Qué he aprendido con la ayahuasca
Cuando me invitaron a que contase en un artículo mis relaciones personales con la ayahuasca, iniciadas hace ahora cinco años, no pude sospechar hasta qué punto esta invitación iba a convertirse en una duda hamletiana constante.
Cuando me invitaron a que contase en un artículo mis relaciones personales con la ayahuasca, iniciadas hace ahora cinco años, no pude sospechar hasta qué punto esta invitación iba a convertirse en una duda hamletiana constante. A estas alturas ya he desechado cuatro redacciones diferentes. Unas por demasiado íntimas. Otras por exceso de esa falsa objetividad con la que los periodistas solemos enmascarar nuestras posturas personales. Otras por prolijidad hipotáxica. Unas por inflación lírica; otras por demasiada protección científico-química.
Hablar de qué incidencia tiene este compuesto resultante de la decocción de plantas amazónicas en un ser humano es tan difícil como arriesgado. Entendamos algo fundamental antes de seguir adelante: las personas somos lo que somos en función de nuestras experiencias y de nuestra manera consciente y subconsciente de procesarlas. Y eso que somos está íntimamente relacionado con el lenguaje y la cultura, que reestructura lo que entendemos por realidad. La ayahuasca tiene el poder, por la manera en que actúan sus principales componentes activos en nuestro cuerpo y en nuestro cerebro, de hacernos espectadores de las capas más profundas de nuestra psique. Pero la psique de un occidental no es la misma que la de un habitante de una comunidad indígena del interior de la selva colombiana, peruana o brasileña. El inicio del debate habitual sobre la naturaleza de la ayahuasca está viciado de antemano. Considerarla como “droga peligrosa” o “potente alucinógeno” es simplemente no entender cuál es su función original en las culturas de donde proviene su uso. Allí es tomada como medicina, como purga que restablece el equilibrio original entre el individuo, su espíritu y los de la selva, o como una suerte de sacramento, una herramienta para alcanzar las vías de comunicación con los espíritus de las plantas que enseñan al aprendiz de chamán cómo deben usarse en la sanación y qué cantos debe aprender para ello. En Gringolandia es tomada sobre todo por sus poderosos efectos visionarios y por la capacidad catárquica que posee para asomarse a unas formas inauditas de percibir la realidad y comunicarse con la propia conciencia. En cualquiera de los casos, su uso lúdico o recreativo está más que pillado por los pelos. Ir a cogerse un pedo de ayahuasca con colegas es tan absurdo como echarse un partido de fútbol con escafandras de buzo.
La ayahuasca no es un juego. Preparación
Así pues, es complicado hablar de los efectos que sobre la personalidad y los hábitos tiene un brebaje cuya eficacia depende de varios factores casi imposibles de controlar. Primero, su composición: la ayahuasca en sí. Aunque se le llama medicina, y, sin duda, actúa como tal, cada vasito es una cata ciega. Sí, todas las ayahuascas son ayahuasca y en su preparación al menos deben coexistir dos especies: alguna de la familia de la liana Banisteriopsis caapi –o sea la ayahuasca o yagé– y otra similar a la solanácea Psychotria viridis, vulgo chacruna, para que se produzca esa combinación de efectos visionarios y físicos que caracterizan a la mareación. Pero así como todos los fuegos son el fuego, este puede ayudarte a cocinar, avisar de que estás perdido, ahuyentar a fieras, calentarte en tiempos de helor o devastar un bosque o los cimientos de tu casa. Cada ingesta de ayahuasca es una moneda al aire, y no solo porque durante su elaboración manual y casi gastronómica no pueda nunca saberse qué cantidades de tal o cuál compuesto químico y principio activo acabarán en el fondo de la olla, sino porque su actividad no es específica. Dentro de la tradición chamánica, en el proceso de toma de ayahuasca, son tanto más importantes el contexto –set and setting, que dicen los terapeutas pijos–, el estado energético y emocional del paciente, la ayahuasca en sí, claro está, pero sobre todo, la personalidad, conocimiento y maestría de la persona que guía la ceremonia. O sea, el chamán, el “facilitador”, el maestro, el taita, el médico, el onaya... ¿Es necesario un mediador para tomarla? No, si lo que quieres es “probar sus efectos” como quien toma cualquier otra sustancia psicoactiva. Pero, al menos para los principiantes, yo jamás aconsejaría comenzar a tomarla sin los cuidados de un guía experimentado. La ayahuasca no es un juego. Además, si uno la ha tomado suficientes veces y en varios contextos –con “chamanes” occidentales, con onayas indígenas, con terapeutas formados, con “aprendices de brujo”, con tipos egóticos disfrazados de mesías, con experimentados buscadores...–, sabrá que tan importante como la sustancia son los cantos que conducen las ceremonias.
