'El origen de la fusión del flamenco fue la psicodelia"
Si esto fuera Estados Unidos, el chalet de Ricardo en Umbrete sería un centro de peregrinación. Los apasionados de la fusión flamenca se acercarían al lugar y, conteniendo la respiración, pisarían arrobados el suelo que pisaron Camarón, Lole y Manuel, los Pata Negra o Kiko Veneno, en la época más inspirada de sus vidas creativas.
Si esto fuera Estados Unidos, el chalet de Ricardo en Umbrete sería un centro de peregrinación. Los apasionados de la fusión flamenca se acercarían al lugar y, conteniendo la respiración, pisarían arrobados el suelo que pisaron Camarón, Lole y Manuel, los Pata Negra o Kiko Veneno, en la época más inspirada de sus vidas creativas.
No estamos en Umbrete sino en la segunda planta de su casa de Sevilla, rodeados de cientos de cintas de grabación: la memoria oral del flamenco tiene aquí su tesoro conservado por Pachón en una continua migración de soportes, en una carrera infatigable contra la obsolescencia, como era de esperar, sin apoyo de las administraciones ni de los políticos de turno. Tiene su gracia que el artífice principal de la fusión del flamenco con el rock, el hombre que puso el flamenco a tripear y lo registró en discos memorables, sea a su vez el guardián del archivo más completo del flamenco histórico: casi mil horas que abarcan desde discos de pizarra de 1910 hasta las fiestas gitanas del mítico Diego del Gastor, por no hablar de todo lo que grabó en los setenta con su Nagra de un millón de pesetas –“lo que valía entonces un piso”– y su videocámara.
Pachón recibe en zapatillas y cuando, antes de empezar la entrevista, me ve liarme un porro de hierba me pregunta si la fumo sola o con tabaco. “Yo tengo ahí marihuana de Lebrija, pero le he cogido miedo”. “¿Por qué?, ¿porque ahora es muy potente?”, le pregunto. Y me cuenta que no, que ha tenido “un episodio cardiológico” y que “como la hierba baja la tensión pone al corazón a funcionar más rápido…”. Pero la curiosidad le puede: “A ver que la vea. Yo he plantado hierba durante cuarenta años. Huele muy bien”. Y seguimos comentando lo fuertes que son las variedades de hoy en día. “Demasiado ya. Yo me traje de Ámsterdam una que se llamaba Amnesia: ¡hijaputa!”. Y entonces relata una anécdota grabando en Málaga con Kiko Veneno. “Al Kiko no le gustaba la hierba, y fumó de una que nos dieron y se descentró: ‘Esto no coloca, esto descoloca’, decía, ‘dadme un porro de hachís que yo con esto no puedo’. A mí en cambio me encanta la hierba, para mí es la mejor droga”. Hace poco Ricardo se ha hecho de una asociación cannábica, y aunque asegura que fumar no va a volver a fumar, está estudiando la manera: “En unos días me van a traer de Marruecos unos pasteles de majoun; a ver si así…”.
El hachís y el LSD se entrecruzan en los relatos de Pachón como aliados mágicos que ensanchan el campo de lo posible en el flamenco, en el rock y en la vida. Cuando pienso en qué es un productor me acuerdo de él en la grabación del disco de Veneno. Fueron dos días. El primero, una locura descontrolada donde músicos y allegados invadieron los estudios de Audiofilm a lo salvaje, abriendo, por ejemplo, una sandía monumental y chorreante sobre la tapa del piano de cola. El segundo fue una locura creativa propiciada por LSD y registrada (¡documento fundamental en la historia de las drogas!) en aquel disco cuya portada era una postura de hachís con el nombre del grupo, Veneno, marcado a fuego. Como el primer día no se había grabado nada, el segundo, Pachón pidió que solo estuviesen los músicos. Una vez solos, como la cosa tampoco fluía, Ricardo invocó a los espíritus psiquedélicos: se sacó de la cartera dos tripis y los diluyó en un té con el que todos, a cucharitas, se consagraron. Un viaje de doce horas en el que cada uno dio lo mejor de sí. Una muestra irrefutable de, y son palabras de Pachón, “la productividad lisérgica”. “El disco de la pildorilla”, lo llamaba el Bizco Eléctrico, a la sazón palmero de aquel grupo de personajes impares conducidos por el productor druida. ¿Qué habría sido de Kiko Veneno, de Pata Negra, de Silvio, de Tabletom, de Diego Carrasco, de Lole y Manuel si no se llegan a cruzar con Ricardo Pachón? Acostumbrados como estamos a la idea del genio artístico en su torre de marfil, olvidamos a menudo la importancia de figuras como la suya. Sin él la historia hubiera sido otra, y muchos de los nombres que he citado no nos sonarían de nada.
