“El hombre se hace con la mujer para depositar en ella su semilla / él tiene el poder / ella la necesidad / se pasa ella la vida complaciendo a su hombre / le sirve la cena y todo lo que puede / llora sola por las noches con demasiada frecuencia / mientras él fuma, bebe y no da señales de vida / Ese hombre te ha hecho encanecer / ha sido el error de tu vida / todo lo que buscas es la oportunidad de dejarlo / te engaña en tu cara / cuánto odias este juego / te atiza de vez en cuando y vives entre amor y dolor / ojos morados sin parar / ‘no gastes ni un centavo’ / ‘limpia esta suciedad’ / y tú ahí arrodillada / suplicándome que te vea sangrar”.
“Only women bleed”, Alice Cooper, 1975
Acumulamos tradición aquí en Iberia en eso de poner en solfa lo putas que son las mujeres y cómo llamarlas al orden..., a palos. Copla, flamenco y canción española pueden considerarse manuales de base para aprender a llevar los pantalones, según Dios y Elena Francis disponen. Pero eso –tememos– sucede en todas las familias de la música popular; en la nota de prensa de un debate celebrado en el 2011 en La Habana a propósito de la violencia de género en la música cubana, se decía: “La realidad mediática global está plagada de imágenes y discursos que legitiman la violencia, en especial aquella que se ejerce contra las mujeres por cuestiones de género. Si en un espacio cultural se hace evidente esta condición en Cuba es en la música popular, donde abundan mensajes cargados de agresividad simbólica y sicológica... Letras ofensivas hacia las mujeres también pueden oírse en ritmos como el merengue, la salsa, la balada y la bachata. Así salieron a la discusión frases como: ‘Pun, pun te maté’, ‘Le gusta el bate a la mujer del pelotero’, ‘Cric, cra, te partí el cuello’, ‘Dime cuánto es que ella vale’ o el texto del ‘Chupi chupi’, temas de alta popularidad entre numerosas zonas de nuestra población, a pesar de la carga de sexismo y de violencia que conllevan, lo cual denota la compleja trama entre singularidad subjetiva y colectividad social, todo un desafío a obviedades de interpretación”.
Más llamativo que esa propensión a bestializar lo femenino desde una tradición que todo lo justifica y subjetiviza, es la sinapsis de tal mensaje con géneros no tradicionales, esto es, “modernos”. Según Música y violencia de género en España (2018), un estudio académico disponible en la red, durante la década de los ochenta, precisamente en pleno carnaval postransicional de regeneración democrática –si es que en este país legisló alguna vez tal régimen–, se intensificaba el relato violento que hogaño llaman de género, contribuyendo a su normalización. “En ese periodo se mantiene el discurso machista y denigrante hacia las mujeres, tanto en aquellos estilos en los cuales tradicionalmente se había mostrado esta imagen femenina (37,5%), como en el pop (25%), el rock (25%) o el heavy metal (12,5%)”.
Ilustraban los autores esa tesis con dos ejemplos surgidos de la Movida. “Hoy voy a asesinarte” (1982), de Siniestro Total (“Nena, te quiero, pero no aguanto más / hoy voy a asesinarte, nena, no me volverás a engañar”) y “La mataré” (1987), del simpar Loquillo, sin duda sinécdoque del neardentálico talante del pop rock nacional de la época: “Quiero verla bailar entre los muertos / la cintura morena que me volvió loco / llevo un velo de sangre en la mirada y un deseo en el alma / que jamás la encuentre [...] Que no la encuentre jamás o sé que la mataré / Por favor solo quiero matarla / A punta de navaja, besándola una vez más”. Circunscrito a las cuatro últimas décadas, el citado análisis constataba que la mayor presencia de esa misógino-feminicida casuística “se concentra en el periodo 1990-1999, y destaca la ausencia de este tipo de canciones en la actualidad. Sin embargo, sí es más habitual encontrar letras cuyo significado –latente o manifiesto– contribuye a mantener la violencia simbólica, pues en ellas se recogen ciertos estereotipos de género, que pueden favorecer la persistencia de la desigualdad entre mujeres y hombres en el presente”.
