De la ciencia a la sociedad
En junio del 2019, la prensa generalista se daba eco de un importante estudio ejecutado por la Universidad de Vermont y publicado en la siempre prestigiosa revista científica The Journal of Neuroscience. En palabras del autor principal, el psiquiatra Hugh Garavan, el estudio concluía: “El consumo de solo uno o dos porros parece cambiar los volúmenes de materia gris”, tanto de la amígdala cerebral, responsable de procesos emocionales, como del hipocampo, guardián de la memoria y las habilidades espaciales. Estos cambios fueron detectados a través de técnicas de neuroimagen del cerebro de adolescentes que habían consumido cannabis a los catorce años y desde entonces no han vuelto a consumir. Los autores detectan ciertas diferencias en los volúmenes de la materia gris, y dicen que “parecen cambiar los volúmenes de materia gris”, es decir, según el principio de parsimonia científica son prudentes en sus resultados porque detectan diversas variables relacionadas con “el cambio”. Y, los más importante de la cuestión: tampoco saben cómo afecta, si es que afecta, el mayor volumen de la substancia gris en el cerebro. Un escenario es el detectado y otro substancialmente diferente es que esos “uno o dos porros” tengan consecuencias irreversibles para el desarrollo psicocognitivo del adolescente. Queda por esclarecer.
La prensa, con la mejor intención del mundo, para evitarnos confusiones innecesarias y no sea que no entendamos las conclusiones de un estudio científico, realiza un ejercicio de traducción semiótica. En vez de ofrecernos los resultados con las cautelas con que los enuncian los científicos, nos ofrecen un directo: “consumir un poco de marihuana ya modifica el cerebro de un adolescente”, como rezaba el titular de la noticia publicada por La Vanguardia. No podemos decir que sea mentira, pero sí que es demasiado generalista porque puede provocar equívocos. Unos malentendidos producto del bagaje estigmatizador que arrastra el cannabis. En demasiados casos, muchas personas cuando escuchan “el cannabis afecta al cerebro” les remite a “el cannabis provoca daños cerebrales”. Por tanto, el titular azuza la angustia, especialmente entre padres y madres: ¿de quién es este cerebro “de un adolescente”? “¡Podría ser el de mi hija o hijo!”. Y, como los padres y madres protegen a capa y espada el bienestar de sus hijos e hijas, este tipo de titulares les refuerza la repulsión a todo aquello que remita a drogas. Además de darles argumentos de un gran calado científico, que según diferentes actores sociales no admiten enmienda, para defender su posición. ¿A ver quién rebate el argumento de la toxicidad del cannabis en el cerebro si lo dice la ciencia?
En este caso vemos cómo el argumentario prohibicionista vuelve a la carga gracias a estudios científicos y, más concretamente, gracias a la neurociencia. El cerebro se ha convertido en el órgano fetiche de las sociedades occidentales. Gracias a la neurociencia perece que haya adquirido vida propia. Gracias a las técnicas de neuroimagen oímos exageraciones como “el cerebro quiere”, “el cerebro necesita”. Un órgano del cuerpo que, aunque nosotros no lo sabemos, parece que nos dirige la vida. Parece que poco importa nuestra trayectoria biográfica, lo vivido, lo sentido, el contexto en que nos desarrollamos, qué hacemos o dejamos de hacer y, sobre todo, qué queremos hacer con nuestra vida. Parece que vivamos en la dictadura del cerebro, estamos bajo sus designios y nuestra capacidad de agencia es solo una ilusión porque tal agencia no deja de ser un ovillo de lana con el que juega nuestro cerebro. La falacia del cerebro como gobernador del alma humana esconde peligrosas implicaciones políticas que son difíciles de reconocer porque quedan escondidas bajo la solemnidad de la ciencia.