“La vida de un productor flamenco es para escribirla”, me dice en un momento de la entrevista, y tiene mucha razón. Mientras decide o no redactar sus memorias, aquí va un pedazo de esa vida, de lo mucho que ha vivido.
El abogado en Triana
Nació en 1937, en plena guerra, cuando ya Sevilla era zona nacional en manos de los sublevados. Su padre era un abogado internacionalista que quiso ser diplomático y trabajó para el Socorro Rojo. A punto estuvo Ricardo de quedarse huérfano: más de una vez los falangistas sacaron de madrugada a su padre para darle el paseo, devolviéndolo después a casa, con el susto en el cuerpo. Durante la posguerra, tras unos años sin que le reconocieran las oposiciones a Diputación que había aprobado en la República, acabaron por reintegrar a su padre como funcionario. Los líos de aquella época. Ricardo era muy niño entonces y no recuerda ni el miedo ni las privaciones de aquellos años duros. Un día encontró en casa de su abuela una guitarra de su bisabuelo y empezó a rascarla. Lo primero que aprendió fue flamenco, y con quince años ya tocaba en un grupo: “Todo muy amateur”. Con diecisiete empieza Derecho y durante toda la carrera, como secretario de las Juventudes Musicales, se dedicó a organizar conciertos de música clásica interpretada por pianistas y violinistas venidos de Ámsterdam, París y Berlín que habían sido premiados por sus respectivos conservatorios con una gira europea. Todos los jueves las Juventudes Musicales presentaban un disco: “Apagábamos las luces y que la gente escuchara. Y había gente para eso”, recuerda Pachón riéndose.
Sin embargo, el hecho más trascendental de su juventud, y tal vez de su vida entera, fue que su familia se mudara a Los Remedios: “Tenía diecisiete años y lógicamente entré en contacto con la interioridad de Triana”. “El mundo de los gitanos sedentarios, los gitanos caseros que llaman ellos, es muy abierto; te diría incluso que más que el de los gachés. Yo empecé a caminar por Pagés del Corro, una calle en la que había por lo menos treinta corrales de vecinos, en cada uno de los cuales vivían a lo mejor diez, quince o veinte familias. La mayoría gitanos, pero no solo: la convivencia con los trianeros no gitanos era perfecta; casi todos los gachés que vivían en corrales trianeros se pegaban sus patás por bulerías o cantaban. La acogida que me dieron a mí fue sensacional. Primero porque había muy pocos guitarristas en Triana. Yo iba con mi guitarrilla, y ya me hice un poquito imprescindible para la fiesta. Me llamaban “el abogado”. Y así empecé a conocer humanamente a la gitanería de Triana y, la verdad, es que me enamoré de su forma de vida”.
Una forma de vida que te atrajo, según has contado en alguna entrevista, por el valor que le dan al presente y el olvido del futuro.
Para que te orientes un poco, la gente que estudiaba en la universidad en aquella época era la burguesía sevillana. Los domingos se ponían el trajecito y la corbata y se iban a pasear por la avenida de la Constitución, que entonces se llamaba Queipo de Llano. Allí se establecían los contactos entre los chavales y las chavalas; contactos visuales. No veas el día que te rozaba la mano una... Recuerdo también que en aquella época en toda la avenida había unos pósteres enormes de una pareja bailando agarrados, y al tipo le salía por debajo de la capa un rabo. “Bailar es pecado”, ponía en aquellos carteles. Y el cardenal que había entonces prohibió el baile “al agarrao”. Entonces no se podía bailar y la única formar de trincar un poco era en la feria: como las sevillanas son tres por cuatro, como el vals, pues lo que hacíamos era bailar las sevillanas “al agarrao”.