Dicha pervivencia –proseguía el informe– se prolongaba en la primera década del siglo xxi, aumentando en el pop y reculando en rock y heavy, pero disparándose con la aparición de un nuevo género de raíz latina, el repulsivo reguetón. Nuevamente, las muestras hablaban solas. “Pa que aprenda, pa que respete, pa que respete / y pa que aprenda ya se quede quieta y no ande de tremenda”, cantaba Toby Toon en “Dale con el látigo” (2004). “Sale paquí sale pallá y un consejo le voy a dar, eh / látigo, látigo, yo le voy a dar por atrás, por atrás, pa que le duela otra vez / Y si ella se porta mal, dale con el látigo / Se sigue portando mal, dale con el látigo”. Por su parte, con “Yo quiero hacerte el amor” (2007), Wisin y Yandel abogaban por compaginar placer y pupa, siempre que fuera ella la depositaria de lo segundo: “Yo quiero hacerte el amor apretándote, pegándote”. Un consuelo se desprende del estudio. Entre el 2000 y el 2009 también emergía el mayor porcentaje de canciones-denuncia: 19,5% en rock, 11,5 en hip hop/rap, 10,3 en punk y 6,3 en otros estilos. No se incluía inexplicablemente el trap en ese escrutinio, y casi mejor así, pues no les habrían salido tan optimistas las cifras.
Barba Azul blues
Arreciando la cruzada feminista y el fragor contramachista, resonando cada vez menos hiperbólico el manifiesto de Valerie Solanas y su SCUM, Sociedad Para Hacer Picadillo Al Hombre –aquel potencial ejército de überfraus que “le clavarían un cuchillo en el pecho o le meterían un picahielos por el culo a un hombre nada más verlo si supieran que pueden salir inmunes”–, aterra pensar en los estragos que feminismo y feminazismo, y a su rebufo, acalorada por la hipermediatización del asunto y sus cazas de brujos, embriagada de corrección política, afiliada miméticamente a una tendencia preceptiva en la sociedad del espectáculo, por aquello de quedar bien y figurar en la foto, la volátil y apapanatada opinión pública –la menos digna de estima de todas las opiniones, según Tito Livio–, estremece conjeturar, decíamos, con la consolidación de un relato susceptible de dar origen a censores puritanismos. Aparte ya de la posible autocensura que esto incentive, pensemos en la de canciones que tendrían que suprimirse del erario colectivo popular y ser arrojadas de cabeza al Index Librorum Prohibitorum en aras de la igualdad..., cuando en realidad son mucho más numerosas las composiciones en las que el varón brutaliza a otros varones. Peor aún, probablemente muchas de esas canciones arderían colateral e injustamente en las llamas de la desmachificación, v. gr., “Only women bleed”, de Alice Cooper, en su día protestada por organizaciones feministas, logrando sus presiones que la versión aparecida en formato single recortara el título a “Only women”. Un sinsentido: la letra condenaba explícitamente la figura del abusador.
¿Permearía airoso hoy el filtro de lo admisible Dioptria (1968) y canciones como “Vostè”?: “Te casaste con un buenazo / que fue escogido con esmero / y tuviste que sufrir su carne / una ley creo que existe al respecto / lo hiciste siempre con gran despecho / a pesar de gustarte mucho / porque eres una mujer para hacer hijos / y es el destino quien así lo manda / te casaste con el corazón frío / para solucionar tu vida / nunca te diste cuenta / pero te estoy llamando prostituta”.
Pau Riba embestía contra el patriarcado y la célula familiar –“conjunto de esclavos que pertenecen a un mismo amo y señor”– en la que continúa siendo la más esencial, y contemporánea, de sus obras, conduciéndose muy crítico con el papel cómplice de las mujeres en ese organigrama: la eterna solterona Conchita Casas de “Ars eròtica” (“Los años que hace que / lo mismo en la cama que fuera de ella / solo sueñas en casarte / para poder llamar padre / al que sea tu marido”); la egoísta “Chica de porcelana” (“Quieres que te den no dando nada / eres fría e inhumana / te preocupas de cinco a siete”). Ahora mismo, en un clima social que enfebrecido por la saturación mediática vigila, denuncia, juzga y condena, los hombres en su globalidad predeterminadamente sospechosos de machistas, alguna asociación u otra, en defensa de esto o aquello, gestionaría una visita a los tribunales por menos que eso.
