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Regreso a Deadwood

Casi 13 años después de aquel no final con el que la HBO bajó el telón en falso de Deadwood –una de las mejores series que ha producido, es decir, una de las mejores series de siempre–, la cadena norteamericana estrena el 31 de mayo un largometraje con el que retoma el hilo de aquel western imprescindible que no se parecía a ningún otro. La HBO pretende cerrar así la historia, una cuenta pendiente y una dolorosa herida abierta en su prestigio. Con ocasión del esperado comeback, repasamos los entresijos de aquella producción que marcó un hito en la historia de la ficción televisiva.

Justo antes de entregar su placa y partir camino de Deadwood para montar una ferretería con su socio Sol Star, el sheriff Seth Bullock (interpretado por Timothy Olyphant) hace frente a un pelotón de linchamiento que acude a buscar al prisionero, un muchacho al que ha capturado por robar caballos y que minutos antes trataba de convencerlo de que le dejara escapar a cambio de llevar a cabo a medias un golpe. Bullock se encara con la turba y, para evitar que los concentrados se tomen la justicia por su mano, cuelga al chico él mismo, de modo que el ahorcamiento sea una ejecución en nombre de la ley. Así, con esa rotunda declaración de intenciones, arrancaba el primer episodio de Deadwood, un embarrado western empeñado en dejar claro, con la misma vehemencia de la que ha hecho santo y seña su alma mater, el guionista David Milch, que no tenía la más mínima intención de parecerse a ningún otro.

De hecho, poco tardaba en constatarse que la voz cantante ni siquiera la iba a llevar Bullock, epítome del pacificador, del hombre de la ley. Ni él ni tampoco el legendario Wild Bill Hickok, convocado en los primeros capítulos. No, el hombre alrededor del cual iba a girar todo era el dueño del Gem, la taberna y el prostíbulo más popular de la localidad, el inquietante, despiadado, volcánico, sardónico, maquiavélico, deslenguado e inolvidable Al Swearengen. Ni más ni menos que uno de los mejores personajes de la televisión de siempre.

Deadwood

La propuesta

Ese primer capítulo se estrenó el 21 de marzo de 2004, dos años después de la comida en la que Milch le vendió su propuesta a Carolyn Strauss y Chris Albrecht, los artífices del gran salto de la HBO que propició el advenimiento de la llamada tercera edad de oro de la televisión. Pero entonces, su idea era un poco diferente: consistía en hacer una serie protagonizada por policías en la Roma de Nerón. Es decir, por centuriones, en una época marcada por el auge del cristianismo. Lo que al guionista le interesaba explorar es cómo, en ese tiempo fundacional, la gente improvisó las estructuras sociales, “cómo se desarrolló la ley a partir del impulso social para minimizar el daño colateral de la venganza”, en palabras de Milch recogidas en The misfit, el retrato que Mark Singer le dedicó en The New Yorker en 2005.

A Strauss y Albrecht les gustó la idea, pero ya tenían proyectado otra serie sobre los orígenes del imperio, Roma, así que le preguntaron si podría adaptar el planteamiento a un western. Milch aceptó. Aprovechó la investigación que ya había hecho para otra serie del oeste que había intentado venderle sin éxito a la NBC y se pasó un año más documentándose. El barro fundacional pasó a emplazarse en Deadwood, la ciudad de las Black Hills de Dakota surgida de un campamento minero y en la que murió Wild Bill tiroteado por la espalda durante una partida de póker. Y la cruz como símbolo y argamasa de la comunidad fue sustituida por ese oro que causó una altísima fiebre. El elemento ordenador ya no sería el cristianismo, sino el capitalismo. Salvaje.

A Milch le interesaba mucho más el período histórico que la forma en que Hollywood lo había representado tradicionalmente, trufado de maniqueísmos y arquetipos, aunque en su vision también regía lo que siempre había sido la marca de agua del género: el conflicto entre la ley del más fuerte y el imperio de la ley. O, por decirlo en términos más caros a Milch: entre el caos y la civilización. Eso sí, como David Chase o David Simon, los artífices de Los Soprano y The Wire, paredes maestras de la catedral que ya entonces estaba levantando la HBO, el showrunner de Deadwood siempre ha sido mucho más afín a los renovadores del Nuevo Hollywood de los setenta que a los clásicos de la era dorada de Hollywood. Así que ni rastro del viejo oeste de John Ford. El suyo iba a ser una prolongación, aún más oscura si cabe, del de Los vividores (Robert Altman, 1971), La puerta del cielo (Michael Cimino, 1980) o Sin perdón (Clint Eastwood, 1992).

Deadwood

El creador

Conviene pararse en el brillante Milch, un narrador superdotado y una fuerza de la naturaleza, pero también un espíritu obsesivo con peligrosas tendencias autodestructivas, un tipo que podría haber protagonizado una de esas series que, como las suyas, sin ir más lejos, exploran a pico y pala y sin anestesia el lado más oscuro del corazón de los hombres más terribles. Hijo de un prestigioso cirujano gastrointestinal del que heredó la afición a las carreras de caballos y la adicción a las apuestas, Milch se graduó cum laude en la universidad de Yale y fue protegido del tres veces ganador del Pulitzer Robert Penn Warren. Novelista frustrado, dio el salto a la televisión de la mano de Steven Bochco, el creador de Canción triste de Hill Street, que en 1982 lo enroló en el equipo de guionistas de la serie. Con su primer libreto, el del primer capítulo de la tercera temporada, que Bochco considera el mejor de todos, ganó un Emmy.