Y Triana era una isla de libertad...
Claro. Era una gente que vivía con muy poco, que era muy solidaria. Hoy por ti, mañana por mí. Pese a la escasez no estaban amargados, estaban más bien alegres y celebraban cualquier cosa. Cualquier cosa era motivo para reunirse. El catering, por así decirlo, era vino blanco peleón, aceitunas y pan. No había más, pero eso era suficiente para que se produjera una fiesta impresionante. Y una alegría que duraba horas y horas. Para mí fue una revelación.
‘Triana pura y pura’
En el 2013 Ricardo dirigió un documental donde se contaba la expulsión de la gitanería de Triana de la que fue testigo a principios de los sesenta. Triana pura y pura fue nominada al Grammy Latino al Mejor Vídeo Musical Versión Larga, pero es importante sobre todo porque rescata del olvido un episodio vergonzoso. “Cuando empezó el boom urbanístico, aquellos corrales de vecinos con esos solares maravillosos al lado del río se volvieron muy apetecibles, y dijeron ‘a esta gente hay que echarlos de aquí’. Fue dramático: derribaron las casas con excavadoras, montaron a las familias en camiones y las desperdigaron por toda Sevilla. Después de un periplo inhumano, los metieron en el Polígono Sur, en casitas bajas de uralita que en verano eran como hornos crematorios. Luego los llevaron a bloques de nueve plantas; algo totalmente contrario a la idiosincrasia del gitano. Una gente que estaba acostumbrada a vivir en libertad, en solidaridad y en alegría… La gitanería estaba totalmente integrada en Triana, aunque a los políticos les molestaba que hubiese allí una reserva india. Se inventaron la teoría de que dispersándolos se iban a integrar más pronto y fue al revés, mientras más los dispersaban más se cerraban, más se valoraban como etnia, y menos se integraban.
Además del drama humano, ¿qué significó para el flamenco aquella expulsión?
Se acabó con el flamenco de Triana. Quedaron familias aisladas en distintos sitios; se convirtieron en artistas individuales que actuaban en teatros y en festivales, pero esa fiesta, esa comunidad de arte que era el patio de vecinos, desapareció por completo. Me contaba Raimundo el otro día que cuando llegaba la Navidad en Las Tres Mil Viviendas hacían unas hogueras enormes y se reunían alrededor de la candela los antiguos gitanos de Triana que estaban allí en el exilio. Raimundo decía que eso era lo más parecido que había a la fiesta de los patios pero, claro, cuando se acababa la candela, cada uno para su piso.
Hasta nueva orden
A la fascinación por el mundo gitano Pachón añade a su figura de sevillano impar el haber viajado cuando casi nadie lo hacía. “Estar fuera de aquella España tétrica era abrir la mente y sentir la libertad: no estaba esa connotación religiosa y moral que había aquí para todo”. Se doctora en Derecho en la Universidad Internacional de Nancy, donde aprende francés y convive con estudiantes de toda Europa. Luego pasa un año en Londres aprendiendo inglés. “Mi padre tenía la ilusión de que yo fuese diplomático, lo que él no pudo ser por la guerra. Lo que no sabía es que yo era una persona muy poco diplomática. Hubiera sido un desastre como diplomático”. Sin embargo, como su padre, se hizo abogado y opositó para funcionario de la Diputación de Sevilla: “Sí, pero yo he compartido mi vida más con la etnia gitana. El otro día estuve en una comida de mi promoción del colegio de abogados, esas cosas que hacen a los cincuenta años que son horribles, y de pronto me encontré con una serie de señores encantadores, pero con los que yo no tenía nada que ver. Como me interesé por la producción discográfica, eso me permitió estar todo el tiempo con los Pata Negra, con Camarón, con Manuel; esos eran mis amigos y mi mundo”.
