Tras un lento y frágil comienzo en la década de los noventa, el renacimiento de las drogas psicodélicas es ya un hecho confirmado por innumerables artículos de prensa, documentales, productos, nuevas leyes, grandes inversiones y publicaciones populares y científicas. En el centro de esta ola de atención y principal motor de este interés, está el potencial terapéutico de esta variada clase de sustancias que están demostrando resultados asombrosos en el tratamiento de una serie de problemas de salud mental igualmente diversos.
Así, encontramos, entre otros, el uso del MDMA (el químico activo del éxtasis) para el síndrome por estrés postraumático, de la psilocibina (de las setas alucinógenas) para la depresión, del LSD para la ansiedad en pacientes terminales de cáncer, e incluso de la ayahuasca (una preparación psicodélica de ciertos pueblos indígenas de Latinoamérica) para la drogadicción. Según los investigadores en el Imperial College London, este potencial transdiagnóstico parece estar dado por la capacidad de estas sustancias de fomentar la conexión con uno mismo, con otras personas y con el mundo.
En un solo estudio sobre la terapia con psilocibina para veinte pacientes con depresión, por ejemplo, no solo hubo una disminución de síntomas generalizada y duradera debido a una nueva apreciación de la vida y su significado, mejoras de relaciones interpersonales y cambio de malos hábitos, sino que los pacientes también describieron sentirse afectados por problemas más amplios como el cambio climático o la crisis de los refugiados. Otras publicaciones del mismo centro han ido más allá y han producido pruebas preliminares de que los psicodélicos incrementan la conexión de sus usuarios con la naturaleza y los vuelve menos autoritarios y más liberales. Dadas estas conclusiones, quizás sea válido preguntarse si estas drogas pueden utilizarse no solo para curar a personas enfermas, sino también para aumentar el bienestar de las sanas y, más aun, para transformar a la sociedad y no solo al individuo. A pesar de que esta ambiciosa pregunta motiva implícitamente a gran parte del renacimiento psicodélico, hoy en día queda silenciada en nombre de la prudencia, por el miedo a que pronunciarla demasiado alto despierte la misma reacción que llevó a su ilegalización la última vez que se creyó en su potencial revolucionario.
Neutralizando la contracultura
Aquel momento (y lugar) fueron los años sesenta en Estados Unidos, cuando los psicodélicos escaparon del laboratorio militar, la consulta terapéutica y la universidad para extenderse por la sociedad, donde dieron con y alimentaron la contracultura y su confianza de que otro mundo no solo era posible, sino inminente. Para algunos era solo una cuestión de tiempo hasta que, para parafrasear al exprofesor de Harvard y gurú psicodélico Timothy Leary, todo el mundo conectara con estas drogas, sintonizara con la realidad alternativa que revelaban y abandonara los falsos juegos y apariencias impuestas por una sociedad norteamericana tachada de robótica. Muchos han destacado que la ilegalización de estas sustancias, y la incipiente guerra contra las drogas en general, fue una decisión altamente politizada que permitió la denigración y persecución de grupos marginalizados y movimientos sociales mediante la producción de “pánicos morales” sobre cómo (supuestamente) estas sustancias amenazaban la cordura misma. En palabras del escritor norteamericano Michael Pollan, autor del best seller Cómo cambiar tu mente, sobre el renacimiento psicodélico: “La Administración Nixon –quien llegó a llamar a Leary ‘el hombre más peligroso de América’– trató de mitigar la contracultura atacando su infraestructura neuroquímica”. Es por este trasfondo histórico que hablamos hoy de un renacimiento cargado con la tarea de desmitificar y relegitimar estas polémicas drogas, tratando a su vez de evitar los errores del pasado.
Esta última tarea ha conllevado la adopción de un lenguaje y unos métodos de una racionalidad científica supuestamente apolítica que en todo momento ha procurado distanciarse de cualquier asociación con lo hippie, no solo a nivel político sino también en términos de las espiritualidades y metafísicas new age. De esta manera, se completa una curiosa inversión: los psicodélicos son ahora solo medicinas que curan y procuran salud mental, en vez de drogas que te vuelven loco, o, por asociación, que te hacen pensar que se puede transformar el mundo. La duda es si esta estrategia, reconocida como tal por muchos de los actores del renacimiento, es tan neutra como se plantea y si en el intento de convertir a los psicodélicos en mainstream no se pierde algo por el camino, o peor, si se reproducen lógicas dañinas que hoy se asumen como normales. Esta pregunta es de vital importancia dada la repetida insistencia, desde los sesenta, en que los efectos de los psicodélicos, en comparación con cualquier otro grupo de sustancias químicas, dependen en gran medida de su contexto de uso. Aunque el contexto inmediato incluye factores como la intención con que se toman, las personas con las que se viaja y el espacio donde se consumen, también ha de considerarse el contexto social de manera más general. Por lo tanto, para valorar las consecuencias de la integración de los psicodélicos en nuestra sociedad contemporánea, debemos mirar qué ha cambiado desde la ilegalización de los psicodélicos en los setenta hasta su renacimiento desde los noventa.
El contexto neoliberal y el individualismo neurocientífico
Desde esta perspectiva, cabe destacar que, durante ese mismo periodo, el giro político hacia el neoliberalismo y la ascendencia de la neurociencia han coincidido en su énfasis en el individuo como unidad central de sus operaciones.