Ir a cogerse un pedo de ayahuasca con colegas es tan absurdo como echarse un partido de fútbol con escafandras de buzo
Aunque entre los que se acercan a ella por primera vez el aspecto visionario resulta muy atrayente, hay que recordar que es el sonido el que guía la experiencia durante la ingesta. Y nada es comparable a los cantos bewá o icaros que se cantan durante las mismas. Y el sonido, la vibración es lo que se convierte en imagen, en emoción o en despliegue físico. Porque la ayahuasca tiene un tremendo efecto físico: desde los malestares que suelen acabar en diarreas o vómitos –no olvidemos que en muchos entornos indígenas se le conoce como “la purga”–, hasta el abatimiento que surge después de algunas tomas o la energía animal que a veces puede poseerte.
Es imprescindible recordar que para la toma en sí es necesario prepararse al menos un par de días antes con dietas sin carnes rojas, grasas, azúcar, sal, café, lácteos y evitar el sexo para ir bien preparado. Pero una vez concluyen los efectos de la misma –entre cinco y ocho horas, según los casos–, sus efectos pueden continuar de manera más sutil durante días. Hay quien no tiene visiones durante las tomas pero luego desencadena en sueños una actividad onírica inusual. Es normal también sentir una conexión emocional con los demás y con la naturaleza fuera de lo común. Emociones como la compasión, la vergüenza, el amor, el perdón, la sensación de pertenecer a algo más grande que tú y de ser a la vez ese algo, son comunes entre sus efectos. Mucha gente admite que sus experiencias con la planta se encuentran entre las más cumbres que hayan tenido jamás. Puede ser un viaje al interior del ser y de la materia. Un viaje a través del tiempo y el espacio. O un encuentro con arquetipos profundos y con sustratos animales y vegetales. El estado del que sufre una mareación de ayahuasca es, sin dudarlo, eso que llamamos “un estado alterado de conciencia”. Quizás lo más llamativo para el neófito que no está acostumbrado a sumergirse en las profundidades de su psique sea el adjetivo alterado. Personalmente, para mí lo más importante es lo sustantivo: la conciencia.
¿Moda o reclamo de una sociedad enferma?
Sí, se ha convertido en la sustancia de moda. A su alrededor crecen economías; místicas espiritualistas muy peculiares y eclécticas; ciertas alarmas sociales, la mayoría producto de nuestra tendencia alarmista, y toda una cultura neochamánica que muchas veces, de forma bienintencionada o no, solo refleja unas realidades incuestionables. La primera es que los occidentales estamos en general muy perdidos y enfermos y que necesitamos conectarnos con algo o alguien, sea real o imaginado, que otorgue sentido a unas existencias cada vez más vicarias. También que hay gente que aprovecha esa situación, gracias a los múltiples y variables efectos físicos, visionarios, medicinales que el brebaje provoca. Hay negocio en torno a la ayahuasca. Es indudable. Hay gente con plata, venidos de esos países desde donde se les ha esquilmado todo su hábitat y recursos sin miramientos y sin dar nada a cambio, que, de repente, demanda algo que otros, con menos dinero, tienen. En la mayoría de los casos, se trata de la simple posibilidad de obtener dinero gracias a una demanda creciente, con el comercio de una medicina vegetal que nadie sabe a ciencia cierta cuánto tiempo lleva formando parte de la medicina tradicional amazónica. Normalmente, esta es la posición del chamán indígena. En otros casos, hablamos de occidentales avispados o bienintencionados que han construido centros muy parecidos a las clínicas de reposo y solaz, donde por unos cientos de dólares te aseguran experiencias “espirituales” y “limpiezas” dentro de un entorno controlado donde las cushmas –túnicas masculinas shipibas– conviven con terapias gestálticas. Respuestas economicistas a un interés creciente. Los precios que se cobran son de lo más variado y no guardan en general relación con lo que se ofrece. ¿Cuánto vale un chupito surgido de una decocción de unas lianas trituradas con varios puñados de hojas de una planta? ¿Cuánto vale una experiencia cumbre? ¿Cuánto vale escuchar unos cantos en un idioma ininteligible que tienen la capacidad de hacerte llorar o vomitar hasta que tienes la sensación de que tus fantasmas se han marchado para siempre? No hay manera de saberlo.
