El cine ha mentido siempre, y de todas las formas imaginables. A menudo, por pura necesidad argumental. Así argumentaba John Ford por qué en La diligencia (1939) a los indios no se les ocurría disparar a los caballos del susodicho vehículo en la mítica escena de la persecución: si lo hicieran, no habría persecución, matarían a los protagonistas y se acabaría la película. Y en Perdición (1944), Billy Wilder hace que la puerta de un apartamento abra hacia afuera, algo que no pasa en ningún apartamento, para poder generar una escena de suspense. Peccata minuta. Como esos avisos de que Expediente Warren (James Wan, 2013) o Verónica (Paco Plaza, 2017), cumbres del cine de terror sobrenatural, están basados en hechos reales. Pero hay mentiras mucho más dañinas, y exitosas, desde que el cine es cine. No acabaríamos nunca, así que nos conformaremos aquí con unas leves pinceladas sobre algunos títulos y autores especialmente representativos de las más flagrantes e inmorales tipologías de falsedades que inundan las pantallas.
‘El nacimiento de una nación’: Griffith y el Ku Klux Klan
A David Wark Griffith se le considera el padre del montaje cinematográfico. Y a El nacimiento de una nación (1915), su primera obra maestra. Cumbre primitiva del cine épico, es también una lectura ultranacionalista, racista y supremacista del origen de Estados Unidos. Un montaje, efectivamente, en el que se denigra de todas las formas imaginables a los negros y se glorifica descaradamente al Ku Klux Klan, una organización que –como recuerda Mark Cousins en su catedralicia serie documental The story of film: an odyssey (2011)– prácticamente se había extinguido en el último tercio del siglo XIX, y que en 1920, cinco años después del estreno del film que estableció las bases del lenguaje cinematográfico, y también las del más abominable cine de propaganda, volvía a contar con cuatro millones de miembros.
‘Olimpiada’: Riefenstahl, el Tercer Reich y la propaganda
De las enseñanzas de Griffith, no solo con el montaje, son legión los que tomaron nota. Hasta el mismísimo Franco, inspirador de Raza, aquella cumbre del proselitismo fascista que dirigió José Luis Sáenz de Heredia en 1942 basada en una novela del generalísimo en persona. Pero el mérito de Leni Riefenstahl, documentalista favorita de Hitler, fue trasladar la propaganda al cine documental, y hacerlo, además, logrando unas cumbres estéticas al alcance solo de los elegidos. Primero en El triunfo de la voluntad (1935), donde filmó el congreso de Núremberg del partido nazi, y después en la monumental Olimpiada (1938), donde estilizó al extremo a los atletas y las masas de los juegos de Berlín y acomodó los valores olímpicos a los ideales arios. Desde entonces, sabemos que no hace falta recurrir a la ficción para manipular la realidad al gusto, y que el documental también puede ponerse al servicio de cualquier patraña. Sigue haciéndolo, claro. Sin ir más lejos, ahí está, mucho más cerca, y en las antípodas ideológicas, pero también artísticas, de la Riefenstahl, el infatigable Michael Moore.
‘Tierra de audaces’: King y la idealización del criminal
Puestos a rastrear los orígenes de la idealización romántica del criminal en la gran pantalla, podríamos remontarnos mucho más atrás. Ni más ni menos que hasta el primer largometraje de la historia, The story of the Kelly Gang, que en 1906 ya proponía la hagiografía de un bandolero australiano del siglo XIX, Ned Kelly, ladrón y asesino despiadado reconvertido, por obra y gracia de la cultura popular, en héroe del pueblo. Pero Tierra de audaces (Henry King, 1939), sublimación de la figura de Jesse James, es una rotunda cumbre del wéstern, y desde su estreno se convertiría en referencia ineludible de la gran mayoría de los acercamientos cinematográficos, que son legión, a ese y otros fueras de la ley convertidos en working class heroes, se llamen Dillinger, Bonnie y Clyde o El Vaquilla. Ahí siempre subyace una pulsión ideológica, claro, pero también esa otra mentira tan frecuente en la literatura sobre la que advierte Vizinczey, y que se ha trasladado intacta al cine: “La pretensión de que duele más maltratar, torturar o matar a alguien que ser maltratado, torturado o asesinado”. Por ceñirnos a James, si se busca una contramedida en forma de retrato crudo, nada amable, del criminal, se puede encontrar en Sin ley ni esperanza (Philip Kaufman, 1972), aproximación al personaje según los preceptos del descreído y desmitificador nuevo cine americano de los setenta. Claro que Kaufman no es King ni de lejos; no se puede tener todo.
