“Cuando el producto es gratis, el producto eres tú”. Este mantra, a buen seguro mil veces oído en estos últimos tiempos de expansión de las tecnologías digitales, también aparece en El dilema de las redes, el documental de Jeff Orlowski que, desde una plataforma digital como Netflix, nos alerta de la situación de control y manipulación informativa a la que estamos sometidos en el llamado “capitalismo de vigilancia”, término acuñado por la socióloga Shoshana Zuboff en su libro del 2019 The Age of Surveillance Capitalism. El concepto vendría a elaborar la teoría del control social al que estamos sometidos mediante internet y sus distintas herramientas, de la información de nuestro día a día a nuestros datos de consumo e incluso el control de nuestra conducta, y el documental El dilema de las redes ha vuelto a situarlo en el debate público, justo cuando la irrupción de la pandemia y la digitalización de nuestros gestos cotidianos provoca no pocos interrogantes sobre el porvenir que nos espera.
En El dilema de las redes, Orlowski nos presenta a voces autorizadas de la ingeniería informática 2.0: desde Tristan Harris, quien trabajó en Google y que ahora codirige el Centro por la Tecnología Humana, hasta Aza Raskin, cofundador de Asana; Justin Rosenstein, extrabajador de Facebook y cocreador del botón de me gusta de la red social; Tim Kendall, presidente de Pinterest; Anna Lembke, directora del programa de la Sociedad Médica de Adicciones de la Universidad de Stanford, y Jaron Lanier, gurú tecnológico y teórico de la realidad virtual. Todos, con un argumento u otro, vienen a confirmar que, en realidad, las redes sociales se han convertido en escenarios unipersonales diseñados ad hoc para reafirmar nuestra visión y creencias sobre el mundo que nos rodea sin que nada las pueda alterar. En suma, todos dicen que las redes sociales e internet son, básicamente, una gran habitación en la que podemos gritar y escuchar, encantados, el volumen de nuestro eco.
No obstante, las transformaciones que han conducido a nuestro ego y a nuestras vanidades a convertirse en mercancía digital –por las cuales no recibimos rédito alguno– llevan forjándose durante décadas. Esta metamorfosis, que es paralela a los cambios vividos en el salto hacia la sociedad de la información, viene también documentándose en bastantes largometrajes del ámbito, como bien señalan en el libro La paranoia contemporánea. El cine en la sociedad de control, también del 2019.
Aunque la ficción es prolija en esta cuestión, especialmente los trabajos de la ciencia-ficción distópica, los documentales centrados en este asunto van al compás del desarrollo del capitalismo de vigilancia, y seguirlos cronológicamente es entender cómo esas cámaras de videovigilancia camufladas en las esquinas de nuestras ciudades han conseguido meterse en el bolsillo de nuestros tejanos, como si fueran nuestro tesoro más preciado. Hay obras que también documentan la ambición de las empresas tecnológicas por dominar el sector de la información y de los datos, violando toda la legislación previa en relación con la protección de derechos de autor y derechos a la privacidad personal. Hay incluso largometrajes que, según los códigos de las películas de espías, nos recuerdan la hipervigilancia continua en la que vivimos. Todos, en definitiva, explican que el control que antes ejercía un gran ojo sinóptico –que tomaba la forma de dios, el estado o de cualquier institución de control y castigo– son hoy flujos de vigilancia que se simultanean, de muchos a pocos y de unos pocos a muchos, gracias a la consolidación de tecnologías como el vídeo electrónico, la imagen digital, internet, los algoritmos o el big data. Esta es su historia (según el cine documental).
El Gran Hermano es una fiesta
En 1999, Josh Harris era una de las grandes promesas de las denominadas puntocom. Era joven, inteligente, un poco punk y tenía muchísimo dinero. Para celebrar la llegada del nuevo milenio, hizo de un edificio en Brooklyn, Nueva York, una cibercomuna constantemente monitorizada por cámaras donde reinaba la libertad absoluta y el caos: alcohol, drogas, sexo, armas de fuego, euforia e histeria. Ese experimento pionero llamado Quiet finalizó con una redada policial la mañana del 1 de enero de 2000 y le sirvió a Harris para comprobar que, en materia de privacidad, a la gente le daba absolutamente igual siempre y cuando fuera recompensada con sus quince minutos de éxtasis y fama. Tan solo unos meses después, Harris subió a la red su segundo experimento, We Live in Public, la retransmisión vía web 24/7 de su vida personal sin filtros. Obvia decir que esa sobreexposición mediática tampoco acabó demasiado bien, pero con ello Harris abrió una caja de Pandora que define buena parte de lo que somos en la actualidad.
La vida y obras de Harris los relata Ondi Timoner, exempleada del pionero techie, en We Live in Public (2009), una de las primeras películas documentales pensadas para el público generalista en la que se articula la dinámica del binomio vigilancia y espectáculo, y que aborda cómo aquello destinado al ámbito de lo privado iba a convertirse en una ventana social con las tecnologías en red. George Orwell no estaba equivocado: el Gran Hermano era una fiesta.
