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The 13th Floor Elevators

Videntes psiquedélicos en la caverna tejana

Posibles progenitores del rock psiquedélico, la visión de los 13th Floor Elevators sucumbía víctima del abuso alucinógeno, pero también de la represión policial que intentaba contener los primeros espasmos de la contracultura en un estado, a diferencia de California, tan reaccionario como Tejas. Una epopeya americana en la que interseccionan la ingenuidad del despertar lisérgico, lo absurdo de las legislaciones en materia cannábica y las contradicciones de un país de pioneros temeroso de aquellos nuevos colonizadores de la supraconciencia cósmica.

Improbable ya solo debido a imperativos cronológicos, aunque no menos susceptible de especulación, la posibilidad de que Ken Kesey se inspirara en Roky Erickson para componer a Randle Patrick McMurphy, el personaje protagonista de Alguien voló sobre el nido del cuco, incita a establecer siniestro pero intrigante cotejo. Ambos individuos son víctimas del terrorismo de estado, elementos subversivos suprimidos bajo coartada sanitaria con herramientas de represión psiquiátrica. En el caso de McMurphy, irónico, la lobotomía decapitaba sus esfuerzos por mejorar las condiciones de una institución mental. Lo de Erickson, que de ficción nada tenía, redundaba si cabe en algo más dramático y retorcido. En 1969 este era arrestado por posesión de un cigarrillo de yerba. La condena iba a ser severa. Alegará trastorno mental, lo cual resultaba cierto –un año antes le diagnosticaban esquizofrenia paranoide– y, para entonces, evidente. El juez no lo dudó. Tres años en un psiquiátrico y cientos de electrochoques después, en 1972 recuperaba la libertad, no sin que el estado se la hubiera condicionado, fatal e irreversiblemente, de por vida.

No volvería a ser el mismo. Nunca conocería ni existencia ni carrera “normales”. Ante lo que de él quedaba se extendía una sorda, solitaria pugna con la pobreza, la enfermedad y la demencia. Con posterioridad a la recepción del alta, tras una epifanía religiosa, por la que se autonombraba Reverendo Roger Roky Kynard Erickson, único miembro de su propia iglesia, caerá presa de mórbida regresión infantil con pulsiones demonológicas, a su vez rizoma de diferentes episodios. Catapultado hasta las profundidades de una sima paralela delimitada por ocultismo y ciencia ficción, obsesionado, además de con alienígenas, con vampiros, demonios y zombies, en 1977 Erickson se declaraba oficialmente “marciano”, compulsándolo ante notario. Y aquí es donde debemos hacernos la misma pregunta que Juvenal: “¿No será que la sátira se ha calzado el coturno de la tragedia?”. A medida que su salud se deterioraba y devenía más dependiente, desquiciando a quienes intentaban auxiliarle, más umbría se tornaba una existencia que lo contemplaba exiliado del mundo de los cuerdos, viviendo con su madre, convencido de hallarse poseído por un espíritu del espacio exterior.

A principios de los ochenta ocupaba Erickson la mayor parte del tiempo sustrayéndole a sus vecinos el correo, personal o comercial, indistintamente. Esos hurtos postales le costaban un arresto en 1989. Doce años tendrían que transcurrir hasta que su hermano menor se hacía en el 2001 con la custodia legal de Roky mediante TrustRoky, fundación encargada de asegurar su bienestar, recibiendo por primera vez el beneficiario tratamiento médico adecuado y empezando a recobrar la salud. Demasiado tarde, pues fallecía en el 2019. Triste biografía la suya, sentenciada por un capricho genético, pero también por el desproporcionado castigo, de desproporcionadas consecuencias, resultante de un mísero petardo de marihuana. Claro que su verdadero delito había sido otro.

