Desde que Quentin Tarantino hizo público su intención de retirarse del cine, la sensación de que no hay reemplazo en el cine de corte independiente americano ha ido tiñendo de cierta desazón ese escenario cinematográfico.
En realidad, ya hace tiempo que Tarantino dejó de ejercer de paradigma de ese cine indie gestado en el Festival de Sundance. De hecho, Reservoir Dogs (1992), su ópera prima, no llegó a ganar ningún premio en el certamen, pero, aún y así, el cineasta continúa siendo punta de lanza de la Generación Sundance, esto es, aquellos cineastas de los 90 que practicaban ese otro cine que ni tenía que ver con el de autor europeo ni con el pergeñado en los despachos de Hollywood.
Ahora que muchas de las obras que catapultaron a Tarantino, Todd Haynes, Steven Soderbergh o Richard Linklater cumplen treinta años, y que estos cineastas o bien se han instalado en las dinámicas de la industria –Soderbergh estrenó el verano pasado la serie Círculo cerrado (HBO Max) mientras que Haynes y Linklater acaban de presentar en salas las comedias Secretos de un escándalo y Hit Man, respectivamente– o bien están pensando la jubilación, cabe preguntarse dónde está ese espíritu más o menos transgresor y contracultural del cine indie de Estados Unidos. El estreno en salas el próximo 14 de agosto de The Sweet East, de Sean Price Williams, puede darnos algunas claves.
Érase una vez un director de fotografía…
Si tuviéramos que hacer un mapa del nuevo cine indie americano, todas las conexiones acabarían conduciéndonos a un hombre: Sean Price Williams.
Nacido en 1977 en Wilmington, Delaware, Estados Unidos, Price Williams es el director de fotografía de las más destacadas películas independientes de la década pasada y de la presente. Los años de la Gran Recesión fueron un momento clave, ya que para entonces el mumblecore, ese cine independiente que hizo de la fealdad de la primera imagen digital su estilema, se iba desvaneciendo para dar paso a una serie de creadores de la costa este muy particular, caracterizados por unas historias de energía algo caótica desplegada en películas de bajo presupuesto.
Estamos hablando de cineastas como Alex Ross Perry –Listen Up Philip (2014), Queen of Earth (2015) o Her Smell (2019), entre otras–, Nathan Silver –Thirst Street (2017), Between the Temples (2024)– y muy especialmente de los hermanos Benny y Josh Safdie –Go Get Some Rosemary (2009), Heaven Knows What (2014)–. Cronistas de historias urbanas, profundamente neoyorquinas, pobladas por personajes bordeline y narradas con un tono áspero, la manera de filmar de Price Williams parecía encajar a la perfección en las historias de cada uno de ellos, hasta el punto de que su uso del 35 mm se ha convertido en una seña de identidad de estos directores.
Su trabajo como director de fotografía más conocido es Good Time, el thriller de los Safdie con Robert Pattinson que sacudió el Festival de Cannes de 2017 y que puede verse en Netflix. Sobre su método de filmar en esa película, contaba lo siguiente: “Lo único que al principio sabía realmente era que Good Time tenía un presupuesto ajustado y que se iba a rodar con un aspecto cinematográfico en celuloide, pese a que contábamos con muchos actores no profesionales. […] Pero me encanta ver películas rodadas en cine. Es un medio de grabación flexible y versátil con el que se puede crear una estética muy nostálgica o naturalista. Pero también me gusta electrizar la imagen filmada y los colores, sobre todo los fuertes, quedan muy bien en este formato”.
Esa atmósfera urbana, eléctrica, pero claustrofóbica de Good Time y de las obras de Silver y Ross Perry también se palpa en What Doesn’t Float (2023), de Luca Balser, una película de historias cruzadas sobre outsiders neoyorquinos atravesados por el azar caprichoso. Mucho menos conocida que los filmes citados, What Doesn’t Float ha podido verse en algunos de los festivales del circuito español del cine indie, como Americana Film Festival (Barcelona) o Zinebi (Bilbao). Por poner otro ejemplo que también viene con el sello de Price Williams, en la edición 2023 del Festival de Xixón aterrizó Funny Pages (2022), de Owen Kline, que sigue las andanzas de un joven aspirante a dibujante de cómic y que captura, con una autenticidad genuina, el espíritu underground de las cintas independientes de hace años.