Sin embargo, siempre has mantenido un equilibrio entre el mundo gitano y el de los gachés. Porque pones el acento en tu vida gitana, pero en ningún momento dejaste tu puesto en la Diputación. ¿Qué recuerdas ahora que estás jubilado de aquel trabajo?
Nunca tendré palabras de agradecimiento para una gente que tuvieron que hacer la vista gorda mientras yo me dedicaba a la producción discográfica. Claro que eran otras épocas. Cuando yo aprobé las oposiciones, la jornada era de nueve a dos; llegabas allí a las nueve y a las nueve y media estábamos todos tomando café con tostadas en unos bares que había por los alrededores del barrio Santa Cruz. Después volvías, relajadamente. Y a la una o una y pico era la cervecita. Nos íbamos a una tasquita a esperar a que fueran casi las dos, y a las dos entrábamos, recogíamos la gabardina y hasta el día siguiente. No se trabajaba nada, pero es que tampoco te dejaban trabajar. Yo me hice jefe de Organización y Métodos, después de hacer unos cursos en Madrid. Y la primera organización que me mandaron fue la del psiquiátrico de Miraflores. Aquello era un pueblo con tres mil locos. Un desastre. Me puse a intentar organizar aquello, con los métodos americanos que había aprendido, y por casualidad descubrí un robo flagrante en la farmacia del psiquiátrico. Todos los días salían de allí furgonetas con cajas y cajas de medicinas que se vendían en Sevilla, miles y miles de pesetas que iban a parar a unos enfermeros y a un médico. Cuando tenía las pruebas informé al secretario de Diputación y este me dijo que saliera del psiquiátrico y que hasta nueva orden me quedara en mi despacho. Se estaba robando mucho dinero y seguramente estaba implicado algún diputado o quien fuera. Entonces vi clarísimo que no me iban a volver a llamar para organizar nada. A las tres auxiliares que estaban a mi cargo les dije que íbamos a tener unas vacaciones largas. Así que en el horario de trabajo una se dedicó a estudiar Derecho, otra se puso a prepararse unas oposiciones de ATS, y a mí empezaron a lloverme los músicos. Yo llegaba por la mañana y aquello era un desmadre: la Lole cantando a voz en grito…; menos mal que estaba en la última planta del edificio de Diputación. Cuando en el 75 produje a Lole y Manuel el disco Nuevo día ya me habían cesado virtualmente como jefe de la organización. Luego fue el disco de los Montoya, después el de Veneno en 1977.
Aquel trabajo fue más bien una sinecura.
Claro, me lo tomé como que tenía un sueldo todos los meses. En aquella época tenía tres o cuatro hijos. Menos mal que mi mujer era profesora de instituto, y teníamos los dos sueldos decentes. Hombre, cuando había que trabajar, trabajaba, pero si me dicen “hasta nueva orden no haga usted nada”... Y pasaron años sin que me dijeran nada. Hubo otro intento. Me mandaron al Cortijo del Cuarto, que era una granja escuela que tenía la Diputación, y empecé a organizarlo y descubrí que importaban ganado charolais a precios políticos de Francia para repoblar la cabaña ganadera de la provincia de Sevilla, pero que el administrador le vendía los sementales charolais a los Domecq y a los Osborne en Jerez. Cuando llevé el informe de lo que estaba pasando me volvieron a decir “bueno, hasta nueva orden…”. Estamos hablando de los setenta, antes de la democracia.
¿Y tuviste algún tipo de compromiso político?
