La historia la escriben siempre los vencedores, también quienes se alzan triunfantes en la lona de boxeo. Es probable que no haya un género cinematográfico tan consagrado a la lucha de la clase trabajadora como el cine sobre el boxeo: golpe a golpe, los protagonistas usan su fuerza bruta y su astucia primitiva, su cuerpo al completo, para superar los demonios de la pobreza (o de otro tipo), recuperar la dignidad perdida y lograr el ansiado ascenso social. Hubo un tiempo en que los puños guiaban la ruta para escapar de la miseria de la calle y el cine estuvo ahí para narrar las historias de estos héroes del lumpen, sus logros y también sus caídas, preguntándole también al perdedor qué se siente en el KO final.
Aunque la saga Rocky es la más famosa de todas las películas de boxeo, el cine ha tenido siempre más simpatías por los perdedores y sus vidas. No hay que desdeñar la extraordinaria fotogenia del loser –las marcas del combate, el orgullo de clase, la rabia como una procesión interna–, mientras que, por su parte, la trayectoria de Balboa fue derivando en una suerte de maratón de combates y triunfos cada vez más caricaturescos y teñidos de ideología, al compás, además, de la inestable situación emocional de Rocky Balboa, un Sylvester Stallone también cada vez más castigado físicamente a medida que crecía en el tiempo la franquicia y que, no obstante, ha logrado redimir al personaje en el doble epílogo formado por Creed (2015), de Ryan Coogler, y Creed II (2018), dirigida por Steven Caple Jr.
Tampoco es casual que el cine y el boxeo fueran de la mano desde los primeros compases del siglo XX. Chaplin, Roscoe “Fatty” Arbuckle y Buster Keaton fueron algunos de los cómicos pioneros en subirse al ring para filmar slapsticks en los tempranos años de la narrativa cinematográfica y desde entonces el boxeo ha tomado en la gran pantalla diversos derroteros, con especial fortuna en el drama y en el noir. Podemos citar clásicos como Combate trucado (1949), de Robert Wise; El ídolo de barro (1949), de Mark Robson; El aire de París (1954), de Marcel Carné con Jean Gabin en el rol de un rudo boxeador; Más dura será la caída (1956), también de Robson y protagonizada por un Humphrey Bogart en mitad de una trama de apaños de combates; o Réquiem por un campeón (1962), de Ralph Nelson y con Anthony Quinn batido a puñetazos por el gran Cassius Clay, en una película que vio una primera versión de la historia en formato radiofónico y una segunda en formato televisivo para la BBC interpretada por el carismático Sean Connery, fallecido el pasado noviembre a los 90 años de edad.
Sin olvidarnos de hitos como Toro salvaje (1980), de Martin Scorsese, biopic del púgil Jake La Motta y uno de los ejemplos más celebrados del cine de boxeo; o Million Dollar Baby (2004), de Clint Eastwood, con Hillary Swank en el rol de una chica sin miedo a los puñetazos en la lona ni a los golpes bajos de la vida; ni dejar de recordar tampoco ejemplos contemporáneos como Redención (2015), de Antoine Fuqua, con Jake Gyllenhaal siguiendo el camino marcado por sus predecesores en el ring cinematográfico, recuperamos dos filmes sui generis sobre boxeo que ahondan en el significado de perder desde dos perspectivas contrarias, pero complementarias.
La ciudad dorada y los sueños truncados de América
“Entre mis películas más recientes, el éxito de Fat City fue una agradable sorpresa”, contaba John Huston en las páginas de Film Comment en 1973. “No esperaba que fuera un éxito comercial; creía mucho en la película, aunque me hubiera gustado que hubiera sido bien recibida por un tipo de público más selecto. Me sentía muy cercano con los personajes de la película, ya que fui boxeador durante un breve tiempo, cuando tenía diecisiete años. Personalmente, admiro a los losers y marginados que salen en la película, el tipo de gente que todavía posee el coraje de seguir recibiendo golpes en la barbilla en la vida y en el ring”.
Fat City, como apuntaba Huston, fue un éxito rotundo cuando se estrenó en 1972: funcionó muy bien en la taquilla estadounidense, concursó en el Festival de Cannes y Susan Tyrrell llegó a ser nominada al Oscar en la categoría de mejor actriz secundaria. Nada mal para una película por la que Huston seguía apostando por un camino alternativo, entre los grandes estudios y su visión personal del relato cinematográfico. El director de El tesoro de Sierra Madre (1948) se había acomodado relativamente bien a las nuevas demandas de la transición entre el viejo y el Nuevo Hollywood –La noche de la iguana (1964) y Reflejos en un ojo dorado (1967) son buenos ejemplos–, probablemente porque con Vidas rebeldes (1961), última película de Clark Gable y Marilyn Monroe, llegó a filmar la extinción del primero. Con todo, la nueva crítica estadounidense nacida al albor de la política de los autores francesa aún no le había dado el visto bueno en tanto que cineasta de renombre.
