Miércoles 4 de julio
Tengo alergia a los relatos de viajes en parajes exóticos. Ya saben, esas historias de turistas occidentales que se creen aventureros a la captura de la autenticidad oriental: Cuentos chinos llenos de detalles sensoriales donde aparece siempre el perfume de las especias, la pobreza como una forma de riqueza espiritual, una montaña o una playa con catarsis incluida en el ocaso, un paseo en bicicleta, la parsimonia como una alternativa existencial al frenesí urbano, un hachís de color rojo que te funde con el cosmos, un cielo más estrellado de lo que puedas ver aquí o la verdura hervida en su punto exacto de cocción, gracias a que ha sido cocinada en cacharros de barro. La India, Nepal, Tailandia… y Marruecos. Para mí, que nunca había estado, Marruecos era parte de este imaginario de nostalgia edénica y hippie, pero, será por su cercanía con España, me parece la versión más triste de estos paraísos orientalistas.
Así que cuando esta mañana vi que Marcelo, después de un año desaparecido, me había venido a buscar para llevarme a Marruecos, me sentí un poco decepcionada. Habría cambiado su vida en el Amazonas, entre tragos de ayahuasca y visiones de serpientes, pero seguía siendo un cutre.
–Tengo otros vuelos guardados para los dos. Para llegar más lejos o más cerca, según se mire –me dijo con misterio justo cuando el avión despegaba.
Hemos aterrizado con la puesta de sol y ya de noche hemos llegado en taxi a la casa en la que nos quedaremos. Una casa de tres plantas entera para nosotros, en uno de los extremos de la medina de Tánger, con piscina y solárium en la terraza. Acabamos de comer un exquisito tajín de verduras que nos ha traído Fátima, la chica que se encarga de atendernos.
Jueves 5 de julio
Marcelo no ha estado en el Amazonas. El año entero se lo ha pasado por aquí. La lujosa casa en la que estamos es suya, se la compró por 180.000 euros. Cinco veces al día se escucha al almuédano llamar a la oración desde el minarete de una mezquita cercana. En el patio al que dan las habitaciones hay una fuente, el murmullo del agua y la temperatura fresca de la casa proporcionan una sensación de bienestar y de calma muy agradable. Me acabo de levantar. Debo de haber dormido doce horas seguidas. Ayer por la noche todo iba encarrilado al polvo del siglo. Al final fue muy rápido, pero me gustó mucho. Marcelo se retorció al correrse. Fue un gran momento y sentí una gran felicidad de estar de nuevo con él. No fue el polvo del siglo, pero hacía mucho que no sentía tanto amor.
Domingo 8 de julio
Los vuelos a los que se refería Marcelo en el avión eran microdosis de LSD. Una exageración, porque de volar nada. Ayer nos tomamos una y la cosa fue bien, pero nada que ver con alucinaciones. Aunque tengo que decir que, ahora que recuerdo, el día fue muy especial, y no solo porque era el primer día que amanecía con Marcelo después de un año. ¿Sigo enamorada de él? Sí. Aunque me haya costado reconocerlo me siento muy bien a su lado. Hoy he visto con claridad que en la relación que teníamos antes yo estaba a la defensiva, siempre a la espera de ser traicionada o de sufrir una gran decepción.
Hoy al despertar me he abrazado a él durante un rato largo. Un rayo de sol se colaba a través de las cortinas de la habitación tiñéndolo todo de rojo. Ayer me estuvo enseñando Tánger. Me llevaba por la medina y todo era un cuadro en movimiento, con un espectáculo teatral en cada rincón. Marcelo se reía y decía que mi fascinación no era solo por la belleza intrincada y la algarabía de las calles de Tánger, sino también por el efecto sutil de la microdosis.
Comimos pescados y mariscos en un restaurante donde lo saludaban con reverencia y en el bar con jardín donde estuvimos por la noche nos invitaron a todos los zumos que bebimos. Marcelo se ha convertido en un personaje local.
