Memorias de Ibiza (V)
Dejé el relato en la primera parte de la robinsonada, un 31 de diciembre de 1970, tras desembarcar en una casa payesa cochambrosa por dentro.
Dejé el relato en la primera parte de la robinsonada, un 31 de diciembre de 1970, tras desembarcar en una casa payesa cochambrosa por dentro, cuando una chimenea traidora y una tromba de agua conmovieron el plan de empezar una vida en la dirección del explorador, tras un lustro de funcionario en el ICO con un firmamento espiritual donde Sartre y Guevara se alternaban como estrella polar. No sé qué exigua proporción aprovechó entonces lo simultáneo del Mayo francés y los festivales de rock para tomar partido por lo segundo, aunque fuimos más de uno y quizá la mayoría terminamos en Ibiza, trocando la casaca de Robespierre por el taparrabos de Tarzán, al sentir de una forma u otra que la revolución no pasaba por cambiar la vida del prójimo sino la propia. Fuese como fuese, mi proyecto revolucionario incluía un primogénito de ocho años a la sazón, con el que iba a celebrar la llegada de 1971 en términos pacíficamente heroicos –tras habilitarnos el austero confort reservado a las gentes de frontera–, aunque la distancia entre aspiraciones y logros estuviese a punto de abrirse como la boca en un bostezo, ofreciendo una película independiente de su guion.
Nuestro gozo se fue al pozo básicamente porque de todas las casas rústicas que conozco ninguna ignora las debidas proporciones entre plato y tiro, y la ley de Murphy –según la cual todo irá del peor modo imaginable si no atamos cada cabo– nos metió justamente en la única casa chapucera aquella noche de temporal. También cabía la posibilidad de que algo bloquease el tubo, aunque estaba fuera de cuestión subirse al tejado para inspeccionar entre tinieblas y chuzos. Las cenizas volátiles de cualquier chimenea rebotan un momento mientras caldean su paso, pero aquella era una hija de su madre que soltaba humo como un carburador desajustado, y en pocos minutos toda la parte alta del cuarto era una nube parda. Apenas alivió darle una corriente de aire exterior a través del pequeño y único ventano, que en vez de tener cristal se cerraba y abría con una rústica puertecita de madera, y por ella se coló poco después una ráfaga de viento lo bastante furiosa como para apagar casi todas las velas y parte de los quinqués, mientras la lluvia arreciaba con rumores de trueno. De hecho, no había tenido tiempo para recoger los folios y calcos desperdigados cuando nos deslumbró un rayo lo bastante cercano como para no sonar a trueno sino a desgarradura del cielo y la tierra, añadiendo al humo el olor punzante del ozono.
Era el momento de abandonar aquella penumbra fría y a la vez sofocante, usando el coche para salir en busca de algún hotel o pensión, y todavía no entiendo por qué resistí la tentación. Supongo que pesó la pereza de ponerse a buscar un nuevo refugio en plena noche, desconociendo por completo la isla, aunque quizá fue más fuerte mirar la cama con sábanas nuevas que nos habíamos montado frente a la chimenea, y el proyecto de cena triunfal en el seno de una naturaleza domada y a la vez respetada, como la que rodea al explorador cuando monta su campamento en torno a una hoguera. El chico me tomó de la mano, sin decir palabra, y puedo recordar lo siguiente como si hubiese sido ayer, porque el amor filial nos sostuvo en el trance extraño y ambiguo, a él sacando arrestos de la confianza en su viejo, y a mí con la resolución de cuidarle sin echar a perder la aventura.
–¡Maldita sea!, ¿seguimos peleando?
–Como te parezca.
Su respuesta tardó lo bastante como para sugerir un mar de dudas, y otra cosa me habría inquietado por temeraria. Sin embargo, bastó volver a prender las velas y quinqués recién apagados para devolverle al recinto la calidez que regala ese tipo de luz; ningún rayo volvió a caer remotamente tan cerca, y lo absurdo del caso –un recinto gélido donde solo nuevas corrientes de aire frío mantenían el humo a raya– empezó a mitigarse cuando la conversión de los troncos en brasas mermó su tasa, y la condenada chimenea empezó a irradiar lo que debía en vez de aire irrespirable. La leña de algarrobo se reveló casi tan noble como la de encina y olivo, convirtiéndose en carbones de llama azulada, y el problema técnico de evitar nuevas nubes con cada recarga fue solventándose con abrir entonces un rato la gran puerta de doble hoja.
Seguía siendo ridículo, desde luego, pero ya no temblábamos de frío, y volvió la idea de reorganizar la cena contando con la condición impuesta por la humareda, que dejaba metro y medio respirable y una capa cada vez más asfixiante hasta el techo. Había esperanzas de que su densidad fuese decreciendo, o al menos no aumentando, y movernos agachados de allá para acá permitió acabar sentándonos sobre cojines frente al fuego, y sustituir los previstos huevos fritos con patatas por algunas latas que supieron a gloria: de primero maíz el Hombre Verde, y de segundo calamares en su tinta. Me consoló ver que el rostro del chaval se iluminaba con la humilde pitanza, y aunque no suele faltarme capacidad para improvisar bromas, ni una sola de las que se me pasaron por la cabeza pareció oportuna, y solo ocasionales “qué rico” de Daniel jalonaron el silencio de aquella cena, donde me abrumaba lo cutre y mediocre de nuestra circunstancia. Quería disculparme por esa mísera Nochevieja, pero habría contribuido a su sensación de desamparo en vez de mitigarla, y preferí ni mirar el reloj ni recordarle la fecha.
