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Víctor Nubla: Dios es un señor que se apellida Pérez

Victor Nubla: Dios es un señor que se apellida Pérez
Víctor Nubla durante la presentación del LEM 2018. Foto: Ernest Abentin

Víctor Nubla era todo un personaje, casi de novela. Dotado de un formidable ego que no se molestaba demasiado en contener, lo envolvía una estudiada aureola de gurú que él portaba con toda la naturalidad del mundo. Intelectual, científico, erudito, estudioso, cabalista, nigromante, prácticamente un monje dedicado a mantener en pie su propio orbe, un demiurgo, ya fuera conspirando musicalmente en Macromassa, por su cuenta, con bandas paralelas o colaborando en proyectos ajenos; escribiendo novelas, ensayos, fanzines y artículos de prensa; gestionando sellos discográficos, estudios de grabación o el festival LEM de músicas avanzadas.

Cumplida cierta edad, no provecta pero sí de riesgo, le empieza a asaltar a uno el síndrome de “la última vez”: ¿será esta la última vez que paso por esta calle, que saboreo este plato, que oigo esta canción? Se abre el lapidario interrogante a propósito de cualquier cosa o persona, impelido por la incertidumbre pero también por la evidencia de que el tiempo se nos acaba, lo mismo que las posibilidades de realizarlo. Lo peor de esa picazón existencial es que nunca conoces la respuesta hasta que ya es demasiado tarde. Habría sido, este, un buen tema para dilucidar con Víctor en las charlas que manteníamos en prolongada, deliciosamente bucólica sobremesa, regadas con whisky y ahumadas en costo afgano, cuando nos reuníamos para comer y charlar en su casa de la calle Milà i Fontanals, apretujados en una pequeña sala de estar atestada de libros y discos que desbordaban las estanterías, desparramándose sobre el sofá. Fuera el tema de conversación Alfred Jarry, las mujeres o la física cuántica, siempre tenía él algo interesante que decir de casi todo.

La “última vez” con Víctor sucedió hace unos meses, tras el que sería también postrer concierto de Macromassa, en una recoleta capilla de la Escuela Industrial de Barcelona. ¿Cómo íbamos a saber entonces que no volveríamos a vernos? No cruzamos palabra alguna, tan solo una mirada de complicidad. Amigos y fieles lo reclamaban. Una amplia sonrisa le iluminaba el rostro. Disfrutaba de la atención recibida, de ese fugaz baño de “multitudes”. Ya habría tiempo, pensé, de comentar la jugada. No lo hubo. Fue nuestro último abrazo.

Reza el tópico que todos, o casi todos, dejamos en alguien un vacío, por efímero que sea, ya que a los muertos se les olvida cada vez más deprisa. ¡Hay tantas cosas que hacer entre los vivos, como bien sabía Víctor! Con él no era difícil pronosticar que ese horror vacui iba a resolverse irrellenable, dada su fructífera productividad, el grosor y longitud de su multidisciplinar obra, y las dimensiones del personaje y su legado. Porque Víctor lo era, todo un personaje, casi de novela. Dotado de un formidable ego que no se molestaba demasiado en contener, lo envolvía una estudiada aureola de gurú que él portaba con toda la naturalidad del mundo. Intelectual, científico, erudito, estudioso, cabalista, nigromante, prácticamente un monje dedicado a mantener en pie su propio orbe, un demiurgo, ya fuera conspirando musicalmente en Macromassa, por su cuenta, con bandas paralelas o colaborando en proyectos ajenos; escribiendo novelas, ensayos, fanzines y artículos de prensa; gestionando sellos discográficos, estudios de grabación, el festival LEM de músicas avanzadas; o simplemente conversando ante una caña en la barra de la bodega Marín, de la que era asiduo y a la que en su día declaró centro del Universo.

"Su persona era tan inherente a Gràcia, donde vivió durante toda la vida, que la desaparición de Víctor no significa sino el fin de una era previamente agredida por la gentrificación y la erosión del tiempo"

Su fallecimiento –que se suma al azote que en los últimos años se ha llevado también a otros músicos de la misma generación y escena, como fueron Joan Saura, Oriol Perucho, Tres o Anton Ignorant– nos arrebata a quienes lo conocimos de cerca y a través de los años no solo a una persona especial, también un importante pedazo de la historia (contra)cultural de Barcelona durante nada menos que seis décadas. Nubla constituía una fenomenal sinécdoque de aquel underground agitador y experimental que emergió en la Barcelona libertaria de los setenta, se consolidó en los ochenta y maduró en los noventa, pasando a la rarefacción en los albores del presente siglo por causas ajenas a su voluntad; muchos de sus protagonistas, como Víctor, todavía infectados por la creatividad. Un síntoma de ese descenso al under-underground: aparecido en el 2019, el último disco de Macromassa pudo realizarse solo gracias al apoyo de un mecenas amigo. Si siempre había sido minoritario el radio de acción por el que artísticamente transitaba Víctor, en los últimos años este se había constreñido todavía más, disolviéndose en la inmensidad de la actual oferta sonora, incluida la experimental. Que Macromassa fuera declarado un referente, apareciendo en el festival Sónar, no garantizaba la continuidad de su obra ni daba medida de sus logros.