Martes 10 de julio
Hemos pasado el día en las playas cercanas y ha sido una experiencia. Yo iba con mi bikini y en bikini estaban también muchas chicas, según Marcelo, niñas bien de Tánger. Sin embargo, la mayoría de las mujeres estaban cubiertas y se bañaban vestidas con las chilabas con las que van por la calle. He visto algún burkini, pero la mayoría simplemente se bañan con la ropa de calle, incluido el hiyab que les cubre el pelo. Lo que más pena me da es que salen del agua y se sientan en la arena con la ropa mojada. Se tienen que coger unas cistitis espantosas.
Para mi sorpresa los hombres de la playa no miran como en España a las mujeres. No las miran, simplemente. Marcelo dice que el islam les impide mirar a la mujer del prójimo, que otra cosa sería si fuera sola.
Hemos ido en la supermoto de Marcelo, un modelo como de la segunda guerra mundial, estilo Steve McQueen. Qué sensación de libertad ir sin casco y con el pelo al viento. A la vuelta a Marcelo se le ha metido un mosquito en el ojo y hemos tenido que parar.
Jueves 12 de julio
Paul y Jane Bowles, William Burroughs, Allen Ginsberg, Truman Capote, Jean Genet, Tennessee Williams, Juan Goytisolo y yo. “Cualquiera puede pasar aquí unas semanas y escribir un librito”, dijo el también escritor Mohamed Chukri sobre Tánger. Él lo dijo descalificando la superficialidad y el colonialismo de sus amigos extranjeros cuando escribían sobre Marruecos. A mí me sirve de inspiración, no para escribir un librito, no tengo paciencia para escribir tanto, pero sí para escribir estas notas seguramente llenas de impresiones folclóricas. Cada cual hace el viaje a su manera.
El semen de Marcelo sabe a curri. Antes no.
Viernes 13 de julio
Hoy nos hemos despertado y tras el desayuno nos hemos tomado otra microdosis. Marcelo ha cogido el Land Rover –sí, también tiene un todoterreno–, y me ha llevado de paseo por el Rif, por plantaciones de marihuana de los que él llama sus socios.
Hace unos años, algunos aventureros españoles y holandeses aparecieron por las fincas de Chauen. Se hicieron amigos de los productores de hachís y se implicaron en todo el proceso: desde la siembra con semillas feminizadas a la cosecha y elaboración del costo. Los moros de tontos no tienen un pelo, pero las formas de cultivo heredadas de sus antepasados no eran demasiado productivas y las nuevas les hacen ganar al menos cuatro veces más dinero. Marcelo me enseñó una plantación a la antigua usanza, con las plantas sin apenas espacio para crecer, una junto a otra, para que viera comparativamente las mejoras de las nuevas formas importadas. Algunos aún se resisten al progreso, porque eso de plantar menos semillas para cosechar más no les entra en la cabeza, sobre todo cuando tienen que pagar un euro por cada semilla híbrida que plantan. En las fincas a las que fuimos de visita las plantas tenían entre ellas un metro de separación y el riego, de agua enriquecida con algunos fertilizantes, les llega por goteo. Según Marcelo, en las fincas a las que él asesora, en un año han llegado a cosechar seis veces más que antes y con una proporción de THC mucho mayor:
–Cuando llegué, esta gente sembraba tirando las semillas a puñados y secaban las plantas al sol. Y el suelo estaba empobrecido porque al estar en la montaña y no tener árboles, las lluvias se llevaban los pocos nutrientes que quedan. Construimos un sistema de terrazas y perforamos hasta que encontramos agua y, con ayuda del Morse, les enseñamos de nuevo todo el proceso de cultivo. Luego vino Mark, un americano de Colorado, y en un par de semanas les montó un taller de cedazos y planchas para enseñarles las nuevas técnicas de extracción de resinas. Y así es como hacemos el mejor hachís del mundo, pagado a 20 euros el gramo en España y a 50 en Holanda. Todos contentos.
