¿De qué va esto del grassroots lobbying?
La “presión desde abajo”, el “lobby de base” o, por su original en inglés, el grassroots lobbying, es un concepto acuñado por los estudiosos de los movimientos para dar cuenta de cómo la acción colectiva de la gente corriente puede incidir sobre los procesos legislativos. En contraste con otros grupos de presión –informales o institucionalizados, pero siempre con recursos en su haber– los movimientos han sido instrumentos de quien apenas tiene poder para presionar y conseguir legislaciones favorables.
En líneas generales, el grassroots lobbying consiste en incidir de forma sustantiva, aunque indirecta, sobre las decisiones que afectan a la legislación. A diferencia del lobby tradicional, que busca la influencia directa y privada sobre quien legisla, el lobbismo desde abajo opera a cielo abierto. Busca generar de forma más indirecta y pública las condiciones en que un parlamento tendrá que legislar, sin por ello desatender las demandas ciudadanas articuladas como un movimiento.
Este “lobby con raíces de hierba” se sirve de organizar campañas de presión sobre los poderes públicos de distinto alcance, duración e intensidad; pero siempre en función de los procesos legislativos sobre los que quiere incidir. Desde la eutanasia hasta el matrimonio homosexual, pasando por la memoria histórica, han sido numerosas las legislaciones que se han visto afectadas en España por alguna modalidad de presión de este tipo.
La cuestión cannábica reúne sin duda las condiciones para convertirse en un asunto parlamentario destacado. De ahí que empiece a ser apremiante tener un debate a fondo acerca de cómo incidir sobre el proceso legislativo en ciernes. En esto la comunidad cannábica se la juega en su conjunto. Más allá de tales o cuales intereses parciales que, en la lógica de un movimiento democrático y plural, habitan en su seno; la capacidad de influir sobre el parlamento dependerá del grado de maduración y solidez de una estrategia compartida.
El Congreso de los Diputados como campo de batalla
No se descubre ningún misterio si decimos que para incidir sobre la legislación es preciso conocer el contexto institucional en que se aprueba. Por la propia estructura del Reino de España (un Estado unitario descentralizado) sabemos que el Congreso de los Diputados es el terreno donde se va a dirimir la contienda legislativa más importante para el cannabis.
Este hecho es más relevante de lo que parece. Basta con pensar cómo se han librado algunas batallas de jurisdicción con las legislaciones navarra o catalana para entender cómo la articulación territorial del Estado prefigura una arena institucional de la que no es fácil sustraerse. Más aún cuando los partidos que median en el parlamento operan desde distintos parámetros territoriales (los nacionalismos no operan igual que las fuerzas de referente estatal).
He aquí, por tanto, una diferencia institucional relevante respecto a otros países en los que los cambios legislativos han podido avanzar, paso a paso, manejándose con grandes diferencias interterritoriales. En EE UU, por ejemplo, el marco federal ha permitido un avance más asimétrico, de ritmos e intensidades dispares. El progreso se ha producido estado a estado; a veces incluso con un alcance legislativo más amplio que ha podido regular otras sustancias como el MDMA, los hongos psilocibios, etc.
En nuestro caso, con toda la importancia y complejidad que tiene la cuestión nacional, sería recomendable optar por una estrategia que no instrumentalizase la causa cannábica para tensionar en clave territorial. Todo lo deseable que es apoyar los avances de los gobiernos locales y autonómicos, debería corresponderse con apoyo a una estrategia compartida en el Congreso. Nos guste o no, sobre esto, va a ser el poder central el que marque la pauta.
La dinámica de campaña
El eje sobre el que pivota el grassroots lobbying es la campaña de concienciación. Desde ahí las redes activistas pueden establecer unas condiciones políticas favorables. Por eso, en términos estratégicos, la campaña es el nivel básico del que partir cuando se aborda la aprobación de una ley.
El despliegue de una campaña se puede articular en cinco etapas. La primera consiste en la formación de un consenso movilizador de la comunidad (cannábica en este caso). Salvo que una gran parte de la sociedad haya madurado durante años una causa, este consenso de mínimos para la comunidad será de máximos para gobiernos y partidos. Por eso es clave no perder de vista el exceso de subjetividad propia y ser consciente de las opciones efectivas en liza. A menudo hay causas que no avanzan por falta de pragmatismo. Si en la sociedad y su representación parlamentaria no se percibe más que un interés de parte será difícil alcanzar la meta.
Para forjar consensos es clave una deliberación compartida, el reconocimiento mutuo y la aceptación del pluralismo intrínseco del movimiento. Además, se ha de componer todo ello a un doble nivel: hacia dentro de la comunidad en sus propios medios de comunicación y redes sociales; hacia afuera, en los medios generalistas y algoritmos de las redes. La clave del éxito nunca es lograr una hegemonía sobre el movimiento, sino en la sociedad. Menos aún, probar “pureza” alguna en la defensa de la causa. Al contrario, cualquier mejora comienza por esa tensión entre dentro y fuera, entre movimiento y ciudadanía, entre movimiento y Estado.
En un segundo momento las campañas cobran fuerza en público gracias a algún tipo de gesto relevante para la opinión que provoca un cambio general de clima respecto a la causa. En otras palabras, la acción puede y debe despertar en la esfera pública la consciencia de un problema que por esta vía se convierte en una prioridad para la agenda política. El caso de María José Carrasco, por ejemplo, y el coraje desobediente de su marido, Ángel Hernández, fue clave en la reciente legalización de la eutanasia. De inmediato se evocó a Ramón Sampedro y no faltaron figuras célebres dispuestas a apoyar la causa. Gracias a esto las redes sociales se hicieron eco y difundieron la causa logrando un gran apoyo.