Pues no. De las cosas sanas que aprendí de los gitanos fue a no perder la cuota de libertad que te da el no permanecer. O sea, yo he sido un hombre de izquierda, y lo sigo siendo. Pero el compromiso con un partido, no. Yo he andado siempre por libre. El poeta Carlos Lencero, mi gran amigo, me decía: “Somos submarinos en escabeche”. Te pegan una guantá por un lado y por otro igual. Mira, en Diputación hice también un plan de cultura por mi cuenta, similar al que después se implantó con los años: llevar a los pueblos algo de teatro, algo de cine, algo de música… No veas tú lo que se podía formar en la provincia de Sevilla con el presupuesto que había de veinte millones de pesetas. Bueno, pues el resultado fue que la diputada, que era una señora de Falange, doña Ana Bravo, le dijo al secretario que me abrieran un expediente disciplinario. Pero lo más curioso es que cuando ganó las elecciones el PSOE, pensaron que todos los que estábamos dentro de Diputación éramos unos fachas, y tuve la presión contraria. Así que me alegro muchísimo de no haber pertenecido a ningún partido. El hecho de no pertenecer a ninguna disciplina ortodoxa me ha dado una cuota de libertad impresionante.
No sé si es en el documental Tiempo de leyenda, en el de Dame Veneno o en el de Underground, la ciudad del arco iris, donde se escucha una grabación del 78 en la que sale Juan, el Camas mostrando con su gracia cómo los partidos son clases extractivas que se dedican a desfondar un país y a privatizar lo público.
Ahora con la crisis se ha demostrado, pero ya éramos conscientes en el año 77 y 78 del pasado siglo: “¿Tú de qué partido eres?”, “yo de la rueda de carricoche”, decía El Camas.
La unión lisérgica de los hombres de las praderas
Se habla mucho de la relación del underground sevillano con los americanos de las bases de Morón, de Rota, de San Pablo. ¿Tuvo tanta importancia como se dice ahora?
Yo me imagino que la mayoría de los americanos serían soldados rasos y gente con la mentalidad yanqui, pero entre ellos había mentes preclaras, como en toda sociedad, y esas mentes preclaras se dieron cuenta en seguida de que el sitio en el que habían puesto las bases era el triángulo flamenco por excelencia: Rota, Morón y San Pablo. Estos visionarios, que no serían más de una docena, veinte a lo sumo, empezaron a tomar contacto con la gitanería de esos pueblos y alucinaron. Entraron en contacto con nosotros y lo que les pedíamos al principio eran unos vaqueros, pero en cuanto nos enteramos de que tenían LSD y discos… Aquí había un programa, Nata y Fresa, que hacía Joaquín Salvador con una música que le pasaban sus amigos americanos de la que en Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia no tenían ni idea. Íbamos como cinco años por delante del resto de España. Al mismo tiempo se tomó contacto con el ácido lisérgico y, como en California, era una comunión casi diaria.
Pero ¿a cuánta gente te refieres?
Éramos pocos pero hacíamos mucho ruido. Era el mundo de los rockeros, en torno al grupo Smash, los principios de Triana, Alameda… Y conviviendo con ellos, algunos gitanos muy abiertos, del tipo de Manuel Molina. Ese fue el nacimiento de la fusión de Smash: un grupo de rock progresivo y un gitano, que era lo más raro que se podía ver. Lo que nos unía era el LSD, eso está claro. El origen de la fusión del flamenco fue el LSD. Mucha gente me pregunta extrañada cómo fue posible que Camarón participara en La leyenda del tiempo. Pero es que Camarón estaba también dentro de ese movimiento; era uno más.
¿También le daba al LSD?
Por supuesto que sí. Camarón también viajaba, también tripeaba, como se decía entonces. No había barreras. A Camarón no le importaba estar tocando una guitarra eléctrica con los Pata Negra o cantar las canciones de Kiko Veneno. Eso ningún gitano ni ningún cantaor de su generación lo hubiera hecho por nada del mundo. Yo le di el primer ácido a Camarón; nos lo tomamos e insistió en montarse en su Mini rojo, y no veas, le pegó el leñazo del tripi en medio de la Castellana. Menos mal que era verano y no había mucha gente por la calle.
¿Recuerdas cómo fue tu primer tripi?
Sí, lo recuerdo perfectamente. Antes de entrar en Diputación me había dedicado a la venta, me gustaba por la cuota de libertad que tiene estar siempre viajando. Trabajé para la Hispano-Olivetti, una casa de máquinas de contabilidad, y después en una fábrica de muebles, que yo vendía por la Costa del Sol. Y había en Torremolinos un chaval de Sevilla muy guapo que se buscaba la vida con las extranjeras. Entonces, un día se presentó en mi hotel con un bote de cristal con pastillas color violeta.