Hay chamanes que se han formado tras una preparación durísima. Otros le han echado todo el morro del mundo y han visto una oportunidad de conseguir dinero y admiración.
Hoy en día, la ayahuasca se extiende por todo el mundo. Más o menos clandestina o privadamente se celebran cada fin de semana ceremonias, trabajos o retiros donde grupos de veinte, treinta, cincuenta personas toman al anochecer, guiados por el chamán de turno en casas de campo u hoteles rurales, un vasito de la sustancia que reciben de otros países indígenas o elaboran en sus casas a partir de gelatinas concentradas o polvo molido de las plantas originales que compran a los lugares de origen o pasan por las aduanas en sus viajes a los países amazónicos. La tibieza legal permite sortear normalmente las dificultades. La gente que va a estos retiros no tiene ningún elemento identificador previo: todas las edades, estudios y clases sociales; tanto hombres como mujeres. El contexto más o menos espiritual de estos grupos es también variable, como la pericia de los chamanes. Algunos se han formado tras meses o años de dieta –que puede ser durísima: tanto como el entrenamiento de un astronauta– en las selvas amazónicas con otro maestro como quien realiza un máster, no sin dejarse unos cuantos miles de dólares. Otros le han echado todo el morro del mundo y han visto una oportunidad única de conseguir dinero y admiración de los oficiantes. En ese sentido, no es diferente a otras profesiones. El interés creciente en la comunidad de neurólogos, psiquiatras, psicólogos clínicos, farmacólogos y expertos en adicciones –para lo que se ha demostrado que resulta un tratamiento muy eficaz– ha llevado en la actualidad a generar debates entre indigenistas y científicos.También entre provegetalistas y químicos que logran sintetizar los principios activos con efectos visionarios, evitando los efectos eméticos del preparado vegetal. Bajo mi punto de vista, son debates estériles e inútiles. Cada persona que se acerque a la ayahuasca buscará en ella una cosa diferente.
Hablar de lo inefable
¿Y qué es lo que se encuentra? He aquí la madre del cordero. ¿Cómo hablar de lo inefable sin limitarse a contar sensaciones físicas, sin dejarse llevar por la metalengua que suele acompañar a las ceremonias? La red está llena de ejemplos de diarios filmados o escritos de gente que habla una y otra vez de lo mismo: las visiones multicolores y geométricas, los vómitos o arcadas, la visión de fragmentos olvidados de la vida personal, la aparición de extrañas figuras o seres extraños, la visión o transformación en animales arquetípicos, felinos, aves, insectos y, sobre todo, serpientes. En el arte shipibo, la comunidad indígena de la selva del Perú que más se ha significado por la divulgación y usos de la ayahuasca, y con los que trabajo habitualmente, son pieza central los diseños del kené. Son una intrincada red geométrica donde cada forma y color representa una historia y, a la vez, funcionan como pentagrama de esos cantos ceremoniales o bewá. Tanto vestidos, como telas bordadas, utensilios, como los tatuajes con los que se cubren el rostro están dibujados según la gramática del kené. Y es la serpiente cósmica o ronin en la cosmogonía shipibo la que tienen todos esos diseños. Según el antropólogo Jeremy Narby, las visiones tradicionalmente serpenteantes de la ayahuasca vienen a ser como una representación de la doble hélice del ADN. Por hacer un símil, el mundo de relaciones dentro de la ayahuasca se parecería al método paranoico crítico de Dalí. Un mundo donde lo onírico tiene valor simbólico y es tan real como lo que consideramos real. Para un occidental, adentrarse en ese mundo es cruzar una barrera. Es natural y razonable tenerle respeto. Pero no es nada que los artistas con o sin alucinógenos no hayan hecho siempre en la historia de la humanidad en todas las culturas.
