La primera cosecha
A lo largo de las últimas dos décadas he sembrado y cosechado cannabis de todas las formas posibles: en cultivos de interior, exterior, guerrilla o invernadero; con fluorescentes, ledes y lámparas de alta presión; en tierra, hidroponía o aeroponía; con abonos orgánicos o químicos; en primavera, verano, otoño e invierno; a solas o en equipo. Y me ha pasado de todo...
A lo largo de las últimas dos décadas he sembrado y cosechado cannabis de todas las formas posibles: en cultivos de interior, exterior, guerrilla o invernadero; con fluorescentes, ledes y lámparas de alta presión; en tierra, hidroponía o aeroponía; con abonos orgánicos o químicos; en primavera, verano, otoño e invierno; a solas o en equipo. Y me ha pasado de todo...
Hice mi primera plantación de cannabis en 1996 con unas semillas que traje de Ámsterdam una Semana Santa. En realidad, las compré sin tener ni idea de cómo cultivar ni saber nada sobre variedades, pero acerté de lleno: Skunk #1 y Northern Lights #5, de Sensi Seeds. Recuerdo que le pedí consejo al dependiente y este me aseguró que aquellas variedades eran dos clásicos que no me iban a defraudar. Y la verdad es que tenía razón. Tras unos años de consumo esporádico de hachís marroquí había conocido la marihuana en un viaje por América del Norte y Central. La hierba me había abierto los ojos a otra realidad de un modo que el chocolate nunca había logrado. La marihuana me enamoró, aquello sí que eran verdaderos colocones. Recuerdo un pelotazo en México DF con una sativa de Oaxaca realmente triposa. Pasé varias horas tirado en la cama mirando el techo alucinado; las luces y sombras que entraban por la ventana se convertían en una película ante mis ojos. Aquel día nació mi interés por las drogas, la alteración de la conciencia y la contracultura. Mi joven mente colocada solo pensaba: “¿por qué nos mienten?”. La marihuana era maravillosa y lo único que hasta entonces me habían dicho de ella y del resto de las drogas ilegales es que las evitara como a la peste, que me engancharía, destrozaría mi vida y acabaría pinchándome heroína. Si quería ser un hombre de pro debía limitarme al alcohol, al tabaco, al café o a los fármacos, como si por el hecho de ser legales no fueran realmente drogas. Afortunadamente para mí, el cannabis hablaba por sí mismo. Sus efectos me encandilaron, me hacían disfrutar más de la vida, con un porrito todo resultaba mucho más interesante. El consumo reiterado de marihuana se convirtió en un hábito del que sigo disfrutando veinte años después sin que hasta ahora me haya causado ningún problema.
El caso es que a mediados de los años noventa había muy pocos cultivadores de marihuana en España. Salvo que conocieras directamente a uno de ellos, era muy difícil encontrar, y el costo marroquí dominaba absolutamente el mercado. Desde que había vuelto de América no había conseguido hierba y me había tenido que conformar con hachís; pero al volver a fumarla en Ámsterdam recordé por qué me gustaba tanto. Por eso, en cuanto vi semillas a la venta en una tienda las compré y decidí que probaría a plantar en la terraza del piso que compartía con mi novia.
Cuando volví de Ámsterdam compré unos tiestos de barro de unos quince litros, los pinté de colores, los llené con tierra de saco y sembré las semillas tal y como me había explicado el holandés: una por maceta, a un centímetro de profundidad y sin apretar demasiado la tierra. Debo decir que hasta aquel momento nunca había cuidado una planta, ni siquiera un geranio, pero me lo tomé muy en serio. Compré un abono líquido para flores y cada dos riegos le echaba un tapón a la regadera. Preguntaba aquí y allá pero nadie sabía gran cosa. Un argentino que conocí juraba que en su país le echaban gasolina a los cogollos para que colocaran más; otro colega decía que había que enterrarlos después de la cosecha para que fermentaran. Por fin, conseguí un ejemplar de un número especial de la revista Ajoblanco sobre marihuana que incluía un artículo breve y poco detallado sobre el cultivo de cannabis pero que fue mi primera guía de cultivo. Aprendí que las plantas pasaban primero por una fase de crecimiento antes de empezar a florecer. También que solo interesaban las hembras y que había que descubrir el sexo de cada planta y eliminar los machos pero que no se podía saber qué era cada planta hasta que empezaran a florecer. Recuerdo que había una ilustración de las flores femeninas y masculinas que debía ayudar a diferenciar las plantas hembra de las macho, pero yo no acababa de verlo claro. Sabía que lo que se fumaba eran las flores del cannabis, pero cuando miraba las flores de las plantas hembra no me parecían auténticas flores, al contrario que las de las plantas macho, que tenían sus pétalos y se asemejaban a la idea que tenía yo de lo que era una flor. El caso es