En cualquier caso, nos abstendremos de profundizar en la epistemología de este estado de cosas, y, sin ánimo de frivolizar con un asunto, el del maltrato de género, que nos hace avergonzar de pertenecer al masculino, concentraremos nuestros esfuerzos en la prosaica tarea de especular con el ingente trabajo que supondría demoler el fálico rascacielos edificado por la violencia de género en la música popular, empezando por algunas de sus formas más arcaicas. El blues, donde tantos estragos causaba el cubata de alcohol y celos, esto es, el “o mía o de nadie”, sepulta en su noche de los tiempos un descomunal vademécum de invectivas y agresiones dirigidas a las mujeres, puede que de las más bárbaras. Comentando una antología de harmonicistas blues en su reputada columna virtual Folkworks, el músico y estudioso californiano Ross Altman apuntaba: “Si quieres aprender cómo y cuándo golpear a tu esposa, no tienes que ensuciarte las manos; tan solo has de dirigirte a Folkways, el más soberbio depósito de música folk clásica americana. Si fuera posible borrar las pistas vocales de este CD y escuchar solo la armónica, obtendría uno una hora y pico ininterrumpida de blues indómito y excitante, pero es difícil no sentirse alienado cuando se repara en el abuso verbal y la desatada violencia que destila contra las mujeres para quienes muchas de estas canciones fueron compuestas, desde amenazas de daños físicos hasta pistolas apuntándoles a la cara”. Ejemplificaba ese extremo citando “Crow Jane blues” (1947), de Sonny Terry & Brownie McGee: “Te das cuenta, nena, de que vas a acostarte y morir / te lo he dicho ya, y no volveré a decírtelo / si tengo que hacerlo otra vez, sacaré mi vieja 44 / algún solitario cementerio será tu lugar de descanso / te amo, Crow Jane, y no voy a mentirte / el día que me dejes, ese día morirás”.
Se lamentaba Altman de que, en pleno 2013 y formulado ya el feminismo moderno, nadie depurara preventivamente las ediciones de Folkways, sello gestionado por el Instituto Smithsoniano, con objeto de evitar la exhumación de canciones denigrantes para con las mujeres. Ah, ¿solucionaría algo ocultar su existencia, pretender que nunca fueron concebidas, privar a futuras generaciones de conocer una versión completa de su pasado? Ustedes dirán. Limemos hierro al dilema señalando que en algunos casos esos bluesmen abusadores tropezaban con su horma paritaria. “No quiero que pasees a otras chicas por ahí”, cantaba Memphis Minnie en “Me and my chauffeur blues” (1941), “tendré que robar un revólver y pegarle un tiro a mi chofer”. Más lejos iba Josie Miles en “Mad mama blues” (1924), ángel exterminador no solo de hombres sino de la población au complet: “Puedo ver correr la sangre por las calles / podría ser cualquiera el que yaciese muerto a mis pies / dadme pólvora, dadme dinamita / y arrasaré la ciudad, la haré volar por los aires / cogeré mi Winchester de la repisa / y cuando empiece a disparar / nadie quedará vivo”. Con todo, aunque numerosas, resultan excepcionales esas manifestaciones de quid pro quo en un escenario en el que ellos tienen todas las de ganar.
En “22-20 blues” (1931), Skip James patentaba calibre propio para expresar la ineluctabilidad de su revólver, con el que amenazaba “partir en dos” a su costilla si esta no regresaba al redil, y argumentaba de paso por qué prefería el calibre 22-20 a otros. Robert Johnson, que empezaba desde abajo, dispensando hostias a mano –cfr. “Me and the devil blues” (1937): “Voy a currar a mi mujer hasta quedar satisfecho”–, se mostraba partidario de mayor diámetro en “32-30 blues” (1937), inspirada en la canción de James: “Voy a disparar mi pipa / me hiciste quererte pero ahora ha vuelto tu hombre”; en realidad, una elección práctica, pues ella “tiene una 38 Special, que es demasiado ligera”. Nadie tan gráfico como Louisiana Red en “Sweetblood call” (1975): “Lo pasaré mal echándote de menos mientras mi pistola entra en tu boca, nena / puedes pensar que vas a largarte al norte, pero tus sesos se quedarán en el sur”. Retorcido como él solo se mostraba King Solomon Hill en “Whoopee blues” (1932), donde, desbordado por la desfachatez de su parienta, el protagonista pacta con Lucifer para que este la viole: “No te he visto el pelo en todo el día / y ahora me dices que sales de juerga esta noche / voy a pillar mi navaja y cortar tu tiempo / Le he dado al enterrador tus medidas / mañana por la noche estarás de juerga con el Diablo / nena, me hiciste amarte, y he acabado siendo tu esclavo / de ahora en adelante estarás de juerga en lo más profundo de tu solitaria tumba / el Diablo tiene noventa mil mujeres, pero necesita una más”. También precisaba abultados suministros el violento de género en serie “Butcher Pete” (1950), de Roy Brown: “Desde que Pete llegó a la ciudad / se lo ha estado pasando bomba / ha amputado y descuartizado por doquier / mujeres solteras, mujeres casadas, viejas sirvientas y las que se le han puesto a tiro”.