Era más bien hora de meternos juntos en la cama improvisada –por supuesto, con parte de la ropa puesta, incluyendo el pantalón–, donde las emociones y la energía desplegada desde primera hora de la mañana no tardaron en rendir al muchacho. Tras apagar unas luces y reducir otras, me quedé algunas horas insomne, contemplando la pequeña montaña de brasas que finalmente nos había permitido entrar en calor, y no tardaron en oírse las breves carreras de una o quizá más ratas, último toque siniestro de la aventura comenzada con tan mal pie. Ibiza se había mostrado arisca, y al despuntar la mañana vimos que había dos dedos de nieve, algo lo bastante anómalo como para no repetirse en las dos décadas siguientes.
Un cielo sin rastro de nubes derritió enseguida la escarcha acumulada sobre el coche, nuestra más flamante pertenencia, y me aseguré de que la próxima noche sería confortable alquilando un apartamento en San Miguel de una senecta dama alemana, viuda del doctor Oetker y administradora de sus famosas y nutritivas papillas. Nunca más me iba a pillar desprevenido el frío, y cuando pude hacerme con la primera casa payesa en condiciones instalé una estufa noruega de hierro colado que sería la envidia de todos, y permitió pasar los inviernos en camiseta, como tan insensatamente había prometido a mi chico el primer día. Para entonces traducía como una ametralladora, rondando las diez holandesas diarias, y en los siguientes trece años cayeron unos cuarenta libros, que daban para vivir con relativo desahogo la bohemia elegida. Tardé unos seis meses en conocer a las primeras personas fascinantes y frecuentar La Tierra, el bar más sensacional de cuantos haya visto, donde era raro no ligar amistosa o carnalmente, y poco a poco entré en los círculos que abastecían a la tribu de sus alimentos espirituales.
Una noche de luna llena en junio fui capaz por primera vez de copular en plena subida de ácido con una joven dama a quien acababa de conocer.
Hacia 1975 la isla alcanzó quizá el pináculo de su madurez, y una noche de luna llena en junio fui capaz por primera vez de copular en plena subida de ácido, en un aprisco perdido sobre los altos del valle de Morna, cerca de San Carlos, con una joven dama a quien acababa de conocer, sellando con la experiencia casi veinte años de amor apasionado. Cinco años antes, al dejar Madrid, solía justificar la aventura ibicenca por la asignatura pendiente de una “revolución sexual”, aunque para entonces esa extravagancia se había convertido en una especie de mano invisible que reunía a unos pocos centenares de personas, convencidas de que buscarse a sí mismo pasaba por combinar ese empeño ético con desobediencia civil ante el atropello de la Prohibición. Casi todos nos conocíamos más o menos de cerca, y que La Tierra hubiese perdido su alma con la marcha de Eileen, la dueña, fue una de las razones para abrir un bar en el campo con equipo para hacer música en vivo, donde siguiésemos viéndonos, y así nació Amnesia, una criatura de 1976. Una serie de casualidades me convirtieron en director y primer accionista del invento, pero unos meses como empresario del sector sobraron para entender que era incompatible con seguir estudiando y escribiendo, y me di por contento con recuperar el dinero puesto al comienzo.
Mucho más acorde con la vocación era entrar en la UNED, donde pude ser profesor a distancia hasta febrero de 1983, cuando el periódico de mayor tirada puso mi nombre bajo el titular “El catedrático de Ética es un traficante de droga dura”, y di con los huesos en la cárcel, para empezar con un trimestre de prisión preventiva. Se me imputaba dirigir una mafia hippie monopolizadora del negocio en la isla, cosa halagadora para quien había llegado allí queriendo contribuir como fuese al rechazo de la Prohibición, pero nada compatible con ser el padre de cuatro hijos o siquiera seguir viviendo, y el embrollo terminó con un año de vacaciones humildes aunque pagadas en el penal de Cuenca. Por fortuna, llevaba tiempo investigando la materia, y antes de cumplir estaba en las librerías el mamotreto llamado Historia general de las drogas, que me sacó de pobre al convertirse en obra de referencia. Muchos decidieron entonces que tenía razón acusando a la policía de montarme una trampa, cuyos amenos detalles quizá cuente algún día. Aquella etapa en una mal llamada celda de castigo –cuando se trata más bien de un cuarto tan incomunicado como conviene, dada la compañía disponible– fue una de las mejores en toda mi vida, porque oponer las armas del entendimiento al arsenal del energúmeno resultó un gustazo cotidiano.
Quizá la tenacidad paciente empezó a templarse durante la Nochevieja de 1970, cuando todo salía rematadamente mal y el gusanillo de la conciencia sugería retirada, volviendo al ICO y a la condición de intelectual transgresor sin necesidad de romper un plato, como los literastas. El humo, el frío y las ratas, sin olvidar el apoyo del primogénito, contribuyeron a algo tan poco frecuente como cambiar de rumbo en mitad de la travesía, crucial para quien solo podía encontrarse no separando la aventura y el proceso de acumular conocimientos. Eso lo sé ahora, cuando se acerca el medio siglo de aquello, y bendigo vivir estudiando la mayor parte de cada día, con la euforia de quien tiene la libido puesta en un objeto tan fiel e inmortal como el devenir de esto y aquello, qué pasó aquí y allá. Descubrí que lo imaginario nunca se acerca en audacia e inventiva a lo real, y aquella noche me puso en camino hacia la escritura donde sobran casi todos los adjetivos, comprendiendo que nombres y verbos son suficientes para describir. Las ristras de epítetos quedan reservadas a profetas, propagandistas y demás embaucadores, todos volcados en evitar que el lector saque sus propias conclusiones de la información disponible.