21 días haciendo el idiota
Durante la redacción de este artículo echaron en la cadena Cuatro de televisión un reportaje dentro de la serie 21 días. En él una joven reportera viaja a Iquitos –capital mundial del turismo ayahuasquero– para saber de primera mano y cámara en ristre qué es eso de la ayahuasca. Muerta de miedo, sin informarse de nada antes, va desgranando las dudas y temores que a cualquier occidental le surgirían cuando se enfrenta a algo muy lejos de sus parámetros de seguridad, ilusión de control y prejuicios previos: ¿dónde están los médicos?, ¿me puedo volver psicótica?, ¿si la tomo y tengo un mal viaje volveré a ser quien era?, ¿esto es una droga? Su estancia en dos centros de Iquitos –he estado en uno de ellos– lo único que logra es aumentar su desconfianza. Así que se vuelve a España sin tomar nada más que el vomitivo a base de decocción de bulbo de azucena que se suele administrar para lograr que el efecto de la planta sea más fluido. Ya en Madrid, busca un centro, donde encuentra a priori elementos que le hacen sentirse más segura: terapeutas, habitaciones confortables, gente que habla su idioma. Faltando un día para terminar su reportaje, decide tomar una dosis media baja de ayahuasca. Aunque el viaje es relativamente agradable, la sensación posterior de debilidad, mareo y dolores intestinales le hacen concluir que “la ayahuasca no es para ella; que es muy fuerte que exista un negocio mundial sobre una droga potentísima”, y que eso de que en un centro de Perú los hijos de un chamán de trece y dieciséis años hayan tomado semejante droga es algo “intolerable”. De repente, vemos cómo la periodista que no ha sido capaz de informarse debidamente ya ha sacado sus conclusiones sobre la manera en la que todos debemos mirar al fenómeno. Esto se emitió en prime time el sábado 30 de abril, con la intrépida Meritxel Martorell convirtiéndose en portavoz de todos y haciendo un nuevo monumento a ese periodismo que convierte en tesis impresiones surgidas del temor, la ignorancia, la temeridad estúpida y [sic] “el miedo a perder el control”.
Personalmente, después de cinco años donde he tenido experiencias diferentes con la planta, y, a pesar de que no me he convertido en nadie esencialmente diferente a quien era antes, de no haber tenido eso que llaman “malos viajes”, de haber comprobado in situ y tiempo mediante hasta qué punto y con qué profundidad la planta en manos de buenos y hábiles maestros puede hacerte mejorar aspectos de tu conciencia, en definitiva, de tener una buena relación con ella... A pesar de todo eso, decía, no se me ocurriría hacer apología de la ayahuasca. Menos aún desde un medio público donde no tengo constancia ninguna de cuál es el contexto personal de cada interlocutor. Sí siento, y así fue desde el principio, que, como periodista que soy, debería hacer lo imposible por ayudar a que se conozcan con la mayor objetividad posible todos los contextos en los que hoy en día se desenvuelve la ayahuasca: culturales, económicos, espirituales, etnobotánicos, legales, científicos, terapéuticos, chamánicos, personales, visionarios, simbólicos, químicos, antropológicos, políticos... Luego, la decisión de acercarse a ella será responsabilidad de cada cual. Vivimos en una época donde se nos piden decisiones y opiniones rápidas y en 140 caracteres sobre todo. Blanco o negro. Desgraciadamente para nuestro afán de tener certezas, incluso si no tuviésemos capacidad de percibir más colores –y la ayahuasca es precisamente una herramienta que puede disparar visiones cromáticas de inefable colorido–, entre el blanco y el negro hay miles de gamas de grises.