que no me decidía a cortar los machos por miedo a equivocarme y cortar una hembra. Hasta que un amigo vino a casa un día y resultó que sabía diferenciar machos y hembras. Me explicó que la capa de polvo amarillo que cubría el suelo de mi terraza y que yo barría a diario no era otra cosa que el polen que estaban soltando las flores de las tres plantas macho, que ya eran más altas que yo. Las corté, claro está, pero para entonces todas las flores hembra estaban requetepolinizadas. Pese a ello, seguí cuidándolas y cuando llegó el momento de la cosecha las corté por la base del tallo y las colgué en el marco de una puerta. Todavía seguía cayendo polen. Días después, cuando estaban más o menos secas, corté un cogollo de Northern Lights #5 y lo desmenucé, aparté varias docenas de semillas y mezclé la hierba con un poco de tabaco. Lié un canuto usando como boquilla el extremo del cigarrillo, como hacía con los porros de costo. El sabor era un poco áspero e irritante, pero el aroma a hierba que desprendía aquel porro me olía a gloria. Entre mi novia y yo nos pulimos el porro enseguida. Quince minutos después, nos descojonábamos, tirados en el sofá e incapaces de levantarnos, con un colocón antológico. Recuerdo un momento en que tenía la boca muy seca y mucha sed pero estaba tan colocado que no conseguía ponerme en pie para ir a la cocina a por un vaso de agua. Las siguientes semanas las pasé en un pelotazo casi permanente, aunque descubrí rápidamente que era mejor fumar Skunk #1 por la mañana y dejar la Northern Lights #5 para la noche si quería hacer algo de provecho durante el día. Por supuesto, aquella hierba no era nada del otro mundo según los estándares actuales, pero entonces, y comparada con el hachís, era la bomba.
El año de mi primera cosecha vi en el cine Fargo (1), aquel western de los hermanos Coen donde el sheriff era una mujer embarazada. Mis plantas crecieron escuchando la canción “1979” y “Bullet With Butter y Wings” del disco que sacaron The Smashing Pumpkins (2). Aquel año todavía no estaba a la venta la revista Cáñamo, pero compraba de importación la Rolling Stone americana (3), para estar al día. Estábamos a punto de saber lo que era un correo electrónico, pero faltaban nueve años para que Facebook y Youtube llegaran a nuestras vidas; los amantes de la tecnología se conformaban con un Tamagochi (4), aquella mascota que se alimentaba dándole a un botón. El mejor libro que leí entonces fue la historia oral del punk, "Por favor, Mátame" (5), de Legs McNeil y Gillian McCain. Supongo que todo ello afectó de alguna manera a mi primera plantación.
Hay que tener en cuenta que el hachís que conseguía en aquella época era bastante malo. Recuerdo unos análisis que hicimos en 1999 de muestras de hachís comercial en que el contenido medio en el hachís de segunda, el llamado “apaleao”, era de 0,9% de THC, 0,3% de CBN y 0,7% de CBD. Al tercer porro tu cabeza parecía llena de serrín. El hachís de primera, que llegaba en forma de “bellotas” transportadas en el interior del cuerpo del traficante o culero, por si no había quedado claro dónde las llevaba, era algo más concentrado pero su alto contenido en CBD y CBN provocaba el mismo efecto narcótico y sedante. La hierba de autocultivo, en cambio, era otra cosa. No solo triplicaba como mínimo el contenido en THC del “apaleao”, la casi ausencia de CBD y CBN le otorgaba una psicoactividad diez o veinte veces mayor, casi alucinógena. Aquella primera cosecha nos duró dos o tres meses y, cuando la hierba se acabó, tuvimos que volver a comprar costo marroquí. Acostumbrados a la marihuana ya no fuimos capaces de volver atrás, aquel hachís no nos satisfacía. Decidimos que teníamos que lograr que no se nos acabara la hierba, y para eso había que cosechar mucha más. Aprovechando mi conocimiento del inglés y mi recién estrenada conexión a internet, me dediqué a recopilar e imprimir todo lo que encontraba sobre el cultivo del cannabis. Uno de mis grandes descubrimientos de entonces fue el que aún considero como el mejor libro que se ha escrito sobre el cannabis, Marijuana Botany, obra del mayor experto sobre esta planta, Robert Connell Clarke. Este tratado científico de calidad realizaba un completo retrato del cannabis sin caer en los mitos y los datos no contrastados que tan frecuentes eran en aquella época. Todavía hoy sigue siendo un libro imprescindible para los amantes del cannabis. Descargué todos los libros y manuales sobre cultivo de Ed Rosenthal, Jorge Cervantes y Mel Frank, sin pagar un duro y sin ningún remordimiento, al fin y al cabo, no los podía comprar porque no los vendían en las librerías españolas. En los años siguientes fui comprando algunos de ellos, los que más me habían gustado, en ferias y viajes a Holanda. Con lo que aquellos autores me habían ayudado, era de justicia comprar sus libros.