¿Solucionaría algo ocultar la existencia de estas canciones, pretender que nunca fueron concebidas, privar a futuras generaciones de conocer una versión completa de su pasado? Ustedes dirán
Las habituales razones de espacio nos disuaden de detenernos en otros anaqueles que no sean el de la pólvora, como es el de armas blancas, donde, aparte de navajas, abundan hojas de filo o punzantes: cuchillos de carnicero, picahielos, hachas, destornilladores. Rebosan si cabe las canciones donde hacen acto de presencia mayor virulencia y crueldad. Interpretada por distintos artistas, siendo el más significativo Blind Willie McTell, quien la grababa en 1949, sirva de botón de muestra “A to Z blues”, canto a la escarificación de la que optaremos por la versión a dúo de Billy Higgins y la ya citada Josie Miles (1924):
“Él: A ver, por qué discutimos, si te trato como a una reina.
Ella: ¡Vaya!, pero si cuando vuelves del curro a casa no haces más que liarla y buscar bronca.
Él: ¿Esas tenemos? Ayer por la noche te fuiste a las ocho y media...
Ella: Sí, y he vuelto a las cuatro de la madrugada...
Él: Y tienes el valor de traerte otro hombre a mi casa...
Ella: Eso no ha de preocuparte, amiguito, he acabado contigo.
Él: Pues antes de que te largues, esto es lo que haré...
Ella. ¿Sí? ¿Qué vas a hacer, chaval?
El: Voy a cortarte la cabeza con mi navaja de cuatro maneras distintas, a lo largo, a lo ancho, por arriba y por abajo.
Ella: Eso si me coges.
Él: Voy a grabar con la navaja A B C D en lo alto de tu cabeza. Eso será tratarte bien, y no vas a morir. Voy a grabarte E F G en tu cara, y también H I J K. En los brazos te marcaré L M N. Pasarás el resto de tu vida vendiendo cordones de zapatos y lápices. También te añadiré O P Q. Estás en problemas. Voy a agarrarte y sacudirte y no te soltaré. Cortaré en tu cara R S T solo para oírte llorar. Esta es la última vez que las lágrimas caerán de tus ojos. Y no faltarán U V W en la planta de los pies. Esta ha sido la última vez que paseas por la calle 35. Voy a marcarte en el pecho X Y Z. Acabado el alfabeto, dejarás de darme la murga”.
¿Creen haberlo leído todo? Para nada. No satisfecho con rebanarle el pescuezo a su chica, desde “New prison blues” (1926), Peg Leg Howell afirmaba sorberle la sangre que por el tajo manaba.
Filosofía de la coñificación
Puede dar la sensación, a tenor de la galería de los horrores que acabamos de recorrer, de que nada supera al blues negro de entreguerras en lo que a atentar contra las mujeres concierne. Craso error. De facto, comparado con la que se avecinaba, lo de los abusadores de esa calaña es peccata minuta. Demos un salto cuántico hasta las postrimerías del siglo xx para recibir a los enfants terribles del power electronics, punitivo y extremo subgénero de la música industrial encabezado por los británicos Whitehouse, cuyo mensaje no resulta menos lacerante, concentrándose, Wikipedia dixit, en “sadismo sexual, violación, misoginia, asesinatos en serie, desórdenes alimenticios, abusos infantiles, fetichismo neonazi y otras formas de violencia y abyección”. Su principal objetivo, sin embargo, es el eje dominación-sumisión, no hace falta decirlo, singularmente obsequioso con el sexo tildado de débil. Hay para dar y tomar, en su cancionero, de títulos pertenecientes a esa materia: “Te domino”, “Ultrasadismo”, “Día de la violación”, “Polla dominante”, “Pro-violación”, “Te la voy a meter por el culo”, “Maestro del estupro”, “Destrozaculos”, etc. Para abreviar, focalizaremos su esencia en dos piezas pertenecientes al álbum Mummy and daddy (1998): “A cunt like you”, ‘Un coño como tú’ (“Pareces un puto murciélago, vieja zorra / odio la vulgaridad, tan común / tu vergonzosa celulitis / nunca volverás a ser la misma / puto estereotipo / tragas como un coño / coño que jode como un coño / dueles como un coño / rompes como un coño / un coño como tú / puto estereotipo / escucha el sonido de estar vivo / mírate a ti misma, coño / ponle fin / arréglate / eres un puto desastre, una puta desgracia / coño”) y “Philosophy of the wife-beater”, ‘Filosofía del zurra-esposas’ (“Puto coño / quién diablos te crees que eres / estúpido puto coño”).