Como a casi todos los de su promoción que preferimos la incertidumbre bohemia a la seguridad de un puesto de trabajo en la Caixa, la Generalitat o el Ayuntamiento, llegado al principio del declive físico, en franja sexagenaria y sin el presente ni el futuro resueltos, la vida le recordaba burlona a Nubla la fábula de la cigarra y la hormiga. A él, que paradójicamente había sido un infatigable trabajador. A pesar de los reveses, ni las ideas ni los estímulos decrecían. Siempre llevaba encima una pequeña libreta y una estilográfica, para apuntar todo aquello que, sin anunciarse, se le reportara en la mente. Por lo general ocupado en esto o aquello, mejor no preguntarle por sus proyectos; los había en abundancia y podía eternizarse la respuesta. Inasequible pero no insensible a los problemas de subsistencia y salud, Víctor asumía su circunstancia, resignado a regañadientes a no percibir rédito alguno después de tres cuartos de vida al pie de las trincheras de la vanguardia.

Se tomaba esa tesitura sin mayor resentimiento que el normal en su caso, con distancia y amarga ironía, con escepticismo, incluso en años recientes, cuando desde la posmodernidad se empezaba a reivindicar a Macromassa y ese periodo vanguardista barcelonés del que formaba parte, dando a conocer la poliédrica figura de Nubla entre las nuevas generaciones. Lo contemplaba todo neutral e irónico, como quien no acaba de creérselo, restándole importancia a su labor y a la “gesta” del experimentalismo barcelonés nacido en la segunda mitad de los años setenta del pasado siglo: “Me parece muy bien tener pasado y memoria, pero creo que nadie ha superado a aquella generación, porque aquella generación no consiguió nada en especial. Está bien saber lo que pasó antes, pero no tiene ningún sentido mitificarlo”. Una postura engañosa. En el fondo y en la superficie, Víctor tenía complejo de divo. Naturalmente que lo tenía, porque era consciente de lo mucho que había hecho y seguía haciendo. No creo que buscara notoriedad, acaso un reconocimiento del que tuvo que contentarse con una réplica a pequeña escala.

Escaso o numeroso, lo acompañaba normalmente un séquito de discípulos y escuderos, también palmeros, sicofantes y mamporreros, a los que de alguna manera protegía artísticamente u otorgaba su bendición, prodigándoles atenciones de Svengali. Naturalmente también tenía sus detractores, como todo el mundo, entre ellos muchos a los que “descubrió” o ayudó, interesada o desinteresadamente. Y es que el hombre esgrimía un carácter con más espinas que un cactus. Víctor podía ser arrogante, sarcástico, soberbio. Los años, los achaques y las estrecheces lo habían vuelto sardónicamente agrio, quejoso; pero si te lo encontrabas en uno de sus días buenos, que eran muchos, tropezabas entonces con un Víctor ocurrente y cariñoso, pausado, a cuya vera las horas transcurrían enriquecedoras, acogedoras. Naturalmente todo esto se amplificaba en un hábitat tan pequeño y endogámico como es el del barrio de Gràcia, en concreto el de ese intrabarrio o sector que tradicionalmente ha integrado a músicos, poetas, activistas culturales y demás especímenes catalizados por Nubla.

Su persona era tan inherente a Gràcia, donde vivió durante toda la vida, que la desaparición de Víctor no significa sino el fin de una era previamente agredida por la gentrificación y la erosión del tiempo. Si hacía años que Gràcia ya no era lo mismo, ahora que la silueta de Nubla ha dejado de ser avistable en sus calles sabemos que ha llegado al punto del que no hay retorno. Será difícil volver por allí y aceptar que no se darán más encuentros fortuitos con él –aunque previsibles si pasabas por los lugares adecuados, dada su fidelidad a las costumbres–, muchos de los cuales, después de varios vermús, podían culminar con un arroz con bogavante en el Resolís, cuando este no era todavía feudo de las juventudes cuperas y el vecindario gitano se dejaba ver por la plaza del Raspall.