Un modo de vida, un método para superarla

Erickson era el cantante y la cabeza visible de The 13th Floor Elevators, banda de rock fundada en Austin en 1965. Pionera de la celebración y propaganda de la comunión lisérgica –y también cannábica: según la esposa de Tommy Hall, el 13 hacía referencia, amén de la superstición estadounidense que en los edificios suprime la treceava planta, a la decimotercera letra del alfabeto, la m, por marihuana–, en la actualidad detentadora de un ilustre culto que se extiende a la pródiga carrera pospsiquiátrico de Erickson, y considerada tabique maestro del rock psicodélico estadounidense, dicha formación sería la que inseminaba alucinógenamente la comunidad musical precontracultural que a mediados de los sesenta se estaba gestando en San Francisco. El rock ácido californiano no nacía por generación espontánea, como afirmaba la historia.

En nada tenía que envidiar Tejas al friquismo de la Costa Oeste, siendo desde siempre, ese enorme pedazo de la Unión, circunscripción de lunáticos y argonautas –del Legendary Stardust Cowboy a Daniel Johnston– en la más estrambótica tradición sureña. Lo cierto es que el estado de la estrella solitaria domiciliaría la segunda plaza psiquedélica en importancia después de San Francisco. Si San Antonio crepitaba lisérgicamente, Austin, capital política y universitaria de Tejas, desarrollaba a remolque de los Elevators una no menos apretada escena con eje bicéfalo: la University of Texas, donde beatniks y folkies evolucionan a psiconautas, y The Vulcan Gas Company, epígono del Fillmore franciscano, club en el que a partir de 1967 se foguean bandas locales (Shiva’s Headband, The Conqueroo, Golden Dawn), de Houston (Red Crayola, Josefus, los pre-ZZ Top Moving Sidewalks) y de San Antonio (Bubble Puppy). LSD a un lado, compartían estas formaciones la tupida ascendencia del blues tejano urdido desde la década de los veinte del pasado siglo (Lightnin’Hopkins, Blind Lemon Jefferson, Leadbelly), el apoyo del periódico local Austin Chronicle’s y la plataforma discográfica de International Artists, sello de Houston fundado en 1965, artísticamente en manos de Lelan Rogers, hermano del cantante Kenny Rogers, productor y detector del grueso de la psicodelia tejana, asimismo explotador de esta en el más negrero sentido del término.

Así, decíamos, mientras en Frisco andan todavía enfrascados en devanar el ovillo folk, bien momificándolo bien reformulándolo, al parecer la genuina psicodelia la elucidaba en Austin una banda de sustrato universitario, ignara del potencial comercial subyacente en el LSD aplicado a la cultura popular, una tendencia que anticipará sin pretenderlo ni saberlo. Eran, los Elevators, tan puros como el Orange Sunshine de Owsley. Nadie se iba a tomar más a pecho que ellos las posibilidades de la lisérgida en calidad de expansor mental. Ideológicamente concebidos bajo los efectos de un trip por el universitario e incipiente pero aplicado acid head Tommy Hall, a San Francisco llegaban por primera vez en estado protoplásmico, a través del éxito que allí recauda su primer single, en esos momentos, principios de 1966, ocupando el quincuagésimo quinto puesto de la lista nacional.

En absoluto indicativo de la principal premisa de la banda, el psiquedelismo como modus vivendi, el furibundo You’re gonna miss me, el sencillo en cuestión, sugería escolástico rock de garaje o 60s punk propio de la época, coronándose merecidamente clásico del género. Activos desde verano de 1965, sin embargo, 13th Floor Elevators estaban llamados a trascender su era. Así se resolvía cuando las prometedoras ventas del single en San Francisco les facultan el verano de 1966 actuaciones en templos del sonido West Coast como el Avalon y el Fillmore, donde telonean a la plana mayor nativa: Quicksilver Messenger Service, Big Brother & The Holding Company, The Great Society, Grateful Dead y Moby Grape eran algunos de los que tomaban atenta nota.

Balneario psicológico, la liberalidad inhalable en San Francisco, antítesis de la polución parapolicial de Austin, incitaba a la banda a prolongar su estancia en esa ciudad más de lo previsto, quizá retrasando así ilusoriamente el regreso al reaccionarismo y la persecución, de ahí que tuvieran tiempo de sobras para imprimir huella. Cuando vuelven a territorio austinita, entonces, lo hacen por un motivo de peso: grabado con anterioridad a su expedición por el oeste, acaba de publicarse su primer álbum, en el que figura el revelador repertorio que más allá de You’re gonna miss me ha podido degustar el público franciscano.

Sonidos psiquedélicos, cordura pura

“Las letras de Tommy Hall giraban en torno a la idea de que a través de las drogas psiquedélicas la humanidad alcanzaría una suerte de metamorfosis químicamente inducida. Ahora parece bastante naif, pero básicamente eso era la esencia de todo”

Ya desde su iconográfica, luminiscente portada, un referente del grafismo psiquedélico, The psychedelic sounds of the 13th Floor Elevators (1966) constituye una explícita declaración de intenciones. En la contraportada, las notas firmadas por Hall translucían todo un manifiesto ideodélico: “Se ha hecho posible recientemente para el hombre alterar químicamente su estado mental, alterando de ese modo también su punto de vista (que consiste en su propia relación básica con el mundo exterior, que determina cómo almacena la información que este le provee). Puede reestructurar su manera de pensar y cambiar su lenguaje de modo que sus pensamientos establezcan una mayor relación con su vida y sus problemas, por lo tanto, abordando estos con más cordura. Es esa búsqueda de la cordura pura lo que forma la base de las canciones de este álbum”.

Esas canciones, y su profilaxis mental, surcaban la frontera entre el viejo y el nuevo sistema, proyectando un futurible cambio de orden. Ilustraba Hall la circunstancia comentando individualmente cada pieza, dando cuenta de un inédito hilo conceptual trufado de referencias filosóficas y psicológicas, religiosas y existenciales, sociales y adolescentes, discurriendo a la vez teorías de cosecha propia; siendo la pivotal aquella según la cual un estado mental psiquedélico podía comportar para el hombre una nueva existencia. Si el resto de sus contemporáneos se atascaba todavía en el fósil cantar del “chico y chica”, ellos –culpables de lo mismo en el a la postre totémico “You’re gonna miss me”–, ascensoristas rumbo a una dimensión superior, se propulsaban directamente hacia desconocidas, insólitas esferas de espiritualidad. “En Austin había gente experimentando con psiquedélicos, concretamente peyote, tan pronto como en 1961. De hecho, hubo una pretérita generación de tipos contraculturales que incluso podía haber experimentado antes. Tommy estaba familiarizado con Leary y Alpert. Todos habíamos leído Las puertas de la percepción, de Huxley, y Drugs and the mind, del doctor Robert S. de Ropp. Aquello fue lo que proporcionó el apuntalamiento filosófico de los Elevators y su música”, PS 1.

Aquello y, claro está, materia prima para la mente de alto rendimiento alucinatorio. “Fire engine’ fue escrita específicamente sobre el DMT, el más potente psiquedélico jamás creado. Fumar DMT es como LSD instantáneo pero magnificado quinientas veces. Dura veinte minutos, a cambio, es mucho más fuerte que el ácido. Una droga que acojona. Solíamos fumarla mezclada con yerba. También estaba el DET –dietiltriptamina, psiquedélico derivado de la triptamina, un alcaloide [NdA]–, cuyos efectos se prolongaban por espacio de un par de horas. La gente aquí en Austin, y no daré nombres, repartía psiquedélicos gratuitamente entre muchos de nosotros, incluidos los Elevators”, TO 2.

Cartas magnas de y para aspirantes a acid heads, bifurcadas entre misticismo y cripticismo, “Fire engine” y títulos como “Roller coaster” (“Cuando el viaje de tu vida se inicie, / empezarás a hacer lo que quieres hacer. / Y descubrirás que el mundo que una vez temiste / extrae de ti lo que tiene”) y “Reverberation” también hacían las veces de cuaderno de bitácora del viaje iniciático con destino a los abismos de la autoexploración químicamente asistida. “Las letras de Tommy Hall giraban en torno a la idea de que a través de las drogas psiquedélicas la humanidad alcanzaría una suerte de metamorfosis químicamente inducida. Ahora parece bastante naif, pero básicamente eso era la esencia de todo”, PS.

“Corrían muchas drogas, lo cual formaba parte de la filosofía de Hall de explorar nuestro nuevo e intrépido mundo a través de la música. La música era nuestro diario para consignar lo que estábamos experimentando. No obstante, Hall nunca creyó en ninguna droga que considerara destructiva, como heroína o speed o cualquier sustancia que implicara el empleo de una aguja; pensaba que, si los indios habían estado consumiendo drogas naturales durante quinientos años, era porque esas drogas no presentaban efectos dañinos. Hablamos de peyote, hongos, marihuana y hachís, drogas que eran aceptables, y de las que el LSD resultaba una extensión natural”, CH 3.

Vírgenes, como se ha dicho, en cuanto a la interiorización comercial de esa postura, los Elevators tripaban creativamente sin parafernalia. Ni rastro de light shows estroboscópicos, efectos de sonido, manipulaciones de estudio o ropajes paramécicos. Tanto es así, que ni la industria ni los media detectaron nada extraño en aquellos salmos sobre estados alterados de conciencia. La maníaca naturalidad vocal de Erickson, y la fantasmática navegación del guitarra Stacy Sutherland, se bastaban para formular un austero pero vitalista psych-punk avant la lettre en el que, irreal, visceral y poético, el folk copulaba con Buddy Holly, Stones, Kinks, Dylan y Sky Saxon. De hecho, el único “efecto” presente en esa morfología sonora sería el misterioso ulular que Hall extraía soplando por el gollete de un jug, jarra de loza normalmente contenedora de whisky, instrumento casero heredado de las jug bands negras de los años veinte.

Enemigos públicos

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Hall gozaba también de otras peculiaridades, no todas encomiables: “Tommy era un manipulador. Utilizaba el ácido para manipular al resto de la banda, pero no en una dirección violenta. Tommy pensaba que estaba haciendo lo correcto, que las drogas eran las llaves del universo. Todos estaban metidos en ese rollo del delirio ácido. Al que más le afectó fue a Rocky, pero no había una sola persona en esa banda que no acabara física o mentalmente perjudicada por lo que por aquel entonces sucedía con el LSD. Nuestra generación tomó un montón de drogas y pagamos las consecuencias de tanto tripi. Pensábamos que íbamos a cambiar el mundo para mejor, pensábamos haber encontrado una existencia mejor gracias a la química. Las drogas abrieron puertas espirituales para alguno de nosotros, a otros les franqueó las puertas de la muerte y la destrucción. Las drogas dejarían de ser nuestras amigas para convertirse en nuestras enemigas. En los Elevators, bueno, eran músicos de un increíble talento, no necesitaban incentivos externos. Como he dicho, el ácido tendría una influencia negativa, pero inicialmente esa influencia en la banda fue positiva. El tomar drogas propició una magia que ayudó a crear aquella música”, TO.

Serían las drogas también causantes de unos roces con la ley que irán incrementándose. Ya a mediados de 1966, transcurrido apenas un año desde su formación, habían sido los Elevators objeto de arresto colectivo. “Con anterioridad a 1967, en Tejas no abundaban peludos y freaks, lo que declaraba abierta la temporada de caza para los pocos que por allí corrían. Por ejemplo, Chet Helm –criado en Texas, Helm sería manager de Big Brother & The Holding Co., así como promotor en las sombras del Summer of Love y uno de los principales dinamizadores de la escena franciscana de Haight-Ashbury [NdA]– fue encarcelado en Laredo en noviembre de 1963 como sospechoso del asesinado de JFK por el hecho de llevar el pelo largo hasta los hombros. A medida que transcurría la década, las posturas se fueron polarizando: políticos liberales contra políticos conservadores; lo hip contra lo plebeyo; palomas contra halcones; freaks contra carcas. A finales del verano del 66 dejé Austin por San Francisco porque aquella penetrante atmósfera de inminente perdición estaba creciendo más de lo que yo me sentía capaz de combatir. Cada semana corrían rumores de que iba a tener lugar la Gran Redada. Cuando detuvieron a los Elevators se rumoreó que aquello era solo el principio y que todos los demás iban a acabar cayendo también”, PS.

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En julio de 1966, poco antes de partir hacia San Francisco, como se ha dicho, la banda al completo era atrapada con las manos en la masa en el apartamento de Hall. A pesar de que la ley estatal de Texas castigaba en aquellos momentos con una condena de veinte años la posesión de un canuto, en esa ocasión quedaban milagrosamente en libertad. “Conocíamos bien al oficial que nos arrestó, tenía la pésima reputación de golpear a sus prisioneros por ‘resistirse al arresto’ de camino a la comisaría. El juez Thurmond también tenía mala reputación, en su caso por enchironar a todos los acusados por asuntos de drogas. ¡No solo dictaba sentencias de veinte años, sino que añadía trabajos forzados! Dio la casualidad de que, cuando comparecimos en los juzgados, Thurmond estaba enfermo. Incluso así podíamos ser condenados a prisión, de no ser porque el juez sustituto cometió un error al leer las evidencias. La marihuana que nos confiscaron era una cantidad sustancial, pero en la etiqueta de los peritos se leía: “Una pequeña cantidad ha sido analizada”; el nuevo magistrado entendió que la cantidad total aprehendida había sido pequeña. El caso fue sobreseído y los Elevators salieron con libertad condicional”, CH.

El periplo por la Costa Oeste había finalizado hacia el fin de 1966, y a principios de 1967 los problemas parecían multiplicárseles. Además de la ley, estaban enfrentados a su discográfica y entre ellos mismos, esto último cortesía de la paranoia resultante del abuso alucinógeno y el creciente hostigamiento policial. A diferencia de Frisco, las autoridades de Austin no verían con óptica tan permisiva el avance freak. Conservador, provinciano, puritano, baptista, redneck, el sistema tejano declaraba a los Elevators objetivo prioritario para descabezar dicha invasión. “Fuimos acusados de empujar a los jóvenes a drogarse con nuestra música. Nos acosaban constantemente por nuestro pelo largo, sobre todo los tíos. Estábamos aislados; no obstante, nos considerábamos muy sanos, muy morales y muy éticos”, CH. “De algún modo todos cambiamos el mundo. Era muy duro llevar el pelo largo en Texas en aquella época, y había mucho encarnizamiento policial. No creo que mucha gente nacida después de 1970 pueda concebir por lo que aquellos chavales pasaron en los sesenta”, TO.

La presión se cebaba en la sección rítmica. “Tengo la sensación de que Benny Thurman estaba colocándose demasiado. Tommy no aprobaba el speed, y a Benny le gustaba cada vez más. En cuanto a John Ike Walton, sus padres estaban preocupados por las influencias de John y la dirección que estaba tomando la banda. En opinión de Tommy, tanto Benny como John eran inpsiquedelizables”, PS.

Espiritualismo eléctrico

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Con nuevos bajista y batería, los Elevators abordaban su segunda obra, Eastern everywhere (1967), escrita al completo con anterioridad al cambio de formación. A contrapelo de aquella asunción oficial por la que su primer LP es considerado el más representativo de la sustancia de la banda, permitámonos discrepar aquí, descargando esa responsabilidad sobre los surcos de esta segunda acidulada rodaja, aquilatador refinado y optimizado de los postulados originales. Embriagada de afeites y resonancias orientales ya desde título y funda, Eastern everywhere moderaba la urgencia inicial y ello redundaba en una cosmogónica mirada, que profundizaba en la conceptualización ácida sin estridencias ni poses, perforando hasta recónditas fibras. Ya anunciando su espectáculo como “psiquedélico”, otro rasgo de su avanzado instinto, en nuevas canciones como “Slip inside this house” se desplegaba caudaloso todo el potencial de la ingenua pero voluptuosa facundia del grupo: “Mientras tus miembros empiezan a disolverse / en el agua que hoyas / Todos los alrededores están creciendo / en la corriente que aclara tu cabeza”.

“Levitation”, “Postures (leave your body behind)”, “Slide machine”, “Earthquake” y el resto de esa cosecha, incluida la hipnagógica y cautivante versión de “It’s all over now”, rezumaban tántricas vibraciones, basculando entre la multidiversidad religiosa y el renacimiento emocional. Espiritualismo eléctrico, el conjurado en Eastern everywhere plasmaba a los Elevators en su más sensitiva fase. Extramuros de esa iluminada dimensión sonora, Lelan Rogers aportaba la nota discordante ideando una campaña antipublicitaria, es decir, sin promoción alguna, cuyo cometido pretendía sin lograrlo amplificar la mística alrededor de la banda. Por otro lado, de haberse terciado una estrategia publicitaria más ortodoxa, esta lo hubiera sido sin el concurso de un Erickson que, cada vez menos fiable, podía o no comparecer en los conciertos. International Artists intentaría ingresarlo en un hospital a finales de 1968, cura de reposo sin duda justificada a la que se negaba el interesado, cuya ficha policial engordaba progresivamente. Sus camaradas tampoco se quedaban atrás. Para entonces, la policía ya había hecho de acosar a los Elevators au complet una costumbre, incluyendo al menos una ocasión en la que todo su equipo sonoro fue destrozado en busca de sustancias. También corrió el rumor de que el segundo arresto de Erickson había sido una encerrona. Aparentemente, un chaval al que detuvieron con marihuana fue informado por las autoridades de que retirarían los cargos si declaraba que la yerba pertenecía a Erickson.

Las ventas de Eastern everywhere resultaban inferiores a las de The psychedelic sounds, y para terminar de empeorarlo su segundo álbum tampoco contenía ningún single aspirante a listas nacionales como “You’re gonna...”. Perdido su momentum, los Elevators se replegaban en una popularidad local de la que seguían extrayendo rentas, actuando sin descanso en las principales ciudades tejanas, circuito solo abandonado las dos ocasiones que regresaban nuevamente a San Francisco. Esos conciertos han ido perdiendo bríos, víctimas colaterales de la mella practicada por la ebriedad en la banda, también del cerco policial y los cortocircuitos mentales de Erickson. “Roky era extremadamente sensible, inteligente y culto. Su personalidad era efervescente. Un día Tommy y Roky tomaron ácido juntos; estábamos cerca de la casa de su madre y nos pidió que le acercáramos porque se estaba haciendo tarde. No sé lo que sucedió cuando le dejamos allí. O bien alucinó o bien ella se asustó por su estado. La cuestión es que su madre lo ingresó en el Austin State Hospital, donde creo que recibió tratamiento de choque por primera vez. A través de amigos y fuentes internas supimos que Roky se encontraba en un estado lamentable, de modo que algunos de nosotros decidimos organizar su fuga durante una de sus salidas recreacionales. Para ello rompimos una puerta, pero Tommy dejó dinero para su reparación. El Roky que liberamos era diferente del que habíamos conocido. Ignoro si fue por los electrochoques o por su frágil condición mental después de drogarse tanto con LSD... En cualquier caso, nunca más volvió a ser el mismo”, CH.

Sin guardar conciencia de ello, ingresando a su hijo, Evelyn Erickson, una mujer extremadamente religiosa, todavía recuperándose del disgusto provocado por el enésimo arresto de Roky cuando los Elevators actuaban en la Sam Houston’s State University, firmaba una condena a perpetuidad. Así las cosas, Erickson entrando y saliendo de distintas instituciones médicas, Hall también desajustado por el abuso de ácido, los bajistas renovándose sin cesar, un proyectado tercer LP que iba a titularse Beauty and the beast, y en el que habían estado trabajando durante la primavera de 1968, quedará tan en suspenso como los espectadores de sus conciertos, nunca seguros de la presencia de Erickson. Este realizaba su última aparición pública con 13th Floor Elevators en abril del 68.

