Pasar al contenido principal

Montaigne, I

Existe una tradición concisa que, partiendo de los autores grecolatinos (Menandro, Epicuro, Terencio, Horacio, Séneca, Juvenal, Plutarco), desemboca en los moralistas del siglo XVII: Quevedo, Descartes, Gracián, La Rochefoucauld, Pascal, Spinoza, La Bruyère, Swift. Sus emisarios –Erasmo, Vives, Bacon, el propio Montaigne (1533-1592)– no son cultivadores de la escritura aforística, sino recopiladores y transmisores de una sabiduría perenne, en la que introducen variaciones: “Encuentro por azar en los buenos autores esos mismos asuntos que intento tratar. Me complace que mis opiniones tengan el honor de coincidir a menudo con las suyas”, observa el inventor del género ensayístico, cuya obra repasamos.

Toda pasión que se puede degustar y digerir es solo mediocre. (I, II)

La naturaleza nos hace ver que las cosas muertas mantienen relaciones disimuladas con la vida: el vino se altera en las bodegas. (I, III) 

Las memorias excelentes suelen ir acompañadas de juicios débiles. (I, IX)

Mil caminos desvían del fin, solo uno conduce a él. (I, IX)

Respecto al don de la elocuencia, unos tienen facilidad y prontitud; otros, nunca dicen nada que no sea premeditado. El tardío sería mejor predicador; el otro, mejor abogado. (I, X)

El azar proporciona la materia, a nosotros toca darle forma. (I, XIV) 

La indigencia se aloja tanto en casa de quienes poseen bienes como en casa de quienes carecen de ellos; y acaso sea menos ingrata cuando está sola que en compañía de riquezas. (I, XIV)

En cuanto plantáis vuestro pensamiento en un montón de dinero, deja de estar a vuestro servicio. Yo hago correr mis gastos al tiempo que mis ingresos. Vivo al día y me contento con poder satisfacer las necesidades ordinarias; para las extraordinarias, ni todas las provisiones del mundo serían suficientes. No tengo miedo de que la hacienda me falte, ni deseo de aumentarla. (I, XIV)

No hay pasión más propicia a trastornar nuestro juicio que el miedo. A nada debe temerse tanto. (I, XVII)

Quien enseñase a los hombres a morir les enseñaría a vivir. (I, XIX)

No se obtiene provecho alguno sin perjuicio para otro, y por ese camino debería condenarse todo tipo de ganancia. (I, XXI)

Hay mucho amor a sí mismo y presunción en estimar las propias opiniones hasta el punto de desbaratar la paz pública e introducir tantos males y corrupción de las costumbres como entrañan las guerras civiles. (I, XXII)

Nada noble se hace sin riesgo. La prudencia es mortal enemiga de las altas empresas.(I, XXIII)

Me inclinaría a decir que, así como las plantas se ahogan por exceso de agua y las lámparas por exceso de aceite, también la mente se ahoga por exceso de estudio. Pero sucede que cuanto más se llena nuestra alma, más se dilata. (I, XXIV)

Algunos tienen clara vista, sin tenerla recta; ven el bien, pero no lo siguen. (I, XXIV)

Suele ocurrir que los sitios de preferencia los ocupan las personas de menor mérito. (I, XXV)

Considerando nuestras guerras intestinas, ¿quién no juzgaría que el mundo se derrumba y tenemos encima el día del juicio final? En presencia de tantas licencias y desórdenes, y de la impunidad de los mismos, diría incluso que nuestras desdichas son blandas. (I, XXV)

El testimonio más seguro de la sabiduría es un constante gozo interior. (I, XXV)

Salvo la cerveza, todo lo demás me resulta indiferente para mi sustento. (I, XXV)

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #323

Te puede interesar...

¿Te ha gustado este artículo y quieres saber más?
Aquí te dejamos una cata selecta de nuestros mejores contenidos relacionados:

Suscríbete a Cáñamo