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¿Y tú qué prefieres, el docu o el drama?

El estreno de Wormwood, de Errol Morris, nos da pie a repasar cómo el auge del documental está desafiando, y cada vez más poniendo frente al espejo de sus propias limitaciones, a ese cine de ficción, también al alza, que esgrime como carta de autenticidad la etiqueta “basado en hechos reales”. Puede que nunca haya tenido demasiado sentido preguntar aquello de si se prefiere el libro o la película, pero cada vez se antoja más pertinente plantearnos si nos ha gustado más el documental o el drama.

El estreno de Wormwood, de Errol Morris, nos da pie a repasar cómo el auge del documental está desafiando, y cada vez más poniendo frente al espejo de sus propias limitaciones, a ese cine de ficción, también al alza, que esgrime como carta de autenticidad la etiqueta “basado en hechos reales”. Puede que nunca haya tenido demasiado sentido preguntar aquello de si se prefiere el libro o la película, pero cada vez se antoja más pertinente plantearnos si nos ha gustado más el documental o el drama.

En 1966, el aviador Dieter Dengler, alemán emigrado a Estados Unidos, fue derribado en Laos, entregado al Viet Cong y confinado y torturado en un campo de prisioneros en plena jungla, del que finalmente lograría escapar. Treinta años después, Werner Herzog dedicó a la peripecia de Dengler un documental, Little Dieter needs to fly (1996), en el que el propio exmilitar relata la historia, parte de la cual recrea en la selva tailandesa. Herzog acabaría volviendo a ella una década después, esta vez con Christian Bale encarnando al protagonista, en Rescate al amanecer (Rescue dawn, 2006). Si el primer film se apoyaba en la extraordinaria capacidad como narrador del aviador, en la fuerza de la palabra, el segundo era una de esas asfixiantes, viscerales películas de aventuras que el director de Fitzcarraldo solo concibe como recuentos de experiencias extremas que suponen un mano a mano a vida o muerte entre el hombre y una naturaleza hostil.

No es el único caso de un cineasta que aborda el mismo asunto desde una perspectiva dramatizada y otra de no ficción. Cuando el catalán Ventura Durall conoció a Andrés Rabadán, encarcelado por haber matado a su padre con una ballesta a los catorce años, y al que pensaba dedicar un documental, vio que ahí también había material para otro film. El resultado fue el díptico integrado por Las dos vidas de Andrés Rabadán (2008) y El perdón (2009). En la primera, Durall se propuso un acercamiento introspectivo y poético, ferozmente subjetivo, a la compleja personalidad de Rabadán, interpretado por Àlex Brendemühl. La segunda, en cambio, explica en formato documental su terrible historia “desde el punto de vista emocional, el psiquiátrico y el jurídico”, en palabras del director.

Pero más allá de esos ejemplos en los que enfoque documental y dramatizado se complementan mutuamente, cada vez hay más grandes historias reales que acaban siendo contadas en paralelo de las dos formas. Lo hace posible, por un lado, el auge del cine documental, que cada vez con mayor solvencia recurre a técnicas provenientes del cine de género, a la manera en que la literatura de no ficción ha ido adoptando desde los tiempos del nuevo periodismo recursos hasta entonces habituales sobre todo en la novela. El otro factor es el boom del cine de ficción que se dice basado en hechos reales, por más deformados que se presenten los hechos, para aprovechar el prestigio, o el gancho comercial, de “lo real”, así etiquetado. Pese a que hace ya dos décadas que los hermanos Coen trolearon de manera definitiva el concepto al incrustar el dichoso cartelito “basado en hechos reales” al principio de Fargo, sangrienta historia fruto en exclusiva de su invención, solo para preservar la suspensión de incredulidad del público. La cada vez más habitual coincidencia entre la versión documental y la ficcionada o dramatizada de una misma historia, permite comparar, y a menudo es la segunda la que no sale bien parada. Los cineastas de no ficción, progresivamente más hábiles y dúctiles a la hora del storytelling, de poner en escena e hilvanar la historia, están evidenciando las limitaciones de las técnicas más tradicionales y recurrentes del “basado en hechos reales”.

