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El abogado les explicó con todo detalle en qué tenía que consistir la defensa, lo que significaba el consumo compartido, y que a ellos, los consumidores de ese bote común, no les podía pasar nada, que solo iban como testigos. Se mostraron reacios y desconfiados. 

El caso de este mes me lo contó un compañero, y ocurrió en un punto de la Península que no puedo revelar. Va sobre la amistad, de esa de la buena, de toda la vida. Un muchacho, al que llamaremos Kalil, nombre árabe que significa ‘amigo’, frecuentaba en los últimos tiempos a un grupo de amiguetes con los que habitualmente compartía consumos, en entornos de conciertos y raves, pero también en petit comité, en fiestas privadas de poca gente. 

Un día que tocaba fiesta en casa de uno de estos amigos, Kalil se ofreció para ir a pillar siete gramos para los diez que eran. Él tenía un buen contacto y siempre se encargaba de la cocaína. Un rato antes de ir, uno de los amiguetes le pidió si le podía pillar tres gramos más para él, que se iba unos días con su pareja y unos amigos, y quería llevarse para compartir. Kalil le dijo que sí. 

Hacia la tarde noche contactó con su dealer y fue a buscar la cocaína. Después, antes de ir a casa del colega, se paró en un bar a saludar a un amigo que hacía tiempo que no veía. Charló un rato con él tomándose una cerveza. Al ir a coger de nuevo la moto, le paró la secreta, Policía Nacional. Le registraron y, ¡bingo!, le encontraron los diez gramos en bolsitas separadas, cada uno con su llamativo cierre de color azul clarito sobre fondo blanco. Se lo llevaron detenido. 

Al cabo de dos días declaró ante el juez. Se había podido entrevistar antes con su abogado de confianza. Le contó la verdad, que había pillado para un grupo de gente y que él no se dedicaba a vender. Acordaron que daría esa versión de los hechos, pero sin nombres, ya que Kalil no estaba seguro de que estos colegas fueran a dar la cara por él. Lo dejaron en libertad con cargos, imputado por la comisión de un delito contra la salud púbica en su modalidad de drogas que causan grave daño a la salud, cuya pena mínima, como sabemos, es de tres años. 

Kalil habló con estos colegas, les pidió que se reunieran con él y su abogado. De los diez de la fiesta, solo fueron cuatro, los demás alegaron excusas poco creíbles. El abogado les explicó con todo detalle en qué tenía que consistir la defensa, lo que significaba el consumo compartido, y que a ellos, los consumidores de ese bote común, no les podía pasar nada, que solo iban como testigos. 

Se mostraron reacios y desconfiados. Kalil se enfadó, les dijo que dar la cara era lo mínimo que podían hacer. Uno de los más distantes y fríos fue el que le pidió que le pillara tres gramos solo para él. Fue el primero en levantarse de la reunión e irse. Le dijo que lo sentía, pero que él no quería arriesgarse. Que lo habían pillado, la vida era así, y que él no podía hacer nada. Lo dejaron tirado. Hacía meses que los conocía, se llevaba muy bien con ellos, habían disfrutado de tantas fiestas, conversaciones profundas, risas. Pero ¿qué era la amistad? Pronto lo supo. 

Su abogado le preguntó si no tendría tres o cuatro amigos que pudieran declarar lo mismo que tenían que declarar los compradores reales. Kalil le dijo que no. Lo pensó un poco más y contestó que tenía unos amigos de toda la vida, pero que ahora hacía mucho que no los veía, que cómo iba a pedirles algo así, que además ellos eran de los porros, desde siempre, y pocas veces se metían cocaína, y menos en esas cantidades. 

Quedaron que se lo pensaría, y que le diría algo. No había prisa, el juicio saldría en un año aproximadamente, pero era en la Audiencia Provincial, así que en un escenario que impresionaba un poco; tenía que ser gente con aplomo para mentir en un lugar así. Kalil al final habló con sus amigos, y después de varias conversaciones y dos o tres entrevistas con el abogado, acordaron que sí le echarían una mano. 

De cara al juicio reconstruyeron toda la historia real y la ajustaron al detalle. Cambiaron el hecho de que se iban todo un fin de semana. Uno de los amigos había cumplido por aquellas fechas, y tenía una casa en la montaña. Organizaron toda la historia en torno a esa idea, distribuyendo los papeles y memorizando bien cada situación, para estar a salvo de cualquier pregunta del fiscal. Kalil se jugaba una petición fiscal de tres años y seis meses de cárcel, y ellos, si declaraban mal, podían ser imputados por falso testimonio. Había que hacerlo muy bien. 

En el juicio todo salió perfecto. Un fiscal que tenía la cabeza en otro sitio y que apenas hizo preguntas, una sección de la audiencia provincial que era bastante progresista y unos amigos que declararon tranquilos y confiados, gracias a la extensa preparación que habían hecho con el abogado. La sentencia fue favorable. El tribunal consideró que no había ningún indicio, aparte de la cantidad de sustancia intervenida, de que el acusado la poseyera para su venta a terceros, y que la explicación que había dado, junto con la declaración de los testigos, generaba una duda razonable. Ayudó mucho el hecho de que Kalil tenía un buen trabajo y que compartía un alquiler con su hermana, por lo que no se apreciaba una necesidad de dedicarse al tráfico de drogas. 

No vamos a cerrar con moralina, que cada uno saque sus conclusiones. Tuvieron que contener la alegría unos días, para estar seguros de que el fiscal no recurría. El día que se confirmó la sentencia absolutoria, Kalil y sus amigos, los de verdad, lo celebraron por todo lo alto.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #334

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