La tercera fase es la más complicada, pues se trata de negociar al tiempo que se mantiene activa la presión desde abajo. No es fácil, ya que se tiene que combinar las exigencias de la interlocución institucional con la fluidez que requiere sostener la acción colectiva. En una negociación ideal, quien se sienta en la mesa se reconoce como parte negociadora, realiza propuestas, etc. Por eso es fundamental que la presión se pueda ejercer desde la posición de fuerza que confiere un consenso de mínimos en la comunidad activista. La única manera de lograr ser reconocido como un interlocutor fiable en las instancias del poder político es ser una sola voz. Basta con pensar, por ejemplo, cómo ha tratado el gobierno la reciente movilización de transportistas y cómo terminó pasando factura la falta de legitimidad que surgía de distintas interlocuciones en competición.
En cuarto lugar es importante celebrar los pequeños logros. Las expectativas del tipo “todo o nada” acaban generando un “desencanto” posterior proporcional a la ilusión creada. Por el contrario, celebrar, pongamos por caso, la salida de prisión de Albert Tió y Víctor Segués como un pequeño logro puede consolidar el relato cannábico, conferirle consistencia, ganar simpatías más allá de la comunidad, etc. Construir la propia historia como la vida misma, como el esfuerzo cotidiano por salir adelante a pesar de las adversidades, conecta siempre mucho mejor con el público que las heroicidades. O por decirlo de otro modo, si hace falta heroísmo para defender cualquier causa, este ha de ser siempre, al menos para el grassroots lobbying, el heroísmo cotidiano de la gente corriente.
Por último, aunque no menos importante, no abandonar las causas a su suerte. Evaluar los resultados de lo que se logra, exigir el rendimiento de cuentas a los cargos públicos sin permitirles zafarse fácilmente de lo pactado, mantener un control vigilante sobre las administraciones, etc., son claves decisivas para conseguir una realización efectiva de los objetivos.
El “quién es quién” del proceso legislativo
En los parlamentos y sus grupos no todo el mundo pesa lo mismo. Tampoco en los órganos de la cámara o entre letrados y otras figuras menos visibles de la actividad parlamentaria. En el momento en que una causa consigue entrar en la institución y contactar con el personal político se entra en un terreno que requiere de cierta experiencia y saber hacer. El proceso legislativo no es un proceso administrativo. Al contrario, en la aprobación de una ley media la habilidad de quienes presionan, de quienes llevan la ley adelante, de quienes son puestos al frente. Los resultados están en directa relación con las presiones y sus traducciones en el texto legal.
La entrada de la cuestión cannábica en el Congreso ya ha facilitado una primera clarificación del “quién es quién”. Desde quien da acceso al proceso legislativo (gatekeeper) hasta quien decanta las decisiones en un sentido u otro (stakeholder) se observa ya una determinada configuración de la distribución del poder. No es lo mismo que un tema cuente con diputados jóvenes e inexpertos a quienes se confía temporalmente una cuestión menor, que contar con pesos pesados que cuentan con veteranía y capacidad de influencia (no ya solo en su propio partido, sino en los engranajes parlamentarios).
A modo de ejemplo, interroguémonos sobre lo que ya es manifiesto: ¿con qué veteranía cuenta cada representante de cada partido? ¿Qué simpatía o afinidad ideológica guardan unos y otros por la causa? ¿Acaso es igual un joven inexperto muy afín a la propia causa que le habrá sido asignada para atraer un determinado electorado que un político de carrera gris, pero curtido en años de ejercicio y que conoce, por tanto, los vericuetos por los que ejercer presión, veto o impulso en un momento dado? ¿Es esto un designio inamovible o por el contrario se puede cambiar?
A modo de conclusión, dos son las noticias a día de hoy: una buena y otra mala. La mala primero: la forma en que ha conseguido entrar el cannabis en el Congreso apunta a una relevancia por ahora (y este “por ahora” es clave) menor de la que corresponde al interés objetivo de la causa. Puede y debe pesar más en la agenda de lo que se ha visto. En una estrategia marcada por ganar tiempo, la subcomisión de comparecencias creada para estudiar una posible regulación del cannabis medicinal ha sido un paso importante. Pero insuficiente. Puede ser, además, un paso comprometido. Los partidos ya han mostrado sus cartas: sus representantes y orientaciones.
La buena noticia es que las maquinarias partidistas se están volviendo “sensibles” al tema. La propia subcomisión evidencia que interesa en términos políticos, mediáticos y electorales. En el horizonte se perfila el siguiente paso: Unidas Podemos se comprometió a llevar a la cámara su propuesta de regulación. Lucía Muñoz Dalda ha sido designada la diputada a cargo del expediente. Sobre su figura depende en gran medida el futuro de la regulación en nuestro país. Quizá no disponga del peso político y experiencia de sus predecesores. El grueso de su actividad pivota además sobre la política internacional. Pero ha demostrado empatía y continuidad con las orientaciones de Podemos previas a su llegada al Congreso. Ahora tiene la oportunidad de reforzar su perfil haciéndose valer con un dossier de relevancia pública desde la posición responsable de un partido de gobierno.
Llega la hora, pues, para que el lobby con raíces de hierba intervenga con determinación: primero no permitiendo que decaiga el compromiso en mantener la propuesta, luego haciendo avanzar a buen ritmo el proceso legislativo (definir la agenda, implicar a la sociedad, etc.); por último, presionando para que la propuesta llegue a buen puerto.