Sea como fuere, desde la obra de Timoner no son pocos los documentales que han denunciado el abuso de las empresas tecnológicas y la necesidad de limitar el poder de unas corporaciones con demasiada información en sus manos. En el 2010, por situarnos, Facebook anunciaba que alcanzaba los quinientos millones de usuarios; récord que iba acompañado de numerosas reclamaciones a causa de la falta de privacidad de la plataforma, entre otros conflictos nacidos al calor del cada vez más complejo ecosistema tecnológico.
En el 2013 llegan tres documentales que exponen sin cortapisas los abusos de las tecnológicas y el ciberespionaje por parte del estado: We Steal Secrets: The Story of Wikileaks, de Alex Gibney y sobre la organización comandada por Julian Assange; Google y el cerebro mundial, de Ben Lewis y disponible en Filmin, que cuenta el proyecto de digitalización de libros de Google y sus desmanes con los derechos de autor, entre muchas otras polémicas, y Terms and Conditions May Apply, de Cullen Hoback, que explica qué hacen las empresas tecnológicas y los gobiernos con la información que se proporciona al navegar por internet, instalar una aplicación en el móvil o comprar en línea.
Al año siguiente, Laura Poitras estrenaba la controvertida y apasionante Citizenfour (2014), el relato en clave de película de suspense del caso sobre el exanalista y espía de la NSA Edward Snowden, agente arrepentido que comenzó a filtrar documentos secretos sobre los programas de vigilancia ilegales dirigidos por la National Security Agency (NSA) en colaboración con otros organismos de inteligencia. Citizenfour, disponible en Filmin, no solo nos habla de Snowden como el espía espiado, sino que Poitras convertía su cinta sobre el agente en un retrato de la sociedad vigilante del siglo xxi. Por su parte, en Nos vigilan (2015), Werner Boote imita las maneras de Michael Moore para trazar un mapa del control cotidiano, desde las cámaras de videovigilancia que nos siguen en las más triviales situaciones, hasta el control al que nos sometemos desde las redes sociales. También está disponible en Filmin.
Agentes del caos
La tesis que propone El dilema de las redes apunta a que estos canales comunicativos han impulsado y contribuido a crear algoritmos que en vez de acercarnos nos separan como comunidad. El argumento tras la intención de polarizar opiniones es fundamentalmente económico, ya que, cada vez que hacemos clic –un me gusta, un retuit o un comentario respondiendo a un contenido que nos parece ofensivo–, las empresas tecnológicas consiguen engancharnos más a sus sistemas y, con ello, generan más beneficios.
Ya en el 2016, el periodista de la BBC y documentalista de culto Adam Curtis desarrollaba esa idea en HyperNormalisation, un ensayo audiovisual que, a modo de collage de imágenes y música punk, expone cómo la clase política ha ido cediéndole el poder a las grandes corporaciones tecnológicas y denuncia, además, la actual docilidad social vinculándola al espejismo de poder que proporcionan las redes 2.0.
A las puertas de las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos, vale la pena recordar el papel de agentes del caos de las compañías tecnológicas en ese proceso legislativo; un rol más que sospechoso que el cine documental también ha querido retratar.
El año pasado dos documentales intentaban desenmarañar el sucio entramado que rodeó las últimas elecciones americanas, en las que Donald Trump logró convertirse en el 45.º presidente de Estados Unidos. El primero de los trabajos está en Netflilx, se llama El gran hackeo, y es la investigación de Karim Amer y Jehane Noujaim sobre el escándalo de Cambridge Analytica, la empresa experta en el análisis de datos que utilizó la información privada de millones de perfiles de Facebook para influir con procedimientos poco éticos en la campaña presidencial de Trump del 2016 y en la campaña “Leave EU” del Brexit. En Filmin se puede ver Steve Bannon, el gran manipulador, en el que Alison Klayman retrata al experiodista –y uno de los cerebros detrás de las fake news a través de su medio Breitbart News– a lo largo del 2017 y 2018, desde que abandona su trabajo como asesor de Trump hasta su campaña por la organización The Movement, con el fin de promover el populismo de derechas ultranacionalista en Europa.
El último en sumarse a esta denuncia de la connivencia entre tecnológicas y ciertas figuras políticas es Alex Gibney, quien en Agents of Chaos, su última miniserie documental para HBO, codirigida junto a Javier Alberto Botero, también investiga las injerencias de los poderes fácticos rusos en las anteriores elecciones estadounidenses. “Los hackers son gente libre, como los artistas”, se le ve declarar alegremente a Vladimir Putin en el primer episodio del serial. Si hay una próxima temporada de este peligroso triángulo formado por el poder, las tecnológicas junto con sus herramientas de espionaje y los bulos informativos, está por ver.