Durante más de una década, Milch ligó su destino al de Bochco, junto al que a mediados de los 90 daría otro salto copernicano con Policías de Nueva York, la serie que acabó de preparar el terreno para la revolución televisiva que luego lideraría la HBO. Pero su talento iba de la mano de un ramillete de adicciones que además del juego incluyó el alcohol y la heroína. Milch, anárquico, torrencial y cuyo comportamiento, a decir de los guionistas que trabajaban para él, podía bascular de lo encantador a lo tiránico sin transiciones que valgan, tensó la cuerda con sus subordinados, pero también con Bochco y la cadena, hasta que alguien dijo basta y le despidieron tras siete temporadas. Cuando le vendió a la HBO aquella serie de romanos que acabaría siendo Deadwood llevaba un par de años en el dique seco y acababa de completar su rehabilitación.

El barro

Deadwood fue una sensación, por su descarnada mirada a ese barro fundacional, por sus sibilinos, afilados y a la par desaforadamente procaces diálogos y por una extraordinaria galería de personajes liderada por ese Al Swearengen tan hijo de perra como el que más pero que, a diferencia de la mayoría, tiene una visión panorámica que le permite manejarse en función de lo que entiende que más le conviene a esa comunidad aún en pañales. Swearengen, asesino implacable cuando se tercia, es el corazón de la ciudad. De la civilización. Y Deadwood habla del altísimo precio, en principios y en sangre, que cuesta forjarla y conservarla. La revolución de la HBO también consistió en servir en las pequeñas pantallas de los hogares que tenían contratada televisión por cable una disección para hacer aflorar a lo vivo la podredumbre impregnada a los  cimientos de la sociedad norteamericana. El alma oscura de Swearengen, como la de Tony Soprano, es el alma oscura de la nación.

Quién sabe, tal vez fuera por eso, porque habría sido demasiado, por lo que se descartó que al personaje lo encarnara el cómico Ed O’Neill, popularísimo por sus 11 temporadas al frente de la sitcom Matrimonio con hijos, y para quien Milch había pensado como primera opción. Acabó asumiendo el papel un británico, Ian McShane, después de que Powers Boothe enfermara poco antes del rodaje del piloto, lo que le impidió filmarlo. McShane, un veteranísimo secundario de 62 años cuyo papel más popular había sido el de Lovejoy, un glamouroso detective anticuario al que había encarnado durante casi una década para la BBC en los 80 y los 90, se haría con el espectáculo desde su primera aparición en pantalla.

Durante tres temporadas que arrancaban en 1876, Deadwood siguió la forja de la ciudad, el devenir de sus desnortados habitantes y el tenso pulso mantenido por Swearengen por una parte con Bullock y por otra por un par de empresarios tan despiadados como él: el propietario del casino de la competencia, Cy Tolliver, el personaje que acabaría interpretando Boothe, y el empresario George Hearst, padre de William Randolph Hearst, un personaje sacado de la vida real, como los propios Swarengen y Bullock, sobre los que, en cualquier caso, hay escasas referencias.

Deadwood

El cierre

Pese a la lluvia de elogios, a sus 28 nominaciones y sus ocho premios Emmy, a que sus ratios de audiencia eran correctas para los estándares de la HBO y a que el comportamiento de Milch fue, reescrituras constantes y cambios de última hora aparte, bastante más civilizado que el mantenido durante los siete años que estuvo al frente de Policías de Nueva York, un conflicto económico entre la cadena y la Paramount, productora de la serie, precipitó su cancelación en 2006 tras una tercera temporada que podría verse con reclinatorio y que había bajado el telón con la marcha de Hearst y todos los cabos por cerrar.

Albrecht ofreció a Milch cerrar la historia con una cuarta temporada más corta, pero el guionista prefirió centrarse en un nuevo proyecto para la HBO, John from Cincinatti, un fracaso que no pasó de su primera temporada. Durante un tiempo, se mantuvo la expectativa de acabar la serie con un par de largometrajes televisivos, pero la idea también acabó siendo desechada.

El epílogo

En 2007, Albrecht fue despedido de la HBO tras ser detenido por agredir a su pareja y desde 2010 es el CEO de la cadena Starz. Milch, que al parecer lo había dejado durante la producción de Deadwood, volvió a jugar. En 2011, volcó sus experiencias como apostador en las carreras de caballos en Luck, una nueva serie de la HBO sobre la que ironizaba diciendo que el proceso de documentación le había costado una fortuna, y que sería cancelada tras la muerte de tres caballos usados en el rodaje. No exageraba. En 2016, The Hollywood Reporter publicó que el guionista había perdido 25 millones de dólares apostando entre 2000 y 2011 y tenía una deuda acumulada de 17 millones. Así constaba en una demanda presentada por su esposa Rita contra dos antiguos asesores comerciales de la pareja por no informarla de la magnitud de las deudas contraídas por su marido.

Controlado por su mujer, que, según esa misma demanda, solo le proporciona 40 dólares por semana para evitar que gaste dinero en las apuestas, Milch, al que cuando se canceló Deadwood acusaron de no tener planeada una conclusión para su narración, acabó llegando a un acuerdo con la HBO para poner un punto final a su inconclusa serie de culto. Primero, volvió a hablarse de dos largometrajes para televisión. Finalmente, se ha filmado solo uno. Repite todo el reparto, menos aquel Boothe destinado a ser Swearengen y que acabó siendo su rival, fallecido en 2017. Dice McShane que, esta vez sí, el relato quedará cerrado, aunque sin descartar que pudiera retomarse en un futuro. A sus 74 años, el compulsivo Milch, igual de torrencial y desbocado como narrador que como apostador, parece que por una vez ha conseguido lo que, a base de despidos y cancelaciones, no lograba desde que, hace ya más de tres décadas, concluyó Canción triste de Hill Street: llegar al final de la historia. A lo que en aquel Hollywood cuyos westerns ha enmendado para siempre llamaban The End.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #257

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