Tuve mi primer contacto con los psiquedélicos, principalmente LSD y psilocibina, en la década de los años setenta del siglo veinte. Enseguida fui consciente del potencial terapéutico que podían tener dichas substancias en el campo de la psiquiatría. Pero todos conocemos la historia. El pánico social promovido por Richard Nixon y el gobierno americano obligaron al estamento médico a aceptar una absurda prohibición que alegaba que no había uso médico para los psiquedélicos.
En la década de los años noventa fundé una editorial y una revista, y decidí dedicar una colección a los enteógenos, como empezaron a llamarse. Recibí críticas hasta de gente supuestamente alternativa y contracultural y, por supuesto, del Plan Nacional sobre Drogas, que en una de sus publicaciones nos tildaba de apologistas de las drogas. En este caso me sentí orgulloso. Durante un par de décadas, duras en este sentido, seguí defendiendo los pisquedélicos contra viento y marea. Publiqué libros de Albert Hofmann, Jonathan Ott, Richard Yensen, Giorgio Samorini, Stanislav Grof y Alexander Shulgin, entre otros. Muchos psiconautas me han agradecido la labor, siendo conscientes de que no es una temática muy comercial, lo que siempre me ha compensado.
Cuando recientemente volvieron a darse permisos para el estudio de dichas substancias, me congratulé de que se acabara con la sinrazón anterior y también acogí con interés la publicación de libros más populares sobre el tema, como el de Michael Pollan Cómo cambiar tu mente, entre otros. También celebré la aparición de los movimientos populares asociados a las microdosis.
Siempre pensé que la psiquiatría convencional debería transformarse en una psiquiatría psiquedélica. Según mi punto de vista, la psiquiatría tradicional es una ciencia perversa, que ha machacado a la población con sus camisas de fuerza químicas, como los neurolépticos, los antidepresivos y los ansiolíticos. Hasta gente de la profesión ha llamado la atención sobre este particular y se han publicado excelentes libros arremetiendo contra el tratamiento psiquiátrico habitual, que ha llenado los infinitos bolsillos de las compañías farmacéuticas.
En el caso de una psiquiatría psiquedélica, el tratamiento debe tener otras características más respetuosas con las personas, que deben recibir un acompañamiento psicoterapéutico adecuado y muy personalizado. No se trata de tener al personal totalmente sedado, casi en estado vegetativo.
Explico todo lo anterior, pues para mi sorpresa no me está gustando nada la nueva tendencia que ha surgido a raíz de los permisos que se han autorizado para el trabajo clínico actual. Empiezo a tener una sensación agridulce al respecto y, en algunos momentos, me veo pensando que tal vez era mejor la situación anterior de terapeutas underground.
En los últimos meses he asistido a diversos seminarios y conferencias sobre el particular en que han participado psiquiatras del Hospital del Mar, el Clínic y Sant Joan de Déu, en Barcelona, y se me han puesto los pelos de punta. La mayoría de los psiquiatras que trabajan el tema se vanaglorian de no conocer personalmente los efectos subjetivos de las substancias y prácticamente las utilizan como los antiguos fármacos de la psiquiatría tradicional. Todo ello dirigido y sufragado por laboratorios farmacéuticos, a los que lo único que les interesa es hacer negocio.
Tal vez no lleguemos al caso del fármaco que cuesta dos millones de dólares la dosis, pero posiblemente la terapia psiquedélica no sea barata y lo que a los psiconautas que íbamos por libre nos costaba unos pocos euros acabe costando mucho más. Francamente, se habla de que se han de formar a miles de terapeutas psiquedélicos para trabajar con MDMA o psilocibina. Me parece que una formación tan rápida en un tema tan complejo va a ser un desastre.
Otro tema de interés es definir qué sentido tienen en este nuevo marco la curación o sanación. Normalmente, en psiquiatría y en otros campos de la medicina, se considera curación la eliminación de los síntomas, algo totalmente ridículo sobre todo en psiquiatría, en que el síntoma suele ser mensajero de un ovillo inconsciente que hay que desentrañar.
En realidad, bajo los efectos de los psiquedélicos hay quien entra en un estado de unión con el universo, realmente psicoterapéutico, en el que suele comprender que la convivencia es superior a la competitividad y que estamos sometidos a presiones absurdas e innecesarias. Que muchas personas entraran en dichos estados sí sería algo, no solo terapéutico, sino también revolucionario.