Por un lado, inaugurado en Chile con apoyo estadounidense por el violento régimen autoritario de Augusto Pinochet tras el golpe de estado al gobierno socialista de Salvador Allende en 1973, y traído al norte en la era Thatcher-Reagan en los ochenta, el neoliberalismo ha supuesto un programado ataque a todo lo público mediante la desregularización financiera y la bajada de impuestos (a algunos más que a otros), la privatización y el gasto disminuido en servicios sociales. El resultado: un nuevo mundo hobbesiano disfrazado de meritocracia en el que cada individuo (y familia) debe competir libremente por su supervivencia y procurar por sí mismo lo que antes se provisionaba en común. Si te va bien, eres digno de aprobación e incluso admiración por tus hazañas, pero si te va mal, eres el único responsable y culpable por no haber escogido mejor.
Por otro lado, emergiendo junto a la revolución psicofarmacológica de los cincuenta y reforzada por el giro de la psiquiatría hacia la medicina en los ochenta en su búsqueda de estatus científico como respuesta a las críticas a la disciplina en la década anterior, la neurociencia es hoy una de las más prestigiosas áreas de conocimiento, que trata de localizar los problemas de salud mental dentro del cerebro de cada individuo. Según su modelo médico, estos problemas se deben a un desequilibrio químico o rigidez neuronal, que se puede corregir con drogas específicamente diseñadas para ello. De este modo, la posibilidad de que dichos problemas estén causados por un contexto social de desigualdad, precariedad y presión competitiva queda oportunamente cerrado. En las palabras de Margaret Thatcher: “¿Quién es la sociedad? ¡No existe tal cosa!”.
Esta “coincidencia” individualizante es más que puramente ideológica y se ha visto materializada por decisiones al más alto nivel. En los años ochenta, como presidente, Ronald Reagan ordenó a su Instituto Nacional de Salud Mental paralizar la investigación en “problemas sociales”, tras lo cual George H.W. Bush declaró los noventa “la década del cerebro” (un patrón repetido por la iniciativa BRAIN de Obama). Lo crucial es que, desde esta perspectiva, el discurso neurocientífico que domina el renacimiento psicodélico resulta algo menos neutral, digno, al menos, de ser cuestionado por su función y consecuencias sociales, pues permite reducir las experiencias psicodélicas a una mera alucinación, una imagen construida por el cerebro, que nada tiene que ver con la realidad.
Una vez encerrada ahí, en la mente del individuo, el efecto del contexto sobre las experiencias psicodélicas y la noción de “conexión” pierden todo sentido, pues no pueden estar encerradas en el cerebro y a la vez abiertas a su entorno. En otras palabras, el individualismo metodológico de la neurociencia encuentra su límite en un objeto de estudio que, en realidad, lo contradice. Por lo tanto, estudiar apropiadamente los psicodélicos requiere ir más allá de esta “avanzada” disciplina y volver a hacer preguntas sobre la sociedad en la que se están consumiendo. ¿Pues qué dice de nosotros que tengamos acceso a todo tipo de tranquilizantes y antidepresivos que bloquean nuestra capacidad de ser afectados por lo que nos rodea, mientras las drogas que nos conectan a ello están criminalizadas pese a tener demostrado valor médico y seguridad química? ¿Qué conclusiones sacamos, por ejemplo, de que en 1985, en plena instauración de la ley del más fuerte y de la campaña de “Solo di no” (a las drogas) de Nancy Reagan, se prohibiera definitivamente el MDMA en contra de la recomendación judicial y las pruebas científicas? Pues el MDMA es una droga que incrementa la empatía, la confianza interpersonal y el apego, y reduce el miedo, la ansiedad y la depresión, valores a contramano del mundo de individualismo competitivo que estaba tomando forma en aquellos años.
El retorno de lo social
Es en la crítica que presentan al individualismo que las drogas psicodélicas tienen su mayor potencial social, pues más allá de experiencias pasajeras de conexión con nuestro entorno nos invitan a pensar y actuar de manera más contextual y, por tanto, social.
El ámbito más claro en el que nos llaman a hacer este cambio es precisamente el de la salud mental, donde muchos hablan del cambio de paradigma que conlleva la terapia asistida con psicodélicos por su énfasis contextual en contraste con el modelo médico, que aísla los problemas y tratamientos dentro del paciente. Este énfasis no es solo a nivel de tratamiento, en el sentido de que los psicodélicos en sí no tienen valor curativo sin el apoyo terapéutico adecuado, sino en el modelo de enfermedad. Como sabemos, los problemas de salud mental no son un desequilibrio o patología puramente personal y privada, sino respuestas racionales frente a situaciones de vida difíciles, complejas y conflictivas, a menudo asociadas a factores socioeconómicos. Como tales, el campo de intervención terapéutica debe expandirse de tratar individuos (para adaptarse al mundo) a tratar la sociedad (para adaptarse a las personas). Es en esta inversión que la contracultura unió fuerzas con el movimiento antipsiquiátrico en los sesenta, juntos defendiendo la humanidad de los pacientes y denunciando una realidad enloquecedora que debía ser transformada por completo. Este es el ambicioso proyecto al que nos abren la puerta los psicodélicos si nos atrevemos a escucharlos.
Por su parte, los pacientes que han participado en los ensayos clínicos con psicodélicos afirman que, en vez de evadir o bloquear la realidad, estas sustancias les han ayudado a enfrentarse a sus mayores dificultades y demonios y a buscar mayor conexión con la vida y las demás personas. En vez de despreciar este mensaje como una ilusión hippie, en su doble sentido como falsedad y esperanza, quizás la historia y el potencial de los psicodélicos pueden ser un lugar donde revitalizar el deseo por un mundo de paz y amor, así como la lucha contra las fuerzas neoliberales que, obligándonos a competir, vacían cada día más nuestro mundo de paz y amor. Seguro que en ese contexto nos será más fácil conectar con el mundo, con los demás y con nosotros mismos.