 

Bobby Fischer Against the world
Fotograma de Bobby Fischer Against the world
El caso Fischer
Fotograma de El caso Fischer
Película El gafe
Fotograma de la película El Gafe
Historias de héroes o villanos

Pongamos por caso El caso Fischer (Pawn sacrifice, 2014), en que Edward Zwick aborda el mítico enfrentamiento entre los ajedrecistas Bobby Fischer y Boris Spassky en el campeonato del mundo celebrado en Reikiavik en 1972, que supuso el cénit de la carrera del primero. La película no pasa de ser un funcional biopic, y al acotar su relato a ese episodio, prescinde de buena parte del contexto necesario para entender la compleja personalidad del genio norteamericano, y también de la vertiginosa deriva posterior de su salud mental, lo que trata de suplirse con un truco, como explicaba Leontxo García en un artículo a raíz del estreno: exagerar las excentricidades del genio en un momento en que, en realidad, todavía no se había mostrado tan desequilibrado. Son errores que no comete Bobby Fischer against the world (2011), el exhaustivo documental que Liz Garbus ya había dedicado al personaje, que en su parte central reconstruye con toda la tensión de un thriller aquel clímax islandés, pero también repasa el resto de su trayectoria y aporta numerosas claves para entender la relación entre su genialidad y su locura.

Algo parecido pasa con las películas dedicadas a otro ídolo caído, Lance Armstrong. El a menudo brillante Stephen Frears no pasa del aprobado en El ídolo (The program, 2015), esforzada recreación del gigantesco engaño hilvanado por el ciclista norteamericano y su equipo y su posterior desenmascaramiento, en la que lo que más y mejor se recuerda es la caracterización de Ben Foster como la maquiavélica estrella. De nuevo, el film palidece en comparación tanto con Stop at nothing: The Lance Armstrong Story (2014), el documental de Alex Holmes, como sobre todo frente a la compleja y perturbadora La mentira de Lance Armstrong (The Armstrong lie, 2013), que Alex Gibney levantó sobre las cenizas de otro proyecto: la película con la que el prestigioso documentalista pensaba dar cuenta del come back de Armstrong en el 2009. En plena postproducción, Armstrong es finalmente desenmascarado: la película se transforma en un retrato mucho más oscuro del insaciable ganador fake de siete Tours. Gibney, transparente, cuenta el proceso, que es también el de su toma de conciencia, de su decepción; entrevista al ciclista tras su confesión, y reflexiona sobre los motivos por los que el tramposo pudo engañar durante tanto tiempo a todo el mundo. La conclusión no es nada halagüeña: su mentira, tan lucrativa y al servicio de un relato tan redondo y tan vendible, funcionó porque convenía a todos, o a muchos.

Puestos a ahondar en personalidades complejas y ambivalentes, también Laura Poitras acertó de lleno a la hora de reflejar los motivos y la idiosincrasia de Edward Snowden, el confidente que filtró los documentos clasificados que revelaban que el gobierno norteamericano controla a todo quisque diga lo que diga la Constitución. En la insólita Citizenfour (2014), Poitras filma los encuentros furtivos entre Snowden, el periodista Glenn Greenwald y ella misma en una habitación de hotel en Hong Kong y consigue, a la vez que el making of de uno de los scoops periodísticos del siglo, un tensísimo ejercicio de suspense sin gota de ficción. Frente a semejante documento, el Snowden (2016) de Oliver Stone se queda en un convencional biopic con gotas de thriller y tan discursivo como era de esperar de un film del director de JFK, en el que lo que más destaca, de nuevo, es su actor protagonista, Joseph Gordon-Levitt, en este caso.

El otro gran caso de filtraciones que ha convulsionado el mundo, el de Wikileaks y su alma mater, Julian Assange, también ha sido objeto de un film dramatizado, El quinto poder (The fifth estate, 2013), de Bill Condon, en el que Benedict Cumberbatch se luce como el hacker y activista australiano. Y de la atención de Gibney y Poitras, que le han dedicado sendos documentales con los que, de nuevo, la discreta película de Condon no puede competir ni en intensidad ni en interés ni en malrollismo. En We steal secrets: The story of Wikileaks (2013), Gibney no consiguió el acceso a Assange que sí tuvo a Armstrong, pero escarbó con meticulosidad tanto en su controvertida figura como en la del soldado Bradley Manning, responsable de la mayor filtración de documentos militares de la historia de Estados Unidos, y en la caza de que fueron objeto ambos por parte de la Administración norteamericana, además de incorporar suculentas filmaciones de la cotidianeidad del fundador de Wikileaks justo antes y después de la filtración de documentos sobre la guerra de Afganistán. Poitras sí consiguió incrustarse en la organización de Assange. Lo cuenta en Risk (2016), y también su desencanto cuando, como le pasó a Gibney con Armstrong, palpó el lado oscuro del personaje. La cineasta muestra un Assange físicamente recluido, sí, pero también encerrado en sí mismo y rodeado de una corte de seguidores que a menudo resulta indistinguible de una secta.

