En 1899, todos los países avanzados del mundo, menos uno, Estados Unidos, firmaron la Convención de La Haya, que prohibía el uso de armas químicas en la guerra. Todos se burlaron del cinismo usano, pero no tardaron en hacer lo que impedía el tratado.
Gracias a Fritz Haber, las investigaciones sobre gases de los alemanes llevaban la delantera sobre el resto del mundo. Alrededor de 1900, Haber descubrió la manera de convertir el nitrógeno del aire en un producto industrial: el amoníaco.
El descubrimiento del nitrógeno se debe al médico escocés Daniel Rutherford. Se sabía que la atmósfera estaba mayoritariamente compuesta por dos gases: uno que permitía la vida y la combustión (oxígeno) y otro que no. Rutherford aisló el gas que no permitía la combustión filtrando el aire con magnesia. El nombre se lo debemos a J.A. Chaptel, y lo llamó nitrógeno porque formaba nitratos.
El nitrógeno es una de las moléculas esenciales para la vida. Forma parte del ADN y del ARN o de las vitaminas del grupo B. Sin él no existiría la vida y ha sido históricamente uno de los factores que más ha limitado el crecimiento de la población durante siglos.
Lo más importante del nitrógeno es que puede restablecer la fertilidad del suelo. Pero es una molécula muy estable e inerte, que no reacciona con nada. Y nunca se fija en el suelo. Entonces, ¿cómo existe la vida en la Tierra?
Algunas plantas tiene unos nódulos en sus raíces donde viven unas bacterias capaces de fijar el nitrógeno atmosférico y convertirlo en amonio, incorporándolo así a la materia viva. Durante siglos fue un problema irresoluble que al cabo de varias cosechas los suelos se agotaran y disminuyera su rendimiento.
En el siglo xix, el químico alemán Liebig descubrió que la solución era utilizar fertilizantes ricos en nitratos, casi todos de origen animal: los excrementos de murciélagos, de focas, de aves marinas depositados en las “islas de guano”, que fueron una importante fuente de ingresos para Perú hasta su agotamiento. Pero estos depósitos son escasos y los excrementos del ganado, que se alimentan de piensos que hay que cultivar y fertilizar, resultan un círculo imposible de cerrar.
En 1909, Haber y Bosch descubrieron el proceso industrial que permite obtener amoníaco del nitrógeno atmosférico. Pero el ciclo Haber-Bosch es una reacción de nitrógeno e hidrógeno gaseosos que consume grandes cantidades de electricidad, no solo sirve para producir fertilizantes. El amoníaco y sus derivados son la base de muchos explosivos. A partir de grasas y aceites se obtiene glicerina, que haciéndola reaccionar con ácido nítrico produce nitroglicerina, y esta, absorbida por un barro poroso, es la dinamita. También se obtienen TNT y amonal.
Antes del invento de Haber, la cantidad de vida que la Tierra podía soportar –el total de cultivos y, por tanto, el número de humanos– estaba limitado por la cantidad de nitrógeno que las bacterias y los rayos solares podían fijar. En 1900 se había llegado a una conclusión inquietante: de no hallarse cómo incrementar el nitrógeno, el crecimiento de la población humana pronto alcanzaría un punto muerto.
Pero a Haber lo que le preocupaba era producir amoníaco barato para ayudar a Alemania a fabricar explosivos. Haber se integró en la división de gases para la guerra: amoníaco, bromo y cloro. Posteriormente, desarrolló un plaguicida y raticida al que llamó Zyclon A, que una vez perfeccionado por otra compañía, Refinería Alemana de Oro y Plata, Degussa, de cuyo cuarenta y dos por ciento era propietaria la IG Faber, la infame empresa colaboradora del régimen nazi que merecería su propio capítulo en la historia universal de la infamia, se convirtió en el Zyclon B, el gas que los nazis usarían en los campos de exterminio.
Su división se conocía como “la oficina de Haber”, y siendo judío se convirtió al luteranismo, lo ascendieron a capitán y siempre que podía se fotografiaba con el casco prusiano lleno de orgullo.
