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La ketamina y la difuminada línea entre droga y medicamento

Sin duda, a los humanos nos gusta tener las cosas claras, ordenadas y en su sitio. Hasta el punto que es uno de los motores tras el idioma: el poder crear categorías en las que encasillar todas las cosas. Muchas cosas pertenecen a más de una categoría a la vez, pero cuando se trata de medicamento y droga, se intentan mantener bien separadas. Si cura, es medicamento; si coloca, es droga; si es medicamento, es bueno; si es droga, es malo. 

Sin duda, a los humanos nos gusta tener las cosas claras, ordenadas y en su sitio. Hasta el punto que es uno de los motores tras el idioma: el poder crear categorías en las que encasillar todas las cosas. Muchas cosas pertenecen a más de una categoría a la vez, pero cuando se trata de medicamento y droga, se intentan mantener bien separadas. Si cura, es medicamento; si coloca, es droga; si es medicamento, es bueno; si es droga, es malo.

En temas del bien y el mal, cuanto más blanco o negro, mejor. Sin embargo, cada vez hay más sustancias, como la marihuana, que consiguen debilitar el muro entre estas dos categorías. Una en concreto, la ketamina, es particularmente interesante. Pese a su fama como tranquilizante de caballos y droga de abuso, esta sustancia funciona de una manera muy diferente a los medicamentos que usamos para tratar varias enfermedades y trastornos mentales, y está obteniendo resultados terapéuticos en casos en los que todo posible tratamiento ha fracasado. 

A diferencia de la marihuana, la percepción pública de la ketamina es de droga dura, con un alto potencial de abuso, muchos efectos secundarios y pocos efectos relevantes en el ámbito médico. Una exploración de sus efectos e historia nos demuestran lo contrario. La ketamina fue sintetizada por primera vez en 1962 por Calvin Stevens, que investigaba posibles alternativas al PCP como anestésico. En 1964 se llevaron a cabo una serie de pruebas en poblaciones carcelarias, donde se confirmaron sus efectos disociativos y anestésicos. Su uso recreativo empezó en 1965, y a mediados de los años setenta se había extendido por todo el mundo. Como en esta época aún no había un marco legal claro alrededor de sustancias como el MDMA, el LSD o la ketamina, científicos como John C. Lily estuvieron investigando su potencial como herramienta en la psicoterapia. Además de ser el anestésico más usado durante la guerra de Vietnam, se encontró que también era eficaz una vez de vuelta a casa. Los soldados la usaban para ayudarles con el trastorno por estrés postraumático (TEPT). Aunque se desconocía el mecanismo de funcionamiento de la ketamina, los resultados eran innegables. 

Molécula de Ketamina

Desafortunadamente, esa época de investigación sin trabas ni regulaciones duró poco, ya que en los años ochenta la ketamina se puso de moda dentro de los movimientos de la contracultura, igual que el MDMA y el LSD. Ronald Reagan, el padrino de la guerra contra las drogas, presidió Estados Unidos durante la mayoría de la década. Sus esfuerzos contribuyeron al desprestigio del estudio del potencial medicinal de nuevas sustancias que eran consideradas drogas, y la investigación de estos compuestos se estancó. En 1981, la DEA (agencia de control de drogas en Estados Unidos) recomendó fiscalizar la ketamina, y en 1995 fue sometida a control gubernamental. Así fue como su lado terapéutico quedó enterrado, y a día de hoy su principal uso médico permitido es como anestésico. 
La psiquiatría no es una ciencia exacta; hasta hace unos años se creía que la depresión era principalmente causada por niveles bajos de serotonina en el cerebro. La serotonina es un neurotransmisor que se cree que contribuye a la sensación de bienestar y felicidad. Cuando se usa para transmitir un mensaje entre neurona y neurona, se manda un exceso, y la serotonina sobrante se recapta para ser reutilizada. Por esa razón, la familia de fármacos que más a menudo se receta para tratar la depresión, ansiedad, TEPT y muchos otros trastornos es la de los inhibidores selectivos de la recaptura de serotonina (ISRS). Los ISRS evitan que la serotonina sobrante se recapte, incrementando así la concentración de serotonina y, en teoría, haciendo que el paciente se sienta mejor. Esta teoría se ha repetido como un mantra en la literatura médica, respaldada por el hecho de que si alguien toma ISRS durante un mínimo de seis semanas, su mejora suele ser ligeramente más eficaz que el placebo para tratar trastornos como la depresión y ansiedad. Sin embargo, igual que los dolores de cabeza no son causados por niveles bajos de aspirina en el cerebro, las cuestión no es tan simple. 