¿Eran píldoras?
Eran grajeas, sí. El LSD, como sabes, lo hay de muchas formas; conocí a uno que traía ácidos de Holanda en camisas de lunares: una la traía puesta, y cada lunar era una dosis de LSD. Entonces, aquel tío me regaló cinco pastillas que meses más tarde nos tomamos en un cortijo en medio del campo. Nos las tomamos por la noche y hasta el día siguiente por la tarde no fuimos persona ninguno. Fue algo impresionante.
Pero ¿qué impresiones recuerdas: alucinaciones, sinestesias, la ruptura de la lógica temporal…?
De todo. Como aquello no se iba, y tú te dabas cuenta de que estabas en otra dimensión… Yo, por ejemplo, miraba al cielo estrellado, pero se me caían las estrellas encima y me las tenía que quitar, así, con las manos. Cuando Duff Bigger, el norteamericano que era el dueño de la finca, nos vio que nos cogíamos unos a otros, nos dijo: “Hombre, por favor, tranquilidad. ¿Conocéis la canción de los Beatles ‘Lucy in the Sky with Diamonds’? Eso es el LSD; no preocuparse, que lo mismo estamos en el cielo con diamantes, pero vamos a salir”. Y ya nos tranquilizamos un poco; pero fue increíble.
Si la canción es del 67 sería por esa época, ¿no?
Yo creo que antes. Para el disco de Smash nos fuimos a Barcelona en el 70; estábamos en Playa de Aro y había un alemán en Palamós que tenía unos ácidos maravillosos, a cinco pesetas. Y nosotros ya sabíamos bien lo que era. Entonces, sí, la primera vez pudo haber sido en el 67 o en el 68.
A la par que el movimiento contracultural norteamericano.
Por supuesto, nosotros leíamos a Ginsberg y a los de la generación Beat, y a todos aquellos escritores que también se nos filtraban a través de la base.
¿Y qué relación había entre vuestro grupo de amigos y aquellas clases que daba Diego del Gastor a los americanos en un cortijo de Morón?
Eso no tiene nada que ver con la psicodelia. Eso es anterior o coetáneo. De lo que estamos hablando es de que aquí se produjo una minirrevolución muy seria. Aquí no se habían ido las niñas de casa con quince años nunca, y empezaron a desaparecer las niñas, a irse con el chaval que le gustaba a vivir al campo… Un poquito lo de California, sin tanto dinero y sin tantos medios; y eso fue lo que hizo saltar la alarma. Porque que a un padre biempensante, de buena familia, de pronto se le vaya la niña… Y aquí ocurrió eso con mucha frecuencia: mujeres de quince, dieciséis, catorce años, que se sumaron al grupo de los Smash, a esa minirrevolución de los hombres de las praderas, como decía el “Manifiesto de lo borde”.
Y cundió el pánico.
Sí. Las niñas empezaron a desaparecer o de pronto una noche no volvían a casa y al día siguiente aparecían con los ojos rojos; niñas que empezaron a hacer el amor… Eso fue una revolución inesperada. La marihuana, por ejemplo, yo creo que desde que estuvieron los moros aquí no se había dejado de fumar nunca. Los legionarios cuando se licenciaban traían la maleta llena de hierba de Marruecos con toda tranquilidad y cuando por Semana Santa venía la banda de la Legión traían los bombos, las trompetas, los trombones… petados de hierba, que ya tenían vendida. También la pasaban las gitanas viejas que traían la almohada para el tren hasta arriba de maría. Incluso se vendía en los puestecillos de chuches de los niños. Y nadie se había preocupado de la droga nunca porque la droga la fumaban los exlegionarios y algunos gitanos. No había traspasado a otro estamento social. Entonces cuando de pronto, con lo del ácido, empieza todo el mundo a fumar.