Así las cosas, Price Williams debuta como director en The Sweet Eeast, manteniéndose fiel a su trayectoria estética y, sobre todo, a un legado contracultural que pasa por entender el cine como una aventura en la carretera. Sería fácil hablar de esta película como un Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) de la era conspiranoica de las redes sociales, aunque esta road-movie lisérgica bebe también de otras influencias: la Alicia creada por Lewis Carroll en 1865, clásicos como El mago de Oz (Victor Fleming, 1939), y Malas tierras (Terrence Malick, 1973), o cintas recientes como Spring Breakers (Harmony Korine, 2012) y American Honey (2016), de Andrea Arnold.
Como sugiere su título, la película recorre la costa este estadounidense para contarnos el periplo de Lillian (Talia Ryder), una adolescente de viaje de estudios por Washington que, como la Alicia carrolliana, también cae simbólicamente por una madriguera para ir de lado a lado conociendo a personajes imposibles, de supremacistas blancos (Simon Rex), a punks de extrarradio (Earl Cave, hijo del rockero Nick Cave), cineastas indies pretenciosas (Ayo Edebiri, coprotagonista de la serie The Bear) y actores rompecorazones (Jacob Elordi, protagonista de Saltburn y la serie Euforia). Obviamente, todos sirven para que Price Williams vaya articulando una sátira sobre el estado del país, pero la mirada del cineasta sobre sus criaturas no es nada condescendiente. Todo lo contrario, ya que sirve para armar un relato de iniciación metamorfoseado en un retrato surrealista y de tintes antropológicos del actual Estados Unidos.
El tiempo y la comunidad
La caótica y divertidísima energía de The Sweet East contrasta con el tono melancólico y entrañable de las películas de Omnes Films, un jovencísimo colectivo de Los Ángeles, formado por Tyler Taormina, Carson Lund, Jonathan Davies y Michael Basta, que ha comenzado a despuntar gracias al circuito de festivales.
Taormina ya destacó en 2019 con Ham on Rye, su primer largo de ficción, en el que explora los ritos de paso de la adolescencia suburbial americana y muy concretamente el baile de fin de curso. Su mirada sobre esta comunidad, sin embargo, nada tiene que ver con la de las películas de adolescentes generalistas, ya que Ham on Rye, que puede verse en Filmin, por momentos parece como si Richard Linklater y Sofia Coppola visitaran Twin Peaks.
A Taormina le gusta volcarse en los ritos de las comunidades, como también ha demostrado en su última película, Christmas Eve in Miller’s Point (2024), una hechizante visión de la Nochebuena entendida como experiencia, como un lienzo de sensaciones, pero el cineasta angelino no es el único de Omnes Films interesado en esas cuestiones, porque su colega Carson Lund, director de fotografía de ambas cintas, por cierto, también le ha prestado atención en su debut Eephus (2024). La premisa de este largo no puede ser más sencilla, filmar el último partido de béisbol entre dos equipos amateurs el día previo a que el que juegan sea demolido, pero el alcance de la historia es mucho más profundo. Desde que se juntan en el campo hasta que concluyen el partido, bien entrada la noche, los personajes hablan de sus inquietudes, cuentan chistes o repiten todo lo que ese deporte les ha enseñado sobre la vida, enseñándonos así los vínculos de esta pequeña comunidad masculina. Entre los intérpretes, reconocemos a Keith William Richards –Diamantes en bruto (2019), de los Safdie–, Keith Poulson (What Doesn’t Float, Her Smell), o al veterano documentalista Frederick Wiseman como la voz del locutor de radio que nos da la bienvenida a este particular microcosmos americano y notable influencia, junto a Linklater, de esta sobresaliente ópera prima.
De la temporada pasada, por último, vale la pena dos recomendaciones que tanto beben del espíritu independiente como de una referencia tan inesperada como The Goonies (1985), de Richard Donner.
Para empezar, en los créditos de Gasoline Rainbow (2023) la dupla formada por Bill Ross IV y Turner Ross agradecen de manera explícita al clásico ochentero por ejercer de influencia, está claro que nada velada, de esta cinta sobre un grupo de amigos adolescentes decididos a vivir su última aventura para ver por primera vez el océano. Ahí están los Goonies, pero también los amigos de Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1985) y las películas de Gus Van Sant o Harmony Korine.
En Riddle of Fire (2023), Weston Razooli sigue a tres pequeñajos, Alice, Hazel y su hermano pequeño Jodie, motorizados por el bosque cometiendo no pocas tropelías. Su última aventura, conseguir convencer a su madre, enferma en la cama, para que les diga el password de la televisión y así poder jugar a una consola que se acaban de agenciar. Para ello, tendrán que completar la misión de cocinar su tarta de arándanos favorita, aunque ello implique acabar secuestrados por cazadores furtivos, luchar contra una bruja, burlar a un cazador y conocer a una hada. La película fue la sensación del pasado Festival de Sitges y está pendiente su estreno en nuestro país.