La vida de William Lindsay Gresham daría por sí sola para una estupenda película con la que abordar los vaivenes históricos del siglo XX, pero del autor de El callejón de las almas perdidas, novela en que se basan tanto la película de 1947 protagonizada por el galán Tyrone Power como la que estrena Guillermo del Toro, nos interesa un dato muy concreto: su perturbadora experiencia en la guerra civil española.
El callejón de las almas perdidas (1946), reeditado este pasado enero en nuestro país por Sajalín Editores, es un noir que bordea el fantástico, que sucede entre freak shows circenses y sesiones de espiritismo de la alta sociedad del Chicago de los años 40; pero la abisal visión de la condición humana de ese libro no se explica sin un encuentro fundamental en aquella contienda. Un encuentro que precipitó una obra que le brindó al escritor el éxito inmediato y, al mismo tiempo, un futuro catastrófico.
“Pasé quince meses en España y jamás disparé un tiro”, recordaba Gresham. El escritor se había afiliado en 1936 al Partido Comunista y, tras la muerte de un amigo en la batalla, cruzó los Pirineos como médico voluntario en la Brigada Lincoln. Allí entabló amistad con otro doctor, antiguo feriante, llamado Clem Faraday, que le habló de los freak shows circenses y, en concreto, sobre la atracción del geek man, en la que un “hombre salvaje” de aspecto exótico arrancaba la cabeza a pollos vivos. Aparte de los detalles de un espectáculo de ese sórdido alcance, Faraday explicaba los tejemanejes para lograr que alguien interpretara un rol tan abyecto. Era más fácil de lo que parecía. Tan solo hacía falta a un alcohólico desesperado y arruinado para hacer el papel: “Tío, uno no se encuentra con un freak. A un freak se le hace”, rememoraba Gresham sobre las palabras de Faraday.
“Pasé quince meses en España y jamás disparé un tiro”, recordaba William Lindsay Gresham. El autor de la novela El callejón de las almas perdidas se había afiliado en 1936 al Partido Comunista y, tras la muerte de un amigo en la batalla, cruzó los Pirineos como médico voluntario en la Brigada Lincoln.
Su libro arranca justamente con la descripción de esa inquietante y humillante atracción de feria. Gresham recuperó esa imagen para construir la historia de El callejón de las almas perdidas tras regresar de la guerra con las manos vacías y la mente quebrada: “Volví a casa con la amargura de una guerra perdida, un ligero ataque de tuberculosis y una larga pesadilla de conflicto neurótico en mi interior”. No hace falta decir que toda esa negrura, a la que se sumó un matrimonio fallido, un intento de suicidio y seis años de psicoanálisis intensivo, se palpa en las páginas de la obra, que sigue el destino de Stan Carlisle en su ascenso de trabajador de feria a mentalista y médium para la alta sociedad de Chicago.
Cuando Tyrone Power quedó asombrado del fatalismo existencial de la novela de Greesham era toda una celebridad en Hollywood. En 1936 había firmado su primer contrato con la Fox y al cabo de un año ya era una de las principales estrellas del estudio, gracias a sus papeles de galán risueño o sus roles en cintas de aventura que requerían de su manejo atlético y no tanto de su retórica. Sin duda, su apuesta por El callejón de las almas perdidas era una jugada a contracorriente. Se trataba de su primera película tras regresar de la Segunda Guerra Mundial.
Darryl F. Zanuck, capo de la 20th Century Fox, odiaba el proyecto. No le hacía ni pizca de gracia que la superestrella que había cincelado con tanto esmero interpretara a un delincuente ambicioso y cínico. Power, por su parte, insistió y logró un gran presupuesto para el filme e incluso a un director de prestigio, Edmund Goulding, responsable de la oscarizada Grand Hotel (1932). Se llegaron a construir escenarios específicos para la película, como la gran feria que ocupa el primer tramo del filme, de unas cuatro hectáreas repletas de atracciones. Sin embargo, apenas promocionó la película de cara a la fecha de estreno ni tampoco a los actores para que figuraran en las listas de aspirantes a premio. Zanuck retiró rápidamente la cinta de circulación y pronto se convirtió en una obra de culto maldita.
Un filme ‘noir’ alejado del canon
A pesar de haber sido realizada bajo las restricciones de censura del Código Hays, El callejón de las almas perdidas es una película especialmente corrosiva, un noir insólito repleto de giros de guion y traiciones que poco a poco van envenenando a todos y cada uno de los personajes. La cinta estuvo en una especie de limbo durante décadas hasta que en 2005 Fox la acabó editando en DVD en Estados Unidos y Eureka en Reino Unido a través de su línea Masters of Cinema. Su nueva vida en el formato doméstico la revalorizó en el canon del cine noir, a pesar de no ser la típica película de cine negro policíaco, protagonizado por detectives y femmes fatales.
No cabe duda de que esa virtud ha sido una de las cualidades que han llevado a Guillermo del Toro a realizar una nueva adaptación de la novela de Gresham. “Lo que entiendo del noir es la crudeza que se desprende del realismo americano”, contaba en la revista británica Little White Lies. Guionizada junto a la crítica e historiadora del cine Kim Morgan, la versión de Del Toro añade detalles de la novela que no habrían pasado la censura en 1947 y expande visualmente los tropos más macabros y sombríos del texto original, pero, como la cinta de Goulding, es una obra sobre la espiral descendente del ser humano, sobre lo bajo que podemos caer.
La producción del filme de Del Toro arrancó antes de la pandemia, en octubre de 2019, y cuenta con Bradley Cooper en el papel que otrora interpretó Tyrone Power y acompañado de Rooney Mara, Toni Colette, Cate Blachett, Willem Dafoe y Ron Perlman. Las críticas han sido, por lo general, templadas, aunque se trata de una de las cintas preferidas en la temporada de premios. Por lo pronto, una versión en blanco y negro titulada Nightmare Alley: Vision in Darkness and Light, ya ha llegado a los cines de Los Ángeles. Veremos si esta versión actualizada de El callejón de las almas perdidas llega más lejos que su antecesora, ignorada durante años por el desprecio de los mandamases de Hollywood.
La vida de William Lindsay Gresham tras el éxito de El callejón de las almas perdidas tampoco fue un camino de rosas. Tras el desencanto político abrazó el fervor cristiano con el mismo furor con el que le daba a la botella. El dinero que le proporcionaron los derechos de la novela se empleó para comprar una amplia casa de catorce habitaciones en Staatsburg, Nueva York, pero los problemas con hacienda acosarían a Gresham y en nada él y su esposa, Joy Davidman, volvieron a tener problemas económicos. “Estamos en la ruina”, declaraba a un periodista que los visitó en Staatsburg en 1948.
En esos años, Gresham escribió un nuevo libro sobre su experiencia como cristiano convertido, pero cuando ese texto llegó a la imprenta su fe estaba decayendo. No así su adicción al alcohol. Llegó a publicar otras obras notables, Limbo Tower (1949), y dos ensayos sobre el mundo de las ferias de atracciones, Monster Midway (1954) y Houdini: The Man Who Walked Through Walls (1959), pero jamás logró la repercusión que obtuvo con su debut literario. A principios de los años 60 fue diagnosticado de cáncer y decidió acabar con su vida en el mismo hotel en el que más de una década antes había escrito su gran obra maestra. Un alma fracasada de la historia recuperada para el siglo XXI.