Aunque la ingenuidad fue probablemente el rasgo más genuino de la movida madrileña –como corresponde a un fenómeno cuyos integrantes más provectos apenas frisaban la treintena–, sus tenaces detractores no han cesado de imputarle los más perversos crímenes: vivir con frescura, entender el trabajo como diversión, dejarse fascinar por la ciudad, la gente, la noche, los bares, la ropa, los conciertos...
A lo largo de su breve existencia, aquel experimento colectivo contemporáneo a la transición democrática española se vio en la necesidad de combatir el escepticismo de la vieja guardia intelectual, la voracidad de los medios de comunicación, la utilización propagandística por parte de las instituciones, la inicial indiferencia y posterior ambición comercializadora del mercado y, por último, su propia iconoclasia. Pero los ochenta no solo fueron los años de la movida. Un puñado de testimonios basta para evocar la riqueza y complejidad de aquella encrucijada histórica.