Antes de elevar el grito al cielo, atendamos al análisis, no diremos disculpatorio, pero sí alternativo, practicado por la web Sputnik Music: “Discrepo de quienes opinan que Whitehouse son demasiado misóginos, racistas, homófobos, etc., como para merecer ser escuchados. Cada año se publican muchos discos que considero más ofensivos porque tratan el tema descuidadamente e intentan glamurizarlo, o al menos hacerlo menos horrible de lo que en realidad es. Whitehouse son lo contrario. Te muestran exactamente lo que es encontrarse en la piel de la víctima, diana de insultos y vulgaridades. No dan tregua. Aquí no hay felicidad, tan solo máxima aversión y disgusto. Todo el mundo debería escuchar Mummy and daddy [cuyo tema final era un collage de veinte minutos con grabaciones de llamadas a urgencias denunciando violadores y asesinos en serie, así como entrevistas con víctimas, NdA] para sentir lo espantoso de hallarse en esa clase de situación, para sentirse absolutamente horrorizado”. Queda a discreción del lector validar la posibilidad de que lo que diga Whitehouse sea antónimo a lo que piensa. Pero para horror, y en absoluto susceptible de polisemias, el del difunto punk-rocker americano G.G. Allin. No conoce parangón, ni en esta ni en otras galaxias. Tal es el calado de su degeneración, que no sabemos ni por dónde empezar: coprófago, zoófilo, racista, necrófilo, etc. Sobre el escenario, amén de autolesionarse, Allin defecaba y devoraba sus propias heces, cuando no se embadurnaba con ellas o las repartía generosamente entre la audiencia, contra la que, como si eso no fuera bastante, arremetía físicamente. También prometió suicidarse sobre las tablas, en directo, pero en 1993 una sobredosis de heroína se le adelantaba.
Propia de un perturbado, su atroz concepción del sexo opuesto le llevó a prisión en varias ocasiones. Hoy no podría ni salir a la calle. Inexplicablemente con tres matrimonios a cuestas y un hijo en su haber, reescribía Psychopathia sexualis, de tal suerte que Krafft-Ebing sentiría náuseas de conocer el resultado. En la praxis, le partía la nariz de una patada en un concierto a una de sus seguidoras –fortuitamente, ya que repartía sin reparar en sexos–, y a otra la secuestraba y torturaba, por lo que sería condenado, solo a dos años, pues el jurado consideraba inconsistente la versión de la víctima. Sobre el papel, no hay palabras. Un potencial grandes éxitos de esa modalidad tan cara al autor precisaría de varios volúmenes, pero bastará con un hipotético episodio piloto...
Cara A
–“Coño anal”: “Tu coño anal será hoy mi polvo de los polvos / violaré tu culo muerto y lo penetraré a fondo”.
–“Mato todo lo que jodo”: “Estoy infectado de sida / follo cada día / mato todo lo que jodo”.
–“Sor Sodomía - Muerte y defecación”: “La sangre que me gusta beber / es la de dulces muchachas”.
–“Sé mi puta zorra”: “Eres una puta mierda / no eres nada para mí / arrodíllate y chúpamela”.
–“Métele una cruz por el coño a una monja”: “Ave María, llena eres de mierda / métete a Jesús por el coño”.
–“Soy el más violador”: “Te llevaremos a un callejón / nos correremos en tu culo, coño y boca”.
Cara B
–“Mi parranda sádica y asesina”: “Sangrientas orgías con chicos y chicas / violo sus cadáveres hasta reventar”.
–“99 puñaladas - Ritual de la decapitación”: “Vaya colocón verte morir / sangrando mientras te saco los ojos”.
–“El último en la fila del bang gang”: “Cuando me llegue el turno, su coño estará hecho un asco / pero un polvo es un polvo”.
–“Voy a violarte”: “Me ofrecí a acompañarte a casa / y cuando estuvimos solos, fue entonces cuando te violé”.
–“Follando culo, chupando ojete, lamiendo coño, masturbación”: “Quiero follarte el culo, lamer la mierda de tu ojete / hincártela hasta que sangres, mearte en la boca para que no puedas respirar”.