Entonces empiezas tú a fumar porros…
Sí, mi primer porro me lo fumo con treinta años, en esa época. La gente de nuestro mundo empieza a fumar hierba, y a finales de los sesenta todavía la podías comprar en la calle con toda tranquilidad. Nosotros nos reuníamos, Manuel Molina, los Smash, los músicos de Alameda, Jesús de la Rosa, el Tacita, el pintor Antonio Estirado, que era un poco el gurú de ese grupo, y poníamos un duro cada uno y nos íbamos a comprar a la plaza de San Marcos, al Tineo, que se sentaba a tomar café con una talega llena de papelinas para vender, con todo el descaro.
La fusión del rock con el flamenco (con la colaboración del hachís y el LSD)
Comienzas en aquella época a producir discos de flamenco. Produces Los Niños de la Puebla y alguna que otra cosa que te encarga Alfonso Eduardo. Y un día organizas con los Smash, que ya habían grabado su primer disco de rock, una sesión en la que se presenta Manuel Molina con una postura de hachís.
Sí, ya habíamos acabado la grabación pero estaban todavía los magnetofones allí puestos, y los chavales que venían de la Emi Odeon, y eran un encanto, se fumaron sus petas con la gente y enchufaron los magnetones. Allí, en los sótanos del Hotel Murillo, se hicieron las primeras locuras.
¿Y esa grabación se conserva?
Qué va, no sé dónde habrán ido a parar esas cintas. El caso es que yo me di cuenta de que se podía hacer eso, fusionar el rock y el flamenco; y me entró el venenillo de oír a Manuel cantando en ese experimento. Ten en cuenta que todavía no se había publicado el disco de Sabicas con Joe Beck, que lo grabaron en el 66 pero se publicó en 1970, y es lo primero que hay de fusión flamenca.
Pero ¿cuál fue tu papel con Smash? Porque el productor que figura en el tercer disco de Smash, el disco del Garrotín, el primero en fusionar flamenco y rock después de los dos discos producidos por Gonzalo García Pelayo, es Alain Milhaud, ¿no?
Sí, pero Alain Milhaud, como productor, cero. A él no fue al que se le ocurrió coger a un gitano que no le gusta el rock y a cinco rockeros que no les gusta el flamenco, ni se pasó seis meses con ellos en Playa de Aro tripeando. Cuando ya estaba todo el disco hecho, nos llevó a Madrid y estuvo al frente de la producción en el estudio. Milhaud vino una sola vez a Playa de Aro, y no sé qué le pasó con Manuel que este le dijo que lo iba a rajar y el otro se lo creyó y salió corriendo por la playa; no sé hasta dónde llegó que no volvió. Y ya no lo vimos hasta que fuimos a grabar el disco a los estudio de RCA.
Pero en la grabación metería mano como productor…
Sí, pero todo se grabó en directo. Y su labor, creo yo, no fue muy acertada. Podría por ejemplo haber sacado la batería de Antoñito, el bajo de Julio… Con haber puesto a los músicos a tocar en cabinas... Pero no hizo apenas nada.
¿Y cómo fueron aquellos seis meses tripeando con el mecenazgo de Oriol Regás?
Yo me mamé de todo aquello y tengo un recuerdo estupendo. Nos levantábamos por la mañana e íbamos a un club enorme de Oriol Regás que se llamaba Madox, allí en Playa de Aro. Nos abrían el Madox y los músicos tocaban temas de Jimi Hendrix, de los Rolling Stones… Y después llegaba Manuel con la guitarra. Y había días y días que era amargante porque no salía nada de nada.
¿Pero por tu parte y por la de Oriol Regàs ya teníais el propósito de hacer una fusión?
Sí, Oriol Regàs ya estaba muy interesado en Smash –Smash iba mucho a Barcelona como los Màquina! o la Companyia Elèctrica Dharma venían a Sevilla–, y le conté lo de los sótanos del Hotel Murillo, le hablé de Smash con un gitano y de meter mano al flamenco, y él dijo que sí. Oriol Regàs era un hombre extraordinario: puso cuatro apartamentos, sueldo, equipo de sonido, técnicos de sonido… Se volcó. Y ahí preparamos cinco temas, entre ellos uno muy interesante, el “Blues de la Alameda”, que es un acercamiento entre la bulería y el blues. Yo creo que es extraordinariamente claro. Lo mejor de ese disco. Porque “El garrotín”, que dio muy fuerte, es una especie de ritmo binario, facilón, y salió adelante por el gua-gua y los coros en inglés.
