Hola. Anoche soñé con Al Hubbard. Ya saben ustedes que lo del porrero y los sueños es raro. Raro que te acuerdes, quicir. Pues, fíjense, recuerdo perfectamente a Al Hubbard despertándome en mitad de la noche, encañonándome con su pistolón, un rutilante Colt del 45, cargado de botellitas de Delysid en lugar de balas y huyendo en una nave espacial propulsada con el eco de sus carcajadas…
El puto Al Hubbard, el personaje más enigmático y misterioso de la historia del ácido. Alucina, vecina. La historia del ácido es como un mandala infinito sobre el que flota Al Hubbard disparando micropuntos con su pistolón. “No soy más que un hijoputa nato”, le dijo un día, todo ciego, a un Aldous Huxley que volaba altísimo con aquella megadosis de LSD-25 que le había dado Hubbard.
Al Hubbard era un cristiano místico y un gañán sin apenas formación que se inventó la terapia psiquedélica; ahí es nada. Un patriota y un enrollao; agente doble y triple de casi todas las agencias de inteligencia, a la vez que insurgente y conspirador. Defensor de la ley y el orden y contumaz degustador de dietilamida de ácido lisérgico. Enemigo acérrimo de jipis y melenudos y, al mismo tiempo, probablemente el ser humano que inició a más personas en el colocón de tripi. Captain Trips, le llamaban todos aquellos probos psiquiatras en Silicon Valley, en Stanford, en Vancouver o en Beverly Hills, que esperaban como agua de mayo la llegada del Capitán Tripis agitando el cuerno de la abundancia en forma de maletín de cuero repleto de golosinas lisérgicas.
En mi sueño, Al Hubbard venía con su amiguito J. Edgar Hoover metido en un armarito rosa de casa de muñecas. En mi sueño, Al Hubbard le ponía un embudo en la boca a Hoover y vertía litros de ácido que le salían inmediatamente por el culo al todopoderoso zar fascista del FBI en potentísimos chorros multicolor. Hoover fue de los pocos que se resistieron a la iniciación del Capitán.
Al Hubbard nació en 1901 o 1902, en unas colinas de Kentucky, y no tuvo zapatos hasta los doce años. En 1951, siendo ya millonario por sus negocios lícitos e ilícitos, se le apareció un ángel en el claro de un bosque. El ángel le reveló que estaba llegando un gran cambio y que él tendría un papel crucial. Poco después, el Capitán se comió su primer tripi: “Me vi nacer. Me vi como un bichito con una pizca de inteligencia flotando en un inmenso pantano”, y comenzó su Misión: “Liberar la conciencia humana”, es decir, colocar con LSD a todas las personas con influencia a las que pudiera acceder. Fueron legión gracias a la generosidad de la farmacéutica Sandoz, que quería abrir mercado para la “problemática criatura” descubierta por Albert Hoffman. Cary Grant, uno de los muchos tratados en Hollywood con la medicina de Hubbard, resumió genialmente su viaje: “Ya no puedo comportarme sin la verdad por delante ante nadie, mucho menos ante mí mismo”.
En mi sueño, Al Hubbard hacía bailar a tiros del pistolón a un Timothy Leary con falda de cancán y canesú de encaje. Timothy Leary sonríe, como siempre, pero se le hacen los dedos huéspedes. Ambos tenían la misma visión, pero uno desde abajo y otro desde arriba. En mi sueño también salía fugazmente Aleister Crowley, puesto de mescalina hasta las trancas, repitiendo como un papagayo: “¡Como es arriba es abajo! ¡Como es arriba es abajo!”.
Al Hubbard hacía ¡chas! y aparecía en todos los sitios importantes, y luego se volatilizaba entre sonrisas de prestidigitador. Con el pistolón en el cinto. A primeros de los setenta hablaba de pegarle un tiro a Leary, por bocachancla. Pero lo mismo era broma: Al Hubbard se te escurre como gelatina líquida entre los dedos cuando tratas de atraparle.
Al Hubbard murió el último día de agosto de 1981 en un asentamiento de autocaravanas en Casa Grande, Arizona. Qué poquito sabemos, en realidad, del viejo Capitán Tripis, repitiendo como loros el artículo de Todd Brendan en un High Times de 1991. Poliédrico e inabarcable. En mi sueño, Al Hubbard se descojona y sus mandíbulas, derritiéndose como los relojes de Dalí, se multiplican en progresión geométrica hasta ocupar cada rincón de la bóveda celeste. Desperté del sueño sudoroso y con cierto sabor metálico en la boca. No sé por qué, pero sonrío al acordarme. Adiós.