Cada persona que se acerque a la ayahuasca buscará y encontrará en ella una cosa distinta
La ayahuasca no convierte al idiota en inteligente. Y viceversa. No te da superpoderes ni te los quita. No te hace pintar Las meninas si no eres Velázquez ni te convierte en Messi si en tu vida le has dado una patada a un balón. Es una herramienta que puede llegar a disolver cierto tipo de conflictos emocionales. Que está demostrado que resulta muy útil, en manos de buenos terapeutas y chamanes, para vencer la dependencia a ciertas adicciones. Y, sobre todo, puede ayudarte a tomar conciencia de los patrones que has tenido en tus relaciones con los demás y con lo que te rodea. Puede reconectarte emocionalmente contigo y con los demás. Puede ayudarte a encontrar claves muy simples para afrontar tus problemas de otra forma. Ayudarte a restablecer equilibrios, iniciar o fortalecer la relación con las partes subconscientes de tu cerebro y permitir que la parte consciente y la tradicionalmente reprimida se comuniquen con mayor fluidez. Pero siendo importantes en estos procesos tanto la substancia como el guía, lo más importante es lo que tú decides hacer con la información a la que tienes acceso. Los occidentales estamos buscando continuamente el santo grial, el elixir de la eterna juventud, la píldora de la felicidad, la teoría del todo... Queremos respuestas simples para unas realidades que son enormemente complejas. En un universo donde todos los diferentes estados de la materia, donde lo microscópico y lo macroscópico están íntimamente conectados, soñamos aún con solo tener que elegir entre cortar el cable rojo o el azul para salvar el mundo o salvarnos a nosotros.
Pero, para qué coño me ha servido
Tristemente, nada funciona de esa manera. Así que los que busquen en la ayahuasca la solución a sus dudas metafísicas, sus problemas de autoestima, económicos, amorosos, sus apegos o desapegos, simplemente, habría que decirles que no funciona de esa manera. En mis relaciones con la planta y con los maestros con los que he trabajado lo que prevalece es el agradecimiento y el amor. Ahora asumo mis limitaciones con naturalidad. Me enfado mucho menos. Soy más amable. Entiendo y siento que la vida y la muerte son la misma cosa. Que no estoy solo. He sentido éxtasis místicos que me han hecho entender lo que para mí antes eran conceptos: he caído atravesado por la lanza de la gracia y no me he sentido digno de poseerla. He perdido mi nombre en el camino y me he dado cuenta de que no hay nada que temer. Sigo amando la ciencia y el mundo invisible: ambos caminos se entrelazan. Pero abomino más si cabe los dogmatismos y prejuicios en cualquier lugar. No sé si creo en los espíritus pero sé que haberlos, haylos. Que eso que llamamos identidad es un constructo y que hay una conciencia más allá de la conciencia que tenemos de nosotros mismos. Que para poder amar hay que perder el miedo. Y perder el miedo no significa convertirse en irresponsable. Que hay otras maneras de entender más allá de la pura lógica racional. Sigo siendo bastante reacio a la autoridad y no he sentido arrebatos de mesianismo a pesar de haber experimentado y visto “cosas que vosotros no creeríais”. Pero, pasado el momento de asombro, no me siento especial por ello, solo agradecido. He sentido y entendido que lo que llamamos amor no es más que una forma de nombrar las sensaciones que provoca sentir la fuerza rectora de los universos que han sido y serán y siempre están siendo por vez primera. No, el tiempo y el espacio no son lineales. He visto que el final de la materia es cristalino y geométrico, que todo está vivo, hasta lo aparentemente inerte. He perdido un amor y he encontrado otro. Sigo con ganas infinitas de aprender. Y creo que respeto mucho más a las personas que antes, aunque siga teniendo capacidad para el humor cáustico. He viajado a mis infiernos, me he quedado solo y sin esperanzas y he renacido luego. Guardo una relación muy especial con las plantas, que se ha fortalecido. Del mismo modo que guardamos residuos en nuestro cerebro de reptiles y mamíferos, también tenemos memoria de las plantas. Puede que no tengan cerebro, pero también se comunican con el entorno. De todos los mundos subterráneos a los que puedes acceder con el yagé, el de las plantas es el más profundo y misterioso.