Cosa seria
La aventura de la fusión flamenca continuó por estos derroteros lisérgicos. Pachón entró en la Diputación poco después de aquella aventura con los Smash, tuvo cuatro hijos y produjo 112 discos, entre ellos algunos que se han convertido en clásicos, aunque fueran recibidos en un principio con incomprensión, como el primer disco de Veneno o La leyenda del tiempo, de Camarón. Por el lado flamenco, gracias a Pachón, tenemos los tres primeros (y mejores) discos de Lole y Manuel; diez discos de Camarón, entre ellos Como el agua y Calle Real, y los dos mejores álbumes, Voz de referencia y A Tiempo, de Diego Carrasco. Por el lado rockero hizo posible lo más fundamental de Tabletom (Mezclalina, Inoxidable y La parte chunga) y Silvio (Al este del Edén y Fantasía occidental). Y por el lado de la fusión, ahí está la discografía entera de los Pata Negra, los que más lejos han llegado, según Pachón, en ese terreno donde las fronteras se vuelven borrosas.
Terminamos hablando de lo que es y de lo que no es flamenco. Es ya tarde, quiero seguir preguntando, pero Ricardo me dice que ya está bien: “Que me estás matando”. Le digo que sí y, mientras recojo mis cosas, él se marcha disparado para el salón diciéndome que el partido del Betis va a empezar y “que el Betis es cosa seria”.
Tenía treinta años cumplidos cuando me fumé mi primer pitillo de marihuana. Hasta entonces tampoco había fumado tabaco, costumbre que he conservado durante toda mi vida; sin embargo, sí bebía algo de alcohol, desde los quince años.
En aquellas fechas ya estaba casado, tenía hijos y me dedicaba a la noble profesión de viajante o director comercial de una fábrica de muebles. Desarrollaba mi actividad, preferentemente en la pérfida Costa del Sol malagueña.
Vivía solo en un hotel de Torremolinos y, cada noche, cumplidos mis compromisos comerciales, me dedicaba a “alicatarme”, como diría mi compadre Raimundo Amador, a base de whisky.
El resultado fueron dos úlceras de duodeno perfectamente diagnosticadas y radiografiadas. El primer consejo del médico fue que abandonase completamente el alcohol.
El problema era ¿qué haría yo desde las siete de la tarde hasta coger el sueño? La solución llegó rápida y providencialmente. En mis viajes a la costa solía llevarme algún amigo desocupado: pintores, músicos o gurús de la Sevilla de los sesenta, aquella mini-California atrapada en un bucle del tiempo.
En uno de esos viajes me acompañó el pintor, ciclista y torero Toto Estirado. Fue él quien me aconsejó cambiar el alcohol por la marihuana. El primer pitillo, muerto de miedo, lo probé en una habitación de hotel, con el Toto y dos extrajeras que confirmaban el dicho de que en Torremolinos había más extranjeras que boquerones.
Sí, dejé el alcohol y compraba, cada semana, una papelina de hierba en un barrio gitano de Málaga. Con quince pesetas tenía para fumar e invitar. Cambié el whisky por refrescos y en un par de meses se produjo la primera mutación de mi vida.
Descubrí que, aparte de los efectos nocivos del alcohol, otro de los padrinos de mis dos úlceras era la preocupación por mis resultados en la vida. El nervio vago me descargaba ácido clorhídrico en el estómago cada vez que me sometía a una situación de estrés: un examen en la universidad, el éxito o fracaso de una operación comercial, cualquier preocupación…
Con la marihuana desaparecieron los miedos, las preocupaciones… y las úlceras. Mi madre, siempre tan tierna y amorosa, me convenció de volver a la consulta médica. El médico no se lo creía: las dos úlceras habían cicatrizado, para siempre.