La neurociencia como piedra filosofal
"La falacia del cerebro como gobernador del alma queda escondida bajo la solemnidad de la ciencia"
La neurociencia es de una gran utilidad para conocer cómo funciona el cerebro humano. Pero hay un trecho notorio entre conocer cómo funciona el cerebro y conocer al humano en su totalidad. Este error de atribución, junto a la afable confusión entre correlación y causalidad, nos reporta una maraña conceptual que en ningún caso nos ayuda a esclarecer la naturaleza del fenómeno de estudio. Si tomamos como punto de referencia cardinal el conocimiento generado a partir de la neurociencia, tenemos una gran probabilidad de caer en una sinécdoque, es decir, explicar un fenómeno en su totalidad a partir de una parte muy limitada de este. La sinécdoque de la neurociencia se produce en muchos campos del conocimiento científico, pero en el ámbito de las drogas parece haber encontrado un nicho de aplicación sin parangón en la historia de la ciencia. El prohibicionismo científico en su voluntad de revestir de solemnidad científica a los valores puritanos ha encontrado en la neurociencia un aliado excelente. Si los primeros resortes del prohibicionismo científico trataban de dotar de cientificidad relatos cuya refutación era relativamente sencilla, porque teníamos a nuestro alcance evidencias empíricas de la misma naturaleza, como el relato de la puerta de entrada (o de la escalada) y la asociación de consumo de cannabis con fracaso escolar. En la actualidad, para señalar la inherente peligrosidad del cannabis, recurren a sofisticadas técnicas de neuroimagen. Es decir, llevan la discusión de la peligrosidad hacia terrenos en que nos resulta imposible obtener datos científicos si no disponemos de laboratorios y carísimos aparatos de neuroimagen. El objetivo es alejar de la arena de discusión política a los reformistas procedentes del activismo y a intelectuales de las ciencias sociales. ¿A ver quién es el majo que nos refuta unas evidencias obtenidas con unas técnicas a las cuales no tiene acceso? Claro que podemos poner en tela de juicio la lógica neurocientífica sin emplear sus técnicas, pero en ningún caso estaríamos ante una refutación acorde al método científico, y esto nos sitúa en una clara desventaja, porque nuestras evidencias son de otra naturaleza, pero incomparables.
Si para el prohibicionismo científico disponer de argumentos “basados en la evidencia” ya representaba un corpus argumentativo solvente para hacer frente a los reformistas, las nuevas pruebas de orden neurocientífico se conceptualizan como la panoplia definitiva para frenar la reforma de las políticas del cannabis. ¿Cómo vamos a legalizar el cannabis si tenemos evidencias de que es una sustancia que altera la estructura cerebral? ¿Cómo vamos a ofrecer una sustancia que afecta a procesos psicológicos básicos como la atención, la percepción y la memoria y altera sobremanera los procesos superiores como el pensamiento y el lenguaje? ¿Cómo facilitar el acceso al cannabis a nuestros menores? Y, como bien sabemos, todo lo que tenga que ver con proteger a los menores despierta una gran solidaridad social. ¿Hay tesoro más grande que los niños y nuestros adolescentes? Recurrir a los efectos del cannabis sobre el cerebro de los menores para coartar el acceso regulado por parte de los mayores de edad es una treta del prohibicionismo para condenar a la eterna minoría de edad a toda la ciudadanía. Vueltas neurocientíficas para volver al punto de inicio. Razones neurocientíficas para aplazar la reforma de las políticas del cannabis.
Salir del neuroembrollo
"Mirar la realidad a partir del cerrojo de la neurociencia impide ver el fenómeno del cannabis en su totalidad"
Nadie niega que el cannabis afecte al cerebro. Nadie pone en entredicho que algunos usos en personas con vulnerabilidad puedan provocar daños terribles. Nadie contradice la idea de que el cannabis afecta al cerebro de menores. Pero parece que omitimos que las redes del narcotráfico controlan la oferta sin ninguna garantía sanitaria. Parece que poco importa que la prohibición cataliza el lavado de capitales. Parece ser cuestión menor que la prohibición propicia la corrupción política y policial que corroe los cimientos del Estado social democrático de derecho. Parece que los daños de la prohibición son baladís a la hora de planificar las políticas de drogas. Mirar la realidad a partir del cerrojo de la neurociencia impide ver el fenómeno del cannabis en su totalidad. Pero aquí está el trampantojo al cual el prohibicionismo científico quiere hacer caer a toda la sociedad: entender el cannabis exclusivamente a partir de la realidad neurocientífica.
Bien sabemos que para evitar que los adolescentes alteren su sustancia gris la mejor estrategia es tomar las riendas de la oferta y elaborar programas de prevención que sean netamente preventivos (no las actuales charlas trasnochadas). Solo así podremos evitar los daños del cannabis en menores. No nos hacen falta más evidencias neurocientíficas cuyo objetivo es perpetuar el statu quo. Mientras que la neurociencia sea argumentario político, difícilmente saldremos del embrollo.