–“Jodida a los diez años”: “No hay nada como el coño / de una niña de diez años / soy pederasta vocacional / voy a follarme a tu niñita”.
–Bonus track: “Cómete mi diarrea”, una versión de The Vacant, banda del bajista de G.G. Allin & The Texas Nazis: “Voy a jiñarme en tu boca, y voy a jiñarme en tu cara / voy a cagarme en ti y en tu madre”.
Lamentable nivel el de tanta y tan compulsiva explicitud, que no debería engañarnos. Canciones más sigilosas a la hora de transmitir un mensaje igualmente deplorable, las venimos oyendo de siempre sin enterarnos de la copla. Bajo la exuberancia operística de “Delilah” (1968), número uno en listas de medio planeta, Tom Jones bramaba una sucia historia. Un tipo pillado hasta las trancas de su chica descubre que le brota cornamenta y se descuerna ipso facto: “Ella estaba allí riendo / vio el cuchillo en mi mano y dejó de reír / antes de que echen la puerta abajo cuando vengan a por mí / perdóname, Delilah, no podía soportarlo”. Instrumental en la evolución del folk al rock psicodélico, compuesta por el cantautor Billy Roberts y versionada por centenares de artistas, siendo la toma de The Jimi Hendrix Experience (1966), la más popular, “Hey Joe” ha conservado su categoría de clásico, inmune a las iras feministas, a pesar de que el tal Joe logra huir con éxito a México después de autoenviudarse: “Tío, ¿dónde vas con esa pistola en la mano? / Voy a dispararle a mi parienta / la pillé por ahí tonteando con otro hombre / y eso no mola / Oye, Joe, me dijeron que te cargaste a tu chorba / Sí, lo hice / la sorprendí con otro tío / y le di a probar mi revólver / Muy bien, Joe, dispárale otra vez”. Inspirada por Andy Warhol, “Vicious” (1973) –traducible por ‘vicioso’, pero también ‘brutal, despiadado’–, de Lou Reed, atronó en los autos de choque de medio mundo sin que nadie reparara en su escabroso contenido. Claro que Reed podía alegar autodefensa. Como sucedía en “Caroline says” y “Venus in furs”, la viciosa era ella: “Viciosa, quieres que te pegue con un palo / cuando te veo venir / pongo pies en polvorosa / no eres la clase de persona con la que me guste estar / mira, viciosa, ¿por qué no te tragas unas cuantas cuchillas de afeitar? / no eres buena ni tampoco divertida / te pisaré los pies y te mutilaré las manos”.
Igualmente ambigua puede resultar la hermenéutica de “Polly”, de Nirvana (1990). Kurt Cobain reconstruía en ella una tragedia real, la de una adolescente que al salir de un concierto de rock era secuestrada, violada y torturada con una antorcha. El astro de Seattle añadía en su narración la posibilidad de que, con el propósito de engañarlo y escapar, ella le insinuara a su captor disfrutar del tratamiento recibido: “Polly quiere una galleta / creo que debería soltarla primero / quiere un poco de agua / para apagar la antorcha”. Un año después, también en el ámbito de lo real, dos excrementos humanos violaban a una chica mientras cantaban esa canción de Nirvana. Cobain refería al incidente en las notas de la antología Incesticide, explicando lo difícil que se le hacía seguir cantándola, consciente de que entre su público se contaba “escoria como esa”. En varias ocasiones el desaparecido músico había expresado su sensibilidad con el maltrato, y no es ningún secreto lo que opinaba de las violaciones, y que le llevaría a escribir “Rape me” (‘Viólame’, 1993). La cadena MTV la vetaba, lo mismo que los almacenes Walmart, poderosa cadena que finalmente ponía a la venta una versión especial de In utero con versión censurada de “Rape me”. Las malinterpretaciones se reproducían más allá de esos ámbitos, a pesar de los argumentos del autor: “En esa canción la víctima le está diciendo al violador que sobrevivirá, que en el futuro será ella la que le violará a él”. Atrapada en la telaraña de esa “compleja trama entre singularidad subjetiva y colectividad social, desafío a obviedades de interpretación”, “Rape me” la interpretaban desde la más abyecta de las subjetividades los hutus; durante el genocidio de Ruanda la radiarían sin descanso para fomentar la violación de mujeres tutsi: “Viólame / viólame, amigo mío / viólame otra vez / no soy la única / ódiame / hazlo y vuélvelo a hacer / desperdíciame / besaré tus llagas abiertas / apreciaré tu preocupación / vas a oler mal y a arder”.