Prohibido derrocar la realidad

Vista la coyuntura, International Artists parcheaba ese intervalo del que no habrá marcha atrás publicando un falso disco en directo, aparecido en agosto de 1968, en el que se superponen aplausos sobre descartes, maquetas y otros retales de estudio grabados dos años antes. Mientras tanto, Hall se trasladaba a California, terminando así con las pocas probabilidades que quedaban de que la banda superara de algún modo sus lastres, y Erickson volvía a ser arrestado. Insensible a esos avatares, International Artists ordeñaba las últimas gotas de la ubre ascensorista recuperando los restos del abortado Beauty and the beast. Este lo reconstruía Stacy Sutherland, echando mano básicamente de composiciones suyas y retitulándolo Bull of the woods, durante una serie de nuevas sesiones de grabación en las que, salvo en cuatro temas, ni Hall ni Erickson participan. Publicado en marzo de 1969 y no rehabilitado hasta tiempos recientes –llegando a ser proclamado el mejor de sus discos–, el adiós de los Elevators será a lo largo de los años ignorado o condenado por historiadores y críticos, cuando en realidad, si bien es el menos psiquedélico de su producción, y curiosamente el más extraño, inyectaba vida fresca a una banda que según todos los indicios decaía moribunda.

El título más desconcertantemente bello de Bull of the woods, “May the circle remain unbroken”, era de lo poco que firmaba Erickson. Arrestado de nuevo antes de que ese disco pueda llegar a las tiendas, se salvaba de los veinte años entre rejas jurando que era un extraterrestre ante el magistrado, quien le daba a escoger entre la penitenciaría y el infame Rusk State Mental Hospital, esto es: o las cenizas o las brasas. Los esfuerzos de un abogado por evitarle el calvario psiquiátrico se demostrarán vanos. “La del electrochoque era una terapia muy común en muchas instituciones mentales de la época. Sé de un chaval al que sus padres sometieron a descargas solo por pertenecer a The Young People Socialist League. En esa atmósfera, y considerando el historial de Roky, lo que me sorprende es que los médicos no le amputaran la cabeza”, PS.

Si bien no la testa, el alma de Erickson quedaba cercenada de raíz. Idéntica suerte corría el psicodelismo tejano. El verano de 1970, cerraba el Vulcan Gas Company y la mayor parte de las bandas psiquedélicas tejanas habían pasado a la (sub)historia, víctimas del cambio de tendencias u otros factores. Paradójicamente, en el plano artístico, aún siguiendo habitando mentalmente en su propio planeta, Erickson era el que mejor parado se libraba de aquel descalabro –Hall desaparecía y a Sutherland lo asesinaba de un tiro su esposa durante una discusión doméstica–: no solo emprendía carrera en solitario, ascendía a figura mítica, sin dejar de grabar prácticamente hasta su muerte, conservando, si no la lucidez, el poderío y la sensibilidad que le habían caracterizado en sus años juveniles. También se ceñía/le ceñían la corona de Majara Supremo austinita, venerándosele en el mismo altar que a otro icono misántropo y psíquicamente evadido, su epígono británico, Syd Barrett. Dueño de hornacina propia en el censo de víctimas del ácido de la cultura pop, también, a semejanza del de Cambridge, cabría preguntarse con Erickson lo del huevo y la gallina. Su voraz ingesta de trips, ¿detonaba la esquizofrenia paranoide que le diagnosticaban en 1968 o solo la despertaba? Ni lo uno ni lo otro. Como sea, resumamos su odisea tomando prestadas unas palabras de Artaud: “Así (con un diagnóstico de locura) se amordazó a Baudelaire, a Edgar Poe, a Gérard de Nerval y al impensable Conde de Lautréamont. Porque se temió que su poesía saliera de los libros y derrocara la realidad”.

1. Powell St. John, miembro de la banda amiga The Conqueroo y autor de varias canciones de los Elevators.
2. Tary Owen, miembro de The Conqueroo y cuidador no oficial de Erickson.
3. Clementine Hall, esposa de Tommy Hall. Declaraciones extraídas de Psychedelic Psounds (Borderline Productions).

 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #293

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