Little Dieter needs to fly
Fotograma de Little Dieter needs to fly
El ídolo
El ídolo
Película Rescate al amanecer
Película Rescate al amanecer
Stop at nothing: The Lance Armstrong Story
Documental Stop at nothing: The Lance Armstrong Story
Crónicas negras

La superioridad del abordaje documental también se constata en el terreno del true crime, es decir, de la no ficción dedicada a casos extraídos de las páginas de la crónica negra. Como con los asesinatos de tres niños en los bosques de West Memphis por los que fueron condenados injustamente tres jóvenes de la localidad como consecuencia de una terrible cadena de prejuicios sociales, negligencias policiales y errores judiciales. Joe Berlinger y Bruce Sinofsky dedicaron al asunto tres películas que en conjunto constituyen un hito del subgénero: Paradise lost: The child murders at Robin Hood Hills (1996), Paradise lost 2: Revelations (2000) y Paradise lost 3: Purgatory. Y Amy Berg, apadrinada por Peter Jackson, recogería en la también apasionante West of Memphis el proceso que permitió a los condenados conseguir su excarcelación –que no su exoneración–, financiado por el propio Jackson. Sin embargo, y frente a la vivacidad de esos acercamientos, con los mismos mimbres y un reparto encabezado por Colin Firth, Atom Egoyan y sus guionistas Scott Derrickson y Paul Harris Boardman, solo fueron capaces de conseguir en Condenados (Devil’s Knot, 2013) un aburrido formulario thriller judicial. Por comparación, los atrevidos abordajes de la no ficción, con los cineastas asumiendo un rol activo en la historia, ponen frente al espejo y sacan los colores a las viejas fórmulas de manual de guionista.

Hay casos especiales en los que esto queda aún más claro. El que más, el de Andrew Jarecki y Robert Durst, el millonario cuya esposa desapareció sin dejar rastro en 1982, cuya antigua amiga Susan Berman fue asesinada en el 2000 y cuyo vecino Morris Black apareció descuartizado en el 2001. Durst había admitido haber matado a Black en defensa propia, y había salido indemne. De la muerte de su mujer, siempre fue el principal sospechoso, y también se le había relacionado con la de su amiga, pero nunca se había podido probar nada. Jarecki, autor de Capturing the Friedmans (2003), otra cima del true crime, se pasó al drama con actores y con los nombres de los protagonistas cambiados para contar la macabra historia sin problemas legales en Todas las cosas buenas (All good things, 2010), en la que Ryan Gosling encarna a un trasunto de Durst al que no se muestra cometiendo ningún crimen pero del que se da por hecha todo el tiempo su culpabilidad. Cuando el millonario vio la película, contactó con el director para explicarle su versión de los hechos, de manera que Jarecki volvió sobre la misma historia, esta vez sí en clave documental, con las charlas con el sospechoso como hilo conductor y la voluntad de desenmascararlo como motor, en la controvertida El gafe (The jinx, 2015), que la HBO emitió en seis partes. Lo consiguió: al final de la serie, Durst, haciendo un soliloquio en el baño sin recordar que aún lleva puesto un micrófono, remata: “¿Que qué demonios hice? Matarlos a todos, claro”. Lo detuvieron en la víspera de la emisión del último capítulo. El gafe está infestada de trampas, pero, con semejante intrahistoria, resulta infinitamente más apasionante que cualquier reconstrucción ficcionada.