No solo se echará de menos a Víctor. Su obra escrita y sonora pesa demasiado para olvidarla. Repasando piezas señaladas de la discografía de Macromassa –El concierto para ir en globo, Los hechos Pérez, Puerta heliogábal–, se hace aún más evidente, cuando uno de sus factótums ya no está, que nunca dejaron de crecer. Tanto su último trabajo, Sucede allí, como el mencionado concierto en la Escuela Industrial, confirmaban su capacidad de reinvención, su voluntad de ser siempre distintos, su inspiración para diseñar telúricos escenarios sonoros y absurdas situaciones patafísicas que solo a Víctor y a Juan Crek podían pertenecer. Un constructo, el de la galaxia macromássica, único, diferente, inequívoco. Víctor seguía siendo el mismo adolescente con sed de conocimiento y pasión por la aventura estética al que conocí cuando Macromassa daban sus primeros pasos en Magic y La Orquídea. Por todo lo expuesto, y por muchas otras razones, podemos afirmar que Víctor se ha ido con demasiada antelación, dejándonos con ganas de más. Mucho más, de él y de lo que hacía.

Solo existe lo que ha sido imaginado. Por Felipe Borrallo

A finales de los setenta, cuando la librería Makoki era el casi único sitio donde los fanzines tenían un lugar para ser acogidos, cada semana arribaba El Periódico de Nada Más una Hoja, un folio fotocopiado por las dos caras. Durante meses Víctor Nubla llegaba con cada nueva entrega y un día me invitó a la presentación del primer disco de Macromassa en el Magic de la buena época. Fue una grata sorpresa que unos amigos, de los que desconocíamos sus destrezas con los instrumentos, hicieran aquella música fabril y urbana, aunque nadie apostó por su continuidad y, menos aún, que se convirtieran en virtuosos de tan gran longevidad.

Y que Víctor se convirtiera en un rebelde agitador cultural. No solo era músico, también escribió más de veinte libros. Lector de ciencia ficción, El regalo de Gliese resume sus experiencias psicotrópicas y las sitúa en su querido barrio de Gracia, con ecos de Philip K. Dick y tronchando los tópicos de estas anticipaciones psicodélicas.

Su nave ya no navegará más.

Ha despertado del sueño que es la realidad. Esa realidad que él concebía creada por la consciencia, como emanación de la fuente de toda creación, el inconsciente. Lo explica con claridad en La ciencia a la luz del misterio, cuando, por mediación de los sueños, el inconsciente llega a la imaginación. Solo existe lo que ha sido imaginado. Y la consciencia crea el mundo.

Hoy el mundo es menos mundo.

Un submundo sin complemento directo. Por María Vadell

Víctor Nubla: personaje copulativo en cualquier tiempo conjugable. La capacidad para ser, estar y parecer –todo a la vez– era intrínseca en él. Pero mayor era su capacidad para esconder si era, estaba o parecía. El juego del despiste. Un   juego al que jugaba habitualmente y que le divertía de una manera tremenda cada vez que el resultado era tener ante sí a una persona desconcertada intentando entender qué estaba pasando. Poco a poco, a base de horas de tertulias, de trabajo duro, de enfrentarnos al tiempo, al espacio y a lo absurdo llegamos a entender ciertas cosas que probablemente entendimos mal. Una de estas cosas que creímos entender fue la importancia del verbo molestar. Un verbo transitivo al que él fue capaz de robarle la importancia a la transitividad. El molestar sin un objeto directo e inmediato. Molestar a las mentes adormecidas que encuentran el placer en la no-actividad.

Gràcia Territori Sonor ha servido, sirve y servirá para molestar, como todo lo que él ha creado. No dejaremos de hacerlo, no dejaremos de hacer ruido. Se han escrito muchos textos, con muchos adjetivos y cualquier adjetivo se queda corto, o quizá demasiado largo. Si tenemos que hablar de Víctor Nubla, tenemos que hacerlo con verbos, con sujetos activos, con todos los verbos resonando –todo a la vez–, en medio de mucho ruido. La acción y el ruido serán nuestro mejor (arma) homenaje.

 

EL REGALO DE GLIESE (fragmento) Víctor Nubla

–En nuestro planeta, Gliese, convivimos dos especies inteligentes, los gliesianos, bípedos muy altos y corpulentos, similares a la especie humana de la Tierra en algunos aspectos morfológicos y capacitados para la instrumentalización y el habla, y los perros, que estamos dotados especialmente para la contemplación. Somos telépatas y nuestra morfología no nos permite grandes alardes instrumentales, por eso solemos servirnos de la boca. Ambas especies mantuvimos una larguísima guerra contra los primordiales, también conocidos como los Abominables. Cinco seres supervivientes de una raza mucho más antigua, gigantescos, multimórficos, crueles y estúpidos, decididos a destruir toda otra forma de vida en Gliese a condición de que no hubiera ningún motivo para hacerlo. Tras milenios de guerra inacabable, los gliesianos descubrieron las propiedades del gusano que, introducido en el cerebro por medio de alguna sustancia portadora, les confiere la capacidad de comunicarse con la otra especie inteligente del planeta (de hecho, descubrieron que los perros éramos la otra especie inteligente del planeta cuando alojaron el gusano, hasta entonces estaban convencidos de que éramos unos tarados). Gracias a ese descubrimiento y a trabajar conjuntamente, conseguimos vencer a los primordiales en la memorable batalla de Wah-Wah. Los primordiales son muy primitivos y tan violentos como estúpidos, pero muy peligrosos. Costó cientos de años y muchas bajas llevarlos hasta los campos de Wah-Wah, donde las berenjenas contienen un virus tremendamente agresivo para su sencillo sistema nervioso: el babúm letal doble. No pudimos eliminarlos, pero sí aturdirlos tanto que se sumieron en una especie de letargo profundo. Dado que la capacidad multimórfica quedó fuera de su control, no nos fue difícil comprimirlos hasta el tamaño aproximado de una batería de automóvil. Fueron introducidos en cinco cajas de plomo ultra-blindado que, por alguna razón que se me escapa, tenían forma de tetraedro.

«Decidimos enterrar aquellas cajas en algún planeta lejano de donde, si alguna vez despertaban, no supieran volver. Y pensamos en la Tierra (a la que nosotros llamamos Bugulú), un lugar en el que nuestras naves de exploración solamente habían encontrado lagartos gigantes y bosques de helechos, una fauna y una flora carentes de inteligencia, es decir, un planeta desconectado del universo moderno, donde jamás encontrarían los primordiales medio alguno para fabricarse una nave, si es que alguna vez conseguían librarse de los efectos de la baliza superaturdidora positrónica enterrada junto a las cinco cajas. Estamos hablando de hace doscientos millones de años...

«El lugar del subsuelo terrestre donde quedaron encapsulados los primordiales se encuentra a 41º 24’ Norte 2º 9’ Este (es la actual plaza del Raspall de Gràcia, donde vais a menudo).»

–Hay una vieja leyenda que habla de una piedra magnética en el subsuelo...

–Es la baliza positrónica.

–Sigue, Vera, por favor.

–Pasaron las eras, y un buen día aparecieron vuestros antepasados, los homínidos, en este planeta. La cosa se veía venir, podíamos prever una línea de evolución a partir de los datos recogidos durante nuestras visitas rutinarias de control. No nos preocupamos hasta que los presapiens llegaron hasta donde estaban sepultadas las cajas con los primordiales, hace cien mil años. Entonces decidimos enviar una expedición, formada exclusivamente por perros, para crear una base permanente y ver lo que iba pasando.

–¿Por qué hubo solamente perros en la expedición?

–Siempre nos ha gustado la Tierra porque tiene árboles. A los gliesianos les parece un paisaje demasiado angosto, pero para un perro es perfecto.

–¿Y qué pasó después?

–Transcurrieron milenios durante los cuales los homínidos evolucionaron hasta el homo sapiens, que es lo que sois vosotros. También aparecieron los cánidos terrícolas: lobos, coyotes, chacales... aunque los perros provenimos de Gliese y somos muchísimo más antiguos. Hay que decir que perros y humanos hemos establecido una buena alianza (aunque nada comparable con los interesantes vínculos que mis congéneres mantienen en nuestro planeta con los gliesianos).

«Durante miles de años, las naves gliesianas visitaron periódicamente la base para traernos noticias de la vida social en nuestro planeta y ponernos al día de sus avances. Hace 40.000 años, cuando vimos que los neanderthales comenzaban a cavar en el suelo, decidimos instalar un detector en la zona del enterramiento, para asegurarnos de que los primordiales no se movían y estar preparados por si lo hacían.

«Todo transcurrió en paz y los perros pudimos recorrer el planeta y dedicarnos a nuestras cosas hasta que muchísimo tiempo después, a finales del siglo XVIII de vuestro calendario actual, los gliesianos detectaron alteraciones en el letargo de los primordiales. Ello nos alarmó sobremanera, y el Contubernio Planetario de Gliese aprobó, tras muchas deliberaciones, poner en marcha un plan que preveía introducir el gusano en las comunidades humanas y preparar una flota de intervención rápida si los primordiales aparecían en la superficie terrestre. También se aprobó redactar un mensaje pidiendo disculpas, que debería emitirse en todos los canