Iván “el Mexicano” nació en una ciudad del sur de España y su única relación con el país de Pancho Villa eran los nachos con queso que pedía cuando le entraba el hambre después de tanto fumar porros. Hasta que sucedió lo que voy a contar...
A Iván lo conocí en una de las primeras ferias de cannabis a las que asistí. En aquella época, finales de la década de los noventa, la movida cannábica transcurría en buena medida alrededor de los grow shops, que habían surgido como setas por toda la geografía española. Iván fue uno de tantos fumetas y enamorados de la planta que contrajeron la fiebre de los grow shop, y se decidió a abrir uno en su ciudad, una capital de provincia del sur. Iván quería vivir de la planta, acceder a material de cultivo a precio de coste y relacionarse con todos los cannábicos de la provincia, pero no era muy buen comerciante. Me dijo que estaba en la feria en busca de proveedores, pero no tardé en darme cuenta de que, en realidad, había venido a la capital a pasarse un fin de semana de diversión, asistiendo a conciertos, fumando a lo bruto y probando nuevas variedades, y de paso, ver qué novedades había en la feria para el cultivo. Porque a Iván lo que de verdad le gustaba era la música y cultivar, cultivar colocado, para ser exactos, y tocar la guitarra también colocado. Un par de años después de conocerlo traspasó el grow shop. El negocio no iba mal pero tampoco muy bien, y le quitaba tiempo para las plantas y la música.
Iván era un cultivador de primera y un guitarrista de tercera
Iván era un cultivador de primera y un guitarrista de tercera. Afortunadamente para todos, la guitarra quedó como hobby y escogió el cultivo como profesión. Alquiló una casa grande y se trasladó con un perro llamado Marley, dos gatos, Goma y Tate, y su colección de plantas madre. Montó dos cuartos de floración y una sala de crecimiento. No quería una plantación enorme, solo lo suficiente para fumar él, vender el resto y sacarse un sueldo. Cada sala de floración solo tenía cuatro lámparas HPS de 600 W, pero le daba para vivir bien y poder dedicar muchas horas a ensayar con la guitarra.
Por la mañana cultivaba, se encargaba de regar y abonar las plantas, preparar esquejes, podar, trasplantar, fumigar y cosechar cuando llegaba el momento. Las tardes las pasaba ensayando, solo o con su grupo, que, si no me falla la memoria, se llamaban Rúlalo, y, como podéis imaginar, tocaban ska y reggae, con afición y ganas pero bastante mal. Esta fue su vida durante un par de años; yo me lo encontraba de vez en cuando y charlábamos un rato mientras echábamos un peta de alguna de sus variedades. Un día, en enero del 2002, me contó su nuevo proyecto. Resulta que un mexicano, un tal Ezequiel, se había puesto en contacto con él y le había propuesto un negocio. Contrató a Iván para que se fuera con él a México a montar un gran cultivo de cannabis de interior en una finca.
Contrató a Iván para que se fuera con él a México a montar un gran cultivo de cannabis de interior en una finca
Una enorme camioneta Ford 4x4 con los cristales tintados les esperaba en el aeropuerto. Ezequiel no se separó de él ni un momento y le llevó directamente a ver al patrón. Cuando llegaron a la finca, un enorme rancho cerca de Monterrey con trescientas hectáreas, quinientas cabezas de ganado y medio centenar de caballos, Iván se asustó un poco al ver que dos hombres armados con escopetas guardaban la entrada. Aparcaron y Ezequiel lo condujo al interior de la casa. Allí les esperaba Don Ramiro, era un hombre bajo, de anchos hombros y cuello recio, vestía jeans, camisa blanca y botas vaqueras. Le saludó con un apretón de manos y miró con cierta desaprobación el aspecto hippy de Iván. Se sentaron a hablar frente a una gran ventana, desde la que se veía buena parte de la impresionante finca. Don Ramiro le explicó que él no venía de una familia rica. Había nacido en la sierra, hijo de agricultores pobres, pero había salido adelante y prosperado gracias a su propio esfuerzo. “Fui más osado que otros y por eso me fue bien”, le contó a Iván mientras bebía un Johnny Walker bajo el fresco del aire acondicionado.
“El negocio de la fina (la cocaína) anda muy competitivo, y creo que es bueno diversificar. Cuando empecé, la marihuana era nuestro principal producto, pero los gringos ya no quieren mota mexicana porque prefieren la que ellos cultivan en indoor. Yo quiero empezar a producir mota de interior de calidad en este galpón, y por eso le he traído hasta acá, según me han dicho creo que usted puede ayudarme, Iván. ¿Cuánto tiempo necesita para tenerlo todo listo? Por el dinero no se preocupe, dígame lo que hay que conseguir y hago que se lo traigan”. Hablaba con la seguridad del que no está acostumbrado a que le contradigan, del que organiza, ordena y es obedecido.
El encargo era atractivo: había que organizar un cuarto de cultivo en un enorme almacén, una nave sin ventanas de cuatro cientos metros cuadrados. Iván calculó a ojo que podían montar una sala de floración con unas ciento cincuenta lámparas. Además, necesitaba una buena sala de madres y un sistema de hacer esquejes que le proporcionase no menos de mil esquejes para cada cosecha. Don Ramiro le dio carta blanca a Iván. Durante una semana se dedicó a pensar, diseñar, buscar productos y equipos por internet y, en general, hacerse una idea de cómo iba a organizar el sistema de cultivo.
El clima de la zona obligaba a usar aire acondicionado para mantener las temperaturas controladas, pero, para compensar el calor generado por ciento cincuenta lámparas, necesitaba un aparato capaz de producir 200 kW/h de frío, más de 170.000 frigorías, una barbaridad que consumiría una cantidad ingente de electricidad, que había que sumar a los 90.000 W necesarios para encender las lámparas y no menos de 10.000 W que requerirían el resto de aparatos: ventiladores, extractores, bombas de agua, ozonizadores, etc. Según los cálculos de Iván, para poder cultivar en el galpón como una sola sala y con todas las lámparas encendidas a la vez, serían necesarios unos 130 kW/h de electricidad, es decir, 130.000 W. Aquello era una locura, iba a necesitar prácticamente una línea de alta tensión para el cultivo, ya que la que llegaba a la finca, aunque era relativamente potente, no daba, ni de lejos, para tanto. Preocupado, fue a ver a Don Ramiro para explicarle el problema, pero este no se alteró lo más mínimo: “No se preocupe y déjemelo a mí, yo le hago”. Cuatro días después aparecieron los operarios de la compañía eléctrica y montaron una nueva línea directa hasta la finca capaz de suministrar energía suficiente no solo para el cultivo, si fuese necesario, incluso para una ciudad pequeña. Según le dijo Ezequiel, el jefe de zona de la compañía se había encontrado una camioneta nueva del año en la puerta de su casa, junto a las llaves había una nota firmada por Don Ramiro en la que le solicitaba amablemente lo que necesitaba. “Y el güey mandó a los obreros ese mismo día. En México todo es posible, sobre todo si lo pide el patrón. Lo malo para el pendejo ese es que ahora el patrón ya sabe que lo tiene comprado, y le pedirá más cosas”.
Con el tema de la luz solucionado, Iván hizo una lista del material procurando no olvidarse de nada, ya que casi todo lo tenían que importar de Estados Unidos o de Europa. Compró de todo: lámparas, reflectores, extractores, filtros de carbón, macetas, abonos, estimuladores, boosters, etc. Mientras esperaban la llegada del material acondicionaron el galpón, una cuadrilla de albañiles se encargó de levantar varios muros internos para crear la sala de madres y esquejes, el cuarto de los filtros de agua y los depósitos para el abono. Acababan de terminar los albañiles cuando llegaron las lámparas y el resto del material. Iván se paso las siguientes tres semanas montando primero el sistema de ventilación, un gran conducto que corría a lo largo del galpón por su parte más alta y que captaba el aire caliente que subía de las lámpara y lo llevaba al acondicionador de aire, desde donde, una vez frío, se distribuía de nuevo hacia las plantas. A continuación montaron los reflectores y colgaron las lámparas. Luego fue el turno de las bandejas de cultivo, los filtros de ósmosis inversa y el sistema de riego por goteo con toda la instalación de tuberías desde la sala de depósitos hasta las plantas.
Don Ramiro no se entrometía en el trabajo de Iván, de hecho, casi ni siquiera iba a verlo: mandaba a algún empleado a enterarse de cómo iba todo o le llamaba por teléfono. Cuando por fin acabó el montaje, Iván le pidió a Ezequiel que le llevara a ver al patrón. Llevaba seis semanas en México y ya tenía ganas de regresar, en cuanto Don Ramiro le pagara los veinte mil dólares prometidos cogía el avión y se volvía a España a pasar un verano a todo tren. Pero no iba a ser tan sencillo...