‘El Padrino’: Coppola y la estilización de la mafia
Ni El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972) y sus secuelas, ni tampoco las fundacionales El enemigo público (William A. Wellman, 1931) y Scarface (Howard Haks, 1932), de las que la saga de los Corleone supone una reelaboración en clave operística y shakesperiana, glorifican a las familias mafiosas. Pero, más allá de la pulsión trágica que las recorre, y de la condena final a los personajes y sus acciones, no solo ponen el énfasis, de nuevo, en la psicología del criminal, mucho más interesante e inspiradora, para los autores y para los espectadores, que la de sus víctimas, carne de cañón con vidas infinitamente más banales que la de los criminales bigger than life. Además, han ejercido una perniciosa influencia en gánsteres reales, denunciada, por ejemplo, por Roberto Saviano en Gomorra, o por Íñigo Domínguez en Crónicas de la mafia, donde se recuerda el caso de Salvatore Gravano, un matón de una de las cinco familias que se repartían el cotarro en Nueva York y al que la película de Coppola, de la que empezó a usar líneas de guion, le animó incluso a matar a más gente, porque cuando la vio solo llevaba un asesinato. “La mafia no era exactamente como en El Padrino”, pero a partir de entonces, sí. Les gustaron el fatalismo, la tradición, los valores familiares...”, escribe Domínguez. “Todas las entrevistas y memorias de capos posteriores, porque siguiendo esa línea más exhibicionista en Estados Unidos se ha creado todo un género, explotan ese filón autoexculpatorio”.
‘La guerra de las galaxias’: George Lucas, la teocracia y el perdón del genocida
Se puede ver como una aventura clásica atiborrada de arquetipos, puro entretenimiento banal para devolver al espectador a su infancia durante un par de horas, si se ve la primera entrega, o durante unas cuantas más, si uno opta por zamparse toda la saga, que sigue en expansión. Pero, a poco que se piense en ello, es fácil detectar que La guerra de las galaxias (1977) y sus secuelas, bajo su apariencia de cuento infantil-juvenil y su circense fanfarria de trucajes e hiperbólicas hazañas siderales, incluye un par de mensajes que causan estupor. El primero, la banalización de la teocracia, porque no solo el malvado Imperio es una tiranía de corte religioso, sino que también la derrocada República que los rebeldes luchan por reinstaurar era un sistema supervisado por una estirpe de monjes guerreros, de modo que la lucha del bien contra el mal se equipara al pulso entre dos sectas, los jedi y los sith. El segundo, ese final de la trilogía original en que Darth Vader, que además de ser el villano más fotogénico de la historia del cine, es el mayor genocida de la historia del universo y parte del extranjero, se redime y acaba yendo al cielo de los jedi simplemente porque al final le sale la vena familiar y se sacrifica por salvar la vida de su hijo, que se ve que valía más que la de sus incontables víctimas de todas las especies imaginables.
‘La vida es bella’: Benigni y el Holocausto
Steven Spielberg encajó algunas críticas furibundas, y la mayoría justificadas, por cometer unos cuantos pecados en La lista de Schindler (1993), su acercamiento, con vocación de dramatización definitiva, al Holocausto, que indignó a Claude Lanzmann, autor de Shoah (1985), tal vez la película más relevante sobre ese mismo asunto. Spielberg recurría a trucos propios del melodrama e incluso del cine de suspense en su recreación del programa de exterminio ejecutado por los nazis, y además, se centraba en los salvados, que eran anécdota, frente a los hundidos, que eran categoría. Pero hasta a Spielberg le indignó a su vez La vida es bella (1997), la lacrimógena y beatífica fábula de Roberto Benigni en la que, por obra y gracia de eso que se ha dado en llamar la magia del cine, el judío interpretado por el cómico italiano se paseaba como Pedro por su casa por un campo de exterminio mientras orquestaba una ficción para mantener a su hijo ajeno al horror que le rodeaba. Pocas veces esa advertencia habitual en los créditos de las películas sobre la naturaleza casual de cualquier parecido con la realidad había estado tan justificada. Y pocas veces una triunfadora en los Óscar (se llevó tres, incluidos el de mejor actor y el de mejor película de habla no inglesa) ha sido tan tramposa y tan abyecta.
‘JFK’: Stone y la madre de todas las conspiranoias
Vaya por delante: JFK, caso abierto (1991) es, de largo, la mejor película de Oliver Stone. La más rotunda, la más intensa, la más trepidante. Lección magistral de montaje, JFK es también la película de conspiraciones definitiva. Promocionada en su momento como el film que iba a destapar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre ni más ni menos que el magnicidio de Kennedy, es un elocuente y vertiginoso thriller judicial que no deja una uña sana, más aún si uno asiste a la proyección convencido de estar contemplando el (rutilante) espectáculo del desvelamiento de la verdad. El problema es que es también una inacabable sucesión de patrañas, como quedó claro muy pronto. Tras el estreno, las voces que desautorizaban el supuesto rigor de Stone empezaron a multiplicarse de manera casi inmediata –si uno quiere rastrear las falsedades, puede acudir a la web del politólogo John McAdams, experto en el caso, que recogió una selección de docenas de errores, invenciones y otras trampas detectadas por él y otros investigadores–, y el cineasta acabó por admitir las alegaciones replicando que se trataba de una ficción sobre lo que podría haber pasado, o “una contraficción” opuesta a la ficción que constituía la versión oficial. Mentira cochina, vaya. Eso sí, su impacto, cosas del cine como arma de desestabilización masiva, acabó propiciando que se desclasificaran nuevos documentos sobre el caso.