Seguimos sin saber el mecanismo exacto detrás de las enfermedades mentales, pero una serie de estudios publicados en el 2015 dejan claro que hay más piezas que influyen en el proceso. Confirmado el hecho de que hay más factores que una falta de serotonina, ha revivido el interés en la ketamina como adición al arsenal farmacológico. 

Como antidepresivo ha sido nombrada dos veces por la FDA como un gran paso adelante, y por eso en el 2016 se permitió un trámite acelerado para empezar pruebas de eficacia, seguridad y viabilidad. Una de sus mayores ventajas frente a los antidepresivos tradicionales es que hay una mejora notable en los síntomas depresivos entre las cuatro y las setenta y dos horas, en vez de entre las seis y las doce semanas que tardan los antiguos. Esto hace posible que se pueda usar como tratamiento de emergencia, sobre todo para gente que está al borde del suicidio. Sonará dramático, pero uno de los posibles efectos secundarios más peligrosos de los antidepresivos clásicos es la ideación suicida, quizás en parte por el tiempo que tardan en manifestar mejoras para el paciente. Aunque no es eficaz para todo el mundo, el tratamiento con ketamina presenta mejoras en un ochenta y cinco por ciento de los pacientes, frente al cuarenta y cinto por ciento de los tradicionales, incluso en depresiones que no responden a varios tratamientos. 

Hay varias teorías que intentan explicar el mecanismo que hace que la ketamina sea tan efectiva. Algunos estudios argumentan que su acción terapéutica viene de los efectos psicoactivos producidos por dosis altas (separación de cuerpo y mente, disolución del ego, sensaciones de bienestar, alucinaciones basadas en recuerdos), que permiten al paciente contemplar, localizar y rectificar las causas de su depresión, ansiedad, TEPT, etc. Otros sugieren que fomenta la neurogénesis y causa una reconfiguración de las conexiones cerebrales, alterando los factores físicos que causan estos trastornos. Lo curioso es que, al ser ya un tratamiento aceptado para la anestesia y el dolor neuropático, en muchos países ya se está administrando off-label (‘fuera de lo indicado’), y aunque no está del todo claro el porqué, los resultados positivos son apreciables. En el 2016 abrió en Madrid la primera clínica legal de Europa donde se administran ciclos de tratamiento con ketamina. La clínica sigue operativa. 

La RAE define medicamento como “sustancia que sirve para prevenir, curar o aliviar la enfermedad y corregir o reparar las secuelas de esta”, y droga como “sustancia o preparado medicamentoso de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno”. Estas dos categorías se solapan bastante, ya que muchos medicamentos son estimulantes, deprimentes, narcóticos o alucinógenos, y muchas drogas pueden prevenir, curar o aliviar la enfermedad y corregir o reparar las secuelas de esta. Ya va siendo hora de dejar de preocuparnos de que cada cosa esté en su sitio y pasar a priorizar la máxima disponibilidad de tratamientos eficaces al máximo número de personas, sin usar como criterio de exclusión que la sustancia también se pueda tomar para fines recreativos. Está claro que en la ketamina hay un gran potencial. Con los estudios y esfuerzo apropiados, esta sustancia será cada vez menos un remedio chamánico y más una poderosa herramienta para la salud mental. 
 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #250

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