado de la rama.

Por la noche, el sufí tuvo extraños sueños y despertó angustiado al darse cuenta de que cuando el gusano acabara con la hoja de la izquierda se quedaría sin comida y sus días estarían contados. Experimentó profundamente la ley de la transitoriedad de la vida. La ley de la impermanencia, la que nos dice que nada dura. Venimos con las manos vacías, nos vamos con las manos vacías. La vida es una nube flotante que aparece, la muerte es una nube flotante que desaparece. Originalmente, la nube no existe.

Pero al día siguiente se acercó al árbol y descubrió que, al mismo ritmo que el gusanillo daba cuenta de la hoja izquierda, la hoja derecha volvía a crecer a la misma velocidad. Por lo que comprendió que, al acabar la hoja que estaba comiendo, la otra habría crecido en su totalidad. De repente se dio cuenta: nada falta, nada sobra. El gusano viviría por los siglos de los siglos y, debido a su lentitud, alcanzaría la inmortalidad sin ser consciente de ella.

El ermitaño aprendió una gran lección al descubrir que en última instancia nada existe ni deja de existir.

*

Hace muchos años un gran hacendado chino vivía en un palacio lleno de obras de arte. Entre otras maravillas poseía un ave majestuosa que moraba en una gran jaula de oro. Cada día al levantarse hablaba con el pájaro, pues en dicha época hombres y animales podían comunicarse mediante el lenguaje.

Un día, el Señor de la casa le comentó a su bello animal que se iba una temporada a la India en viaje de negocios y le preguntó si deseaba algo del legendario continente. El ave le respondió que si se encontraba con un ave de su estilo le explicara el tipo de vida que ella llevaba. Al dueño le pareció una petición extraña, pero dijo que así lo haría.

Pasaron los días y, una vez que el Señor de la casa finalizó con sus negocios, formó una caravana que llevaría sus productos a través de la Ruta de la Seda. Mientras, él se quedó unos días en la India, visitando sus míticos y bellos lugares.

Un día mientras paseaba por un magnífico bosque lleno de árboles atisbó un ave semejante a la que tenía en casa y entabló una conversación con ella, explicándole cómo vivía en su jaula de oro el ave que él tenía en la China. El pájaro del bosque estaba posado sobre una alta rama y escuchó detenidamente sus explicaciones. Cuando el hacendado terminó, el ave se detuvo unos instantes como reflexionando, bajando la cabeza y cayó fulminada al suelo. El hombre se asustó, la dio por muerta y retrocedió su camino.

Una vez en la China habló con su preciosa ave y le explicó lo que había sucedido. Esta se detuvo unos instantes como reflexionando, bajó la cabeza y cayó fulminada al suelo de la gran jaula de oro. El hombre soltó un alarido y corrió presto a abrir la puerta de la jaula para comprobar que el ave no estaba muerta. En ese momento esta última aprovechó para salir volando hacia la libertad.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #294

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