Vivían en un piso muy grande, de renta antigua, alquilado por la abuela de uno de ellos. La señora ya vivía con uno de sus hijos, por lo que el piso quedó vacío, y era una pena no aprovecharlo, con lo barato que resultaba. La única consigna era no liarla. Se tenía que evitar que los vecinos se quejaran por ruidos a los propietarios y estos se enterasen así de que ya no vivía la inquilina, sino otras personas; en ese caso, tenían derecho a rescindir el contrato. Pero esto no era problema para los cuatro amigos. Eran fumetas de lo más tranquilo y amantes del cine. Tenían un proyector en casa de primera calidad, y se pasaban los ratos libres viendo buenas películas en pantalla grande.
Un día, uno de los colegas decidió dar el paso e irse a vivir con la novia. La habitación quedó vacía, y justo era la más grande. Al principio le echaron de menos y pensaron en proponer convivencia a otro de sus amigos. Pero enseguida vieron la luz: era un lugar perfecto para una plantación. La habitación era enorme y daba a un patio interior amplio y sin muchos vecinos. Si se hacían bien las cosas, nadie tenía por qué enterarse. Se pusieron manos a la obra, y en pocas semanas ya tenían unos cuantos esquejes bien acomodados en sus macetas.
Todo funcionaba a la perfección: en apenas tres meses podrían estar fumando su propia hierba, y se ahorrarían todo lo que se gastaban mensualmente en las asociaciones del barrio, que no era poco. Y si había excedente, se vendería a los amigos a precio de coste, incluyendo el precio de la habitación; un asunto redondo. Pero, como os podréis imaginar, si esta historia se cuenta aquí es porque hubo problemas legales.
Cuando habían pasado dos meses, y sin previo aviso, un día llamaron a la puerta. El más joven de los amigos, que estaba solo en casa, abrió la puerta y se quedó petrificado. Eran cuatro agentes de los Mossos d’Esquadra. Bueno, no iban con uniforme, pero se les identificaba a la legua: entre metro ochenta y metro noventa, de complexión atlética, pelo corto, cara cuadrada, morenos, con chaqueta y mochila oscura, y cara de tenerlo siempre todo controlado. Le hablaron con suavidad y educación, pero le dijeron que querían registrar la casa, que o bien él les permitía el paso o bien vendrían con una orden y sería mucho peor. En concreto, el que era el jefe le dijo: “Queremos descartar que no se esté cometiendo un delito en esta casa”, sin decirle qué delito.
El chaval les dejó entrar, abrumado por la situación, y los Mossos accedieron contentos a la vivienda. Fueron abriendo puertas hasta que encontraron lo que buscaban. Les llevó un rato desmontar la plantación y hacer el recuento: 705 plantas, con una altura de 25 cm, y otras 60 de un metro de altura. Lo pesaron grosso modo en 16 kg de materia vegetal. Se llevaron detenido al ocupante de la vivienda, y posteriormente procesaron a los tres amigos, incluso también al cuarto, que se había ido a vivir con la novia, pero a este le archivaron el caso en instrucción. Los demás declararon que era para su propio consumo, que era un cultivo compartido sin ninguna intención de su venta indiscriminada a terceros.
Sin embargo, el pesaje era elevado; salía una cantidad neta de 4 kg, según unos cálculos, y el juez de instrucción decidió llevarlo juicio. En el acto del juicio, con carácter previo a la práctica de la prueba, el abogado de las defensas solicitó la declaración de nulidad de la entrada y registro, por ser inválido el consentimiento prestado por el acusado. Sostuvo el abogado que el mosso d’esquadra no advirtió al acusado de que la entrada y registro estaban motivados por la existencia de indicios de la comisión de un delito contra la salud pública, tan solo le dijo que querían entrar para ver si se estaba cometiendo un posible delito. Según el abogado, el consentimiento estaba viciado porque no se dio a la persona requerida toda la información relativa al consentimiento que tenía que prestar, por lo que no era un consentimiento informado, y por lo tanto, no había consentimiento.
El juez decidió continuar el acto del juicio y reservarse la decisión para el momento del dictado de la sentencia. Al cabo de unas semanas, los tres amigos recibieron el notición. El juez había aceptado el alegato del abogado, declarando nula la entrada y registro, y por lo tanto, todas las pruebas de cargo, de modo que dictó una sentencia absolutoria. Desde luego, tuvieron mucha suerte por haberles tocado un juez progresista.