Sus parientes y amigos estaban consternados, y también su mujer, Clara Immerwahr, la primera mujer en ser doctorada en Química por la prestigiosa Universidad de Breslavia. “Haber nunca dejó que se quitara el delantal”. Ayudó a su marido traduciéndole del inglés y en los trabajos sobre gases del nitrógeno, pero se negó a ayudarle en sus trabajos sobre gases venenosos.
Después de los primeros fracasos de estos gases en los dos frentes, Haber centró sus esfuerzos en el cloro. Sus átomos, más pequeños que los del bromo, atacan con mayor virulencia: torna de verde, amarillo y negro la piel de las víctimas, les provoca cataratas y mueren ahogados por el líquido que se acumula en sus pulmones. Y luego Haber llegó al gas mostaza.
Horrorizada, Clara se enfrentó a él. Haber no la escuchó cuando él, de regreso de la matanza de Ypres, organizó una fiesta para celebrar las nuevas armas. Durante la cena discutieron acaloradamente ante el estupor de los invitados. Clara, en el jardín, después de abandonar la mesa, mientras continuaba la velada, se disparó en el pecho con la pistola reglamentaria de su marido. Al día siguiente, en vez de organizar el funeral, Fritz partió al frente oriental, como tenía planeado de antemano.
En 1919, un año después de acabarse la guerra, Haber ganó el Premio Nobel de Química por su proceso para producir amoníaco a partir del nitrógeno atmosférico. Un año después fue acusado de ser un criminal de guerra por haber empezado una campaña de guerra química que había lisiado a cientos de miles de personas y aterrorizado a millones. ¿Puede una persona compensar tanta mezquindad con tanto altruismo? La historia nos enseña que son muchos los que lo han intentando, pero la mancha que les queda es imborrable.
Concernido por las multimillonarias reparaciones de guerra que Alemania tenía que pagar a los aliados, Haber intentó extraer oro de los océanos con la esperanza de pagar él mismo las indemnizaciones. Un plan condenado al fracaso y, al mismo tiempo, enfrentado a una polémica internacional en torno a su controvertida concesión del Premio Nobel.
Poco después de llegar al poder, en 1934, los nazis exiliaron a Haber por ser judío, ante su incredulidad, ya que pensaba que le encargarían alguna misión por sus antecedentes de “héroe” de la primera guerra mundial. Se le prohibió dar clases y realizar negocios y, finalmente, se le permitió emigrar a Israel. Pero murió en Basilea sin llegar a su destino.
Todo el mal que hizo no queda anulado por el bien que hizo, ya que se ha demostrado que incluso los beneficios que aportó tienen sus pros y sus contras. Cuando tuvimos el poder de fijar el nitrógeno, la fertilidad del suelo dejó de depender de la energía del sol para depender de los combustibles fósiles. Como escribió Michael Pollan: “En lugar de alimentarse exclusivamente del sol, la humanidad comenzó entonces a beber petróleo”. Lo cierto es que, sin el proceso Haber-Bosch, más de media humanidad no tendría qué llevarse a la boca.
Hace falta más de una caloría procedente de combustibles fósiles para producir una caloría alimentaria. Antes de la llegada de los fertilizantes químicos, una granja de maíz producía más de dos calorías alimentarias por cada caloría invertida. Para producir con el proceso Haber-Bosch ciento sesenta millones de toneladas de amoníaco al año –como fertilizante usamos ciento veinte millones al año–, se consume más del uno por ciento de toda la energía mundial. Y produce también óxido nitroso, un potente gas de efecto invernadero que contamina el agua potable, crea lluvias ácidas y amenaza los ecosistemas y la biodiversidad, incluyendo la aparición de zonas muertas en los océanos o en todo nuestro mar Menor, haciendo proliferar las algas, que bloquean la luz solar, lo que impide la vida de los peces.
Lo que Haber y tanto sus seguidores como sus detractores no imaginaron es que resolver una trampa malthusiana nos lleva, tarde o temprano, a una nueva trampa entre el crecimiento de la población y el de los recursos alimentarios.