Sea como fuere, a Huston le fascinaban los boxeadores “que estaban en los peldaños más bajos de una profesión peligrosa”, como recuerda el crítico Derek Malcolm en The Guardian, y a ellos los homenajeó en Fat City, en la que adaptaba la novela de Leonard Gardner y que está disponible en Filmin. La película cuenta la historia de dos tipos, Billy Tully (Stacy Keach), un hombre de 29 años con el peso del tiempo encima tras perder la pelea más importante de su carrera y a su esposa al caer en el alcoholismo; y Ernie (Jeff Bridges), un chaval con talento a quien Billy conoce en el gimnasio, pero cuyo futuro también pende de un hilo. El tercer protagonista del filme es la ciudad en que acontece este encuentro, Stockton, California, que recorremos a través de los gimnasios desvencijados, los bares y los refugios para personas sin hogar de su plano urbanístico; un lugar por el que deambulan aquellos que perdieron el tren del sueño americano: afroamericanos, latinos y blancos ahogados por el alcohol.
En este microcosmos de perdedores, filmado sin concesiones por el director de fotografía Conrad Hall, ni siquiera la práctica del boxeo supone la llave para escapar hacia un lugar mejor. De hecho, pocas victorias en el ring vemos en Fat City, porque a Huston le interesa observar a aquellos que desperdician, por una razón u otra, lo mejor de sus vidas. “Help Me Make it Through the Night”, canta Kris Kristofferson como si fuera un motivo musical a lo largo del filme, y todo se tiñe de melancolía en este inusual drama de boxeo, una película hiperrealista sobre el lado oscuro del Estados Unidos de Richard Nixon.
Cómo ser feliz sin ganar combates
“Olli Mäki acumuló muchos triunfos a lo largo de su carrera, y por eso mucha gente se sorprendió de que yo quisiera hablar de su peor derrota. Pero Olli amaba el boxeo por su belleza como deporte, no porque le fuera a dar la fama. Él solo quería disfrutar boxeando y, curiosamente, cuanto más se acercaba a encajar en la idea que los demás tenían del éxito menos disfrutaba”, contaba el director finlandés Juho Kuosmanen en El Periódico a propósito de su película El día más feliz en la vida de Olli Mäki (2016), biopic del popular púgil nórdico, a quien se le conocía como “el panadero de Kokkola”, que subvierte los códigos de los filmes de boxeo.
En los últimos años, el género del biopic también se ha fijado en los héroes del ring en películas como Ali (2001), de Michael Mann y con Will Smith encarnando a Muhammad Ali; Cinderella Man. El hombre que no se dejó tumbar (2005), de Ron Howard y con Russell Crowe en el papel de Jim Braddock; o The Fighter (2010), de David O. Russell, con Mark Wahlberg como Micky Ward. Con sus particularidades, todos estos biopics persiguen el mismo arco narrativo que nos habla del triunfo social gracias a los triunfos en la lona, con la figura del boxeador como un héroe trágico hecho a sí mismo y modelo de superación moral. De ahí que la película de Kuosmanen sea tan peculiar, ya que su retrato de Olli Mäker recrea la historia real del púgil desde el humor y otros códigos con el fin de abordar la manipulación mediática a la hora de crear estereotipos heroicos desde el deporte. “La gente estaba obsesionada por convertir a Olli en un héroe, y en cambio él estaba seguro de que no tenía opciones de ganar el combate. Se vio en medio de un circo publicitario y se sintió como un impostor, porque la imagen que se proyectaba de él era falsa”, añadía el director finlandés en la misma entrevista.
Así las cosas, El día más feliz en la vida de Olli Mäki, también disponible en la plataforma Filmin, se mueve en unas coordenadas alejadas del género de deportes para centrarse en el protagonista en un momento muy importante de su trayectoria, cuando en el verano de 1962, a punto de disputarse el título de campeón de peso pluma, se enamora de Raija. Con un estilo ágil, tan ligero como su protagonista, y teñido del humor y ternura que practican cineastas independientes como Aki Kaurismäki y Jim Jarmusch, Kuosmanen va filmando a Olli Mäki en su proceso de despreocupación y nos hace partícipes, de una manera divertida, de cómo poco a poco va desligándose del estrés por tener que ganar sí o sí ese combate decisivo. La fotogenia en el biopic de Olli Mäki ya no está en el contexto sórdido al que ha de sobreponerse venciendo ni en la épica del puñetazo decisivo, sino en una figura que, tal y como sucedió en la realidad, ganó mucho más en la vida perdiendo en la lona, y no a la inversa. Las películas de boxeo nos hacen pensar lo contrario, ganar en el ring nos aportará éxito en la vida, pero la lección deportiva que despliega Mäki es justo lo opuesto: del fracaso uno no sale más fuerte, sino más feliz.