He perdido la cuenta de cuántas fincas hemos visitado. Cada una tendrá como máximo dos hectáreas. Al parecer, Marcelo trabaja con una cooperativa de veinte propietarios, les guía en el proceso y les compra el producto final que coloca en puntos estratégicos de Europa. En una nave oculta entre montañas tienen su cocinita donde elaboran todo el hachís. Al cargo está un tal Mounir, que no para de sonreír con una dentadura reluciente, según Marcelo pagada con los beneficios de la última cosecha.
–Mounir, dile a Clarita lo contentos que estáis conmigo.
–Todos felices menos el abuelo, el abuelo triste porque no tiene kif.
El kif o quife –expresión que según unos significa “felicidad suprema” y según otros simplemente bolsa, por la bolsita en que solía despacharse–, era una mezcla de dos tercios de maría con un tercio de tabaco que fumaban los viejos al atardecer en pequeñas pipas con cazoleta de barro, llamadas sebsi. Era una mezcla suave hecha de las plantas autóctonas del Rif que ahora han desaparecido a favor de variedades híbridas mucho más potentes y productivas. Al abuelo de Mounir no le gusta el colocón de la nueva hierba, demasiado fuerte para sus costumbres.
Me ha dolido enterarme de que el Morse estaba al corriente de la vida en el Rif de Marcelo. Violeta y yo pensando que estaba en el Amazonas limpiando su alma con ayahuasca y el Morse sin decirnos nada. No es que sea un hombre muy hablador, pero podría habernos dicho algo.
Sábado 14 de julio
Las microdosis de LSD son un estimulante mucho más fuerte de lo que pueda parecer cuando se está bajo sus efectos. Ayer pasamos el día entre montañas y al volver no estábamos cansados. Nos bañamos en la piscina de casa viendo el atardecer sobre los tejados de Tánger. Luego cenamos un cuscús delicioso –la microdosis al principio te cierra el estómago, pero después te despierta el entusiasmo tragaldaba–, y cuando llegamos a la cama todavía tuvimos fuerzas para hacer el amor. Y de qué manera. Aún me tiemblan las piernas.
Marcelo encendió velas y me dio un par de caladas de una extracción cannábica hecha por Mounir que sabía a bálsamo de tigre. Me puso a cuatro patas y empezó a lamerme el coño sin prisa. Ahí ya sentí que su lengua se alargaba y se volvía rugosa, de una manera un poco sobrenatural, como una alucinación táctil. Cuando le pedí que por favor me la metiera me pidió que esperase y se puso a lamerme el ano con pasión. Yo sentía un calor intenso y húmedo abriéndose en oleadas por todo el cuerpo. Quise tocarme, pero Marcelo me apartó las manos. Con un pequeño vibrador del tamaño de un mechero se puso a dibujar espirales por mi espalda, antes de introducirlo en mi ano. Yo me puse a llorar, literalmente, rogándole que me metiera su polla sin falta, que me llenara entera, que me hiciera suya.
Me la metió y empecé a correrme como una loca. El estímulo de la microdosis, no me cabe otra explicación, estaba intensificando las sensaciones. Pero no solo mentalmente sino hasta el punto de confundir las impresiones físicas. La polla de Marcelo estaba más grande que nunca, no parecía terminar de entrar ni de salir, y la sentía, en cada una de sus venas inflamadas, de un grosor monumental. Seguí corriéndome durante largo rato hasta que Marcelo se corrió, incluso después continué temblando. Tan extasiada estaba por las sacudidas de placer, que tardé todavía un rato en percatarme de que el consolador seguía vibrando en mi culo.
Martes 17 de julio
Días de playa y amor.
Por las tardes compramos alimentos en los coloridos puestos del Zoco Grande. Ya sé distinguir las aceitunas que más me gustan y los dátiles más sabrosos.
Hoy hemos ido al Cinéma Rif, la cinemateca de Tánger, que está al lado de casa. Hemos visto Vent du nord, una película tunecina del año pasado rodada en el norte de Francia. Como estaba en francés no me he enterado de mucho, pero me ha gustado estar ahí sentada al lado de gente autóctona de la que podría ser amiga. Marcelo dice que a veces hay ciclos de películas en español.
Jueves 19 de julio
Esta tarde me fui sola a pasear. Un error. Me perdí por la Kasbah y cuatro chavales se ofrecieron como guías. Les dije amablemente que no, que vivía en Tánger y no necesitaba que nadie me la enseñase. Que me había perdido a propósito. Se pusieron insistentes y uno incluso me tocó el pelo. Hacía unos días había leído una noticia sobre las violaciones y abusos constantes que soportan las jóvenes marroquís, una situación que empezaba a cambiar a raíz de las protestas. La noticia venía acompañada de un vídeo grabado con un teléfono en el que una chica es derribada por un joven en plena calle y nadie reacciona. Aligeré el paso y ellos también. Hasta que unos metros después, que se me hicieron eternos, el portero de El Morocco Club los espantó. Me refugié en este restaurante hermosísimo y llamé a Marcelo para que viniera a rescatarme. Marcelo llegó con hambre y aunque le pedí que nos fuéramos a casa insistió en cenar. Apenas probé bocado, pero él comió por los dos.
Al salir, en un recodo estaban los cuatro chavales esperando. Marcelo se rio al verlos. “Si son solo niños”, me dijo, “no debes leer las noticias, que luego te emparanoias”. Los chavales, que no eran tan niños, al verme acompañada de Marcelo, esperaron a que pasáramos de largo. Desde lejos se pusieron a gritarme: “Novio feo”, “Amiga, tú lo que necesitas es polla bereber”. Marcelo comentó risueño: “Se ve que les has gustado”.
Al llegar a casa hemos discutido. Le he dicho que es un hijo de puta insensible incapaz de ponerse en el lugar de una mujer. Ya he aprovechado y le he afeado su egoísmo en general, su desaparición durante un año, su falta de compromiso. Una cosa me ha llevado a la otra y al final no sé por qué le he tenido que preguntar qué era yo para él. Riéndose me ha dicho que soy su amiga, su “gran amiga”. Me han entrado ganas de matarle y me he encerrado en el dormitorio a esperar que se me pasara. Acabo de salir y estaba durmiendo plácidamente en el sofá del salón.
Domingo 22 de julio
Desde la discusión del otro día andaba yo inquieta. ¿Creía Marcelo que se podía presentar en mi casa, llevarme de vacaciones y ya está? Quiero decir, ¿después de esto qué sigue? ¿Qué va a pasar cuando el verano se acabe?
Marcelo me ha llevado hoy de paseo en moto por Tánger. Una experiencia que ha acabado en el café Hafa con vistas al mar. Allí le he sacado el tema.
–Marcelo, ¿cómo le describirías lo nuestro a un amigo?
–Como una gran amistad a contramano de las convenciones establecidas. Hacernos novios sería amoldarse a lo que hay y hacer que la magia se acabe.
–Ya. Pero entonces, cuando se acabe el verano y yo tenga que volver a Madrid, ¿qué? ¿Hasta dentro de un año no nos vemos? Yo no quiero esperarte mientras tú haces lo que te da la gana.
–Tú puedes venir a verme siempre que quieras.
–¿Como tu invitada, como tu gran amiga a la que de vez en cuando te follas? Y si un día te meten en la cárcel, ¿esperarás que vaya a verte? Y si me meten a mí, ¿irás a verme o desaparecerás como el de Pimpinela para volver cuando te apetezca?
–No sé, si quieres tenemos hijos y nos dedicamos a traficar en familia.
Así ha seguido la discusión hasta que nos hemos cansado. La falta de pasión de Marcelo con lo que él llama convenciones me confunde. Yo que nunca he pensado en casarme termino queriendo, solo por llevarle la contraria, una boda por la iglesia. Creo que necesito pronto otra microdosis.
Martes 24 de julio
Esta mañana nos desayunamos una microdosis y a Marcelo le entraron ganas de ver la Giralda. Fuimos en el Land Rover hasta un aeródromo clandestino. En realidad, no sé si es clandestino, pero se utiliza como pista de despegue de los cargamentos de hachís que se exportan clandestinamente en avionetas. Los encargados saludaron a Marcelo como si fuera su jefe; él les dijo que hoy no era por trabajo, que se trataba de un vuelo de placer. Nos montamos en una avioneta blanca y despegamos. “Ya verás qué espectáculo”.
–¿Cuándo has aprendido tú a pilotar aviones?
–Cuando tú estabas aprendiendo a montar en bicicleta yo ya sabía pilotar aviones. Hay cosas que no se aprenden, que se saben de nacimiento.
–¿Y supongo que para volar hará falta algún tipo de carnet, no?
–Supongo.
Las microdosis te permiten aceptar cualquier cosa con una naturalidad pasmosa. Son un buen complemento para estar con Marcelo. Lo que ha sido increíble, al margen del estímulo lisérgico, ha sido ver la costa de un lado y de otro del Estrecho, el inquietante mar bajo nuestros pies y sobre todo el parque de Doñana. Las grandes lluvias de este año se notan en el verdor de las marismas que según Marcelo ya por esta época tendrían que estar con cuatro charcos aislados. El verde más impresionante ha sido el de los arrozales de Isla Mayor, un pueblo perdido a treinta kilómetros de Sevilla. Allí hemos aterrizado.
Esta hermosa ruta que hemos hecho es la que sigue el hachís que controla Marcelo, de Ketama a Isla Mayor, donde las naves agrícolas, la red de canales y las pistas de las avionetas fumigadoras para el cultivo de arroz permiten sin gran esfuerzo burlar a la policía.
Junto a la pista había una nave industrial y una pequeña casa en cuya puerta unos hombres conocidos de Marcelo estaban preparando un arroz con cangrejos rojos. Intercambiaron algunas palabras y les dieron las llaves de un Toyota en el que nos hemos venido a Sevilla. No sé si era el hambre, pero creo que la comida de hace un rato ha sido una de las mejores que he comido en mi vida. El restaurante se llama El Disparate y está en La Alameda, un barrio del estilo de Lavapiés, pero menos agobiante.
Después Marcelo me ha traído callejeando. Me ha pedido que cerrase los ojos. Como veía que los abría y me reía, ha entrado en el chino que había en la esquina y ha comprado un pañuelo de flores con el que me ha tapado los ojos. Así hemos caminado los últimos metros, yo de su mano, hasta que me ha metido en un portal. Un ascensor, unos metros de pasillo, una puerta que se abre, una persiana que se eleva, una puerta corredera que se desliza, un escalón que me pide que suba y la sensación de la brisa y, entonces, me ha desanudado el pañuelo y la Giralda. ¡Qué subidón! Estábamos en una terraza a un tiro de piedra de la Giralda y la catedral.
¡Qué hermoso! Y qué calor. Nos hemos desnudado y nos hemos echado agua de una manguera. Resulta que este lujoso piso de dos habitaciones y decoración zen en plena judería sevillana lo tiene alquilado Marcelo desde hace meses. Nos hemos puesto a follar allí debajo del toldo de la terraza, pero a la mitad del polvo hemos desistido. Qué calor. Refugiados en el salón, con la refrigeración puesta, Marcelo se ha quedado dormido y yo me he puesto a escribir.
¡Vaya vacaciones! ¡Y todavía no ha llegado agosto!