Ahora asumo mis limitaciones con naturalidad. Me enfado mucho menos. Soy más amable
He tomado unas cincuenta veces, con diez chamanes diferentes. A veces, solo. No suelo vomitar pero sí cagarme vivo. He visto cómo tras una sola noche se disolvía un lipoma ventral del tamaño de un pulgar que tuve durante treinta años. He acabado exhausto o capaz de subir una montaña tras una ceremonia. Considero que lo más importante de los trabajos con la ayahuasca se hace sin ella y que existe un exceso de dependencia –nunca física– emocional en gran parte de los tomadores. Creo que debería tomarse más a la manera eleusina: como un rito iniciático que te sucede una vez en la vida, y que, en cambio, deberían fortalecerse los acompañamientos a los que la toman para ayudarles a integrar la experiencia. Pero eso, claro, a veces choca tanto con nuestras ansiedades de querer siempre más como con los intereses clientelares de los que la suministran. He visto en sueños cosas inesperadas que luego sucedían. O cosas que habían pasado que no podría jamás haber visto. Respeto con todo mi corazón a los hombres de la selva. He desterrado el rencor de mi corazón. He pedido perdón a no se sabe quién arrodillado como jamás hubiera hecho. He sentido a fieras que se apoderaban de mi cuerpo y me transformaban. He cantado con voces que no sé de dónde salían en idiomas que no conocía melodías que hacían estallar en llanto a alguien a mi lado. He sentido lo que significa no ser digno de contemplar lo que no puede explicarse con palabras. He bailado con muertos. Ahora bailo mejor con los vivos.
Me cuesta seguir a los maestros. Agradeciendo y admirando el trabajo de los chamanes, no consigo sentir veneración gregaria por ningún hombre aunque sea capaz de viajar en el tiempo o enfrentarse a los espíritus. He escuchado a médicos ancianos en la selva avergonzarse del negocio que hacen sus compatriotas. He aprendido que, en origen, la ayahuasca y la chacruna eran solo dos más entre centenares de plantas que, visionarias o no, constituían una farmacopea asombrosa: toé, chiric sanango, marosa, ajo sacha, piripiri, renaquilla, azucena, el piñón blanco, el colorao... He visto a famosos chamanes repartir sus ganancias. No, la mayoría de los chamanes indígenas no tienen nada que ver con los maestros budistas ni con los sermones de la montaña. Hablan poco y hay cosas de las que no saben nada. Yo solo veo a hombres admirables haciendo lo mejor que pueden su trabajo. Pero también he visto a cientos de mujeres admirables preparar las plantas en la sombra y leer el tabaco mapacho y no jactarse de ello. He visto a hombretones fuertes como mulos llorar como críos asustados. Y, al contrario, mujeres con la fragilidad de un pajarillo convertirse en una montaña y cantar hilos de plata que se enredaban en el pecho de un hombre arrodillado. He sentido que en el Universo no hay bien ni mal, solo fuerzas infinitas que se enroscan y buscan el equilibrio. Que el Verbo que era en el Principio no era Logos, sino mera vibración, sonido, canto.
Pregunté una vez a un reconocido chamán shipibo que me ayudó mucho si no tenía enseñanzas que compartir, tan necesitados que estamos los occidentales de normas y guías a las que aferrarnos en viaje tan ignoto. Sonrió. “Es sencillo: recibe, aprende y comparte”. Otro nos dijo socarrón a un grupo de españoles en Iquitos: “Solo tienen que saber dos cosas: van a pasarlo mal; pero no van a morir”.
Y en el entendimiento y aplicación de ello llevo ya un buen tiempo trabajando. Solo sé que me queda todo por aprender. Hace muchos meses que no tomo ayahuasca con los maestros. Uno de ellos me dijo que “yo era hermano de la planta”. Lo cierto es que a mi hermana, que vive a trescientos metros, la veo también muy poco. Cuido mis plantas. En mi mesita de noche tengo una pequeña botellita de “medicina”. Algunas noches, antes de dormir, la icareo y me mojo los labios con algo parecido a un rezo. A mí, que me castigaron tanto los curas por reírme durante las misas.