 

Snowden
Película Snowden
Citizenfour
Documental Citizenfour
We steal secrets: The story of Wikileaks
Documental We steal secrets: The story of Wikileaks
El quinto poder
Película El quinto poder
Ficciones a la altura

Aunque no siempre el abordaje dramático fracasa, por supuesto. En el 2008, James Marsh ganó el Óscar al mejor largometraje documental con la eficacísima Man on wire, donde explicaba con el tempo de un emocionante film de suspense la increíble historia de Philippe Petit, funambulista que en 1974 logró cruzar sobre la cuerda floja el espacio que separaba las Torres Gemelas, aún en construcción. Y en el 2015, Robert Zemeckis se atrevía a recrear la historia en clave de comedia de aventuras en El desafío (The walk), que arranca con una recreación fabricada sobre el molde de las grabaciones reales de las acrobacias de Petit en su juventud en las calles de París, vistas en el film de Marsh. Después, para distanciarse de su precedente, Zemeckis opta por dar el tono de una divertida película sesentera de robos de guante blanco, y por explorar un territorio fuera del alcance de la no ficción: la espectacularización del paseo entre las torres, una secuencia de diecisiete minutos convertida gracias al 3D en una vertiginosa, hiperrealista experiencia sensorial.

También ganó el Óscar O.J.: Made in America (2016), torrencial no va más de la no ficción cinematográfica y sus técnicas narrativas en realidad comercializado en televisión como una serie de siete horas y media y que, con el epicentro en el juicio a O.J. Simpson, acusado del asesinato de su mujer y un amigo de esta, propone un monumental fresco que abarca tres décadas y escruta el lado oscuro de la sociedad norteamericana y algunas de sus instituciones a partir de una cantidad abrumadora de material de archivo y de entrevistas que, cruzadas, hacen aflorar también las torpezas y el cinismo de unos y otros, que hicieron posible que, frente a la montaña de pruebas en contra, Simpson acabara absuelto.

Centrando más el foco en el caso criminal y el desarrollo del juicio, la primera temporada de la serie de Ryan Murphy American Crime Story, subtitulada El pueblo contra O.J. Simpson (2016) y estrenada de forma casi simultánea, aguanta la comparación gracias a un puntilloso guion que hace de esta modélica dramatización del asunto una refutación hiriente y precisa del ingenuismo con que Doce hombres sin piedad idealizaba la institución del jurado y cantaba las virtudes del sistema penal norteamericano. No, no siempre el abordaje dramático fracasa, pero, por si acaso, Sam Mendes renunció a su plan para llevar al cine El motel del voyeur, el polémico último libro de Gay Talese, cuando se enteró de que los documentalistas Myles Kane y Josh Koury habían filmado todo el proceso de elaboración del libro y preparaban su propia película, Voyeur (2017).

O.J.: Made in America
Película O.J.: Made in America
Docudrama con fundamentos

La última palabra en este pulso entre narrativas ficcionales y documentales corresponde a Errol Morris, que ha tirado por el camino de en medio y ha optado por dinamitar normas no escritas y combinar ambas en Wormwood, estrenada en diciembre en Netflix y en la que se narra el caso de Frank Olson, un científico que trabajaba para el gobierno y que falleció en extrañas circunstancias en 1953 tras ser usado como conejillo de indias en un experimento con LSD enmarcado en el programa MK Ultra de control mental de la CIA. Morris recurre a imágenes de archivo y entrevistas, y sitúa como eje de los seis capítulos la conversación con un hijo del fallecido que nunca creyó la versión oficial y ha dedicado medio siglo a buscar la verdad. Pero alterna el relato con la reconstrucción con actores de los últimos días de Olson.

Morris había sido pionero a la hora de introducir las recreaciones de hechos en el cine documental. Lo hizo en 1988 en The thin blue line, pieza fundacional del true crime, como un método para contraponer pruebas o testimonios contradictorios. Después, la técnica se extendió y degradó, rebajada a trillado comodín para añadir morbo y compensar la falta de imágenes disponibles, y a menudo ejecutada con técnicas de puesta en escena de segunda fila. En Wormwood, sin embargo, la mitad de las cuatro horas de metraje ha sido dramatizada como si se tratara de cualquier película de primer nivel, y con una función narrativa muy precisa: en un relato en que no está claro qué es real y qué no, en una investigación que trata de desenmarañar una oscura historia preñada de secretos, los fragmentos de drama se circunscriben, salvo en una parte final más especulativa, a una versión oficial que se antoja mucho menos verosímil que las teorías conspirativas que el hijo hilvana frente a la cámara de Morris. Es un uso tan específico de la hibridación ficción-no ficción que no está claro que pueda generalizarse sin desnaturalizarse, como ya pasó con las reconstrucciones de The thin blue line. Pero ahí queda.

Película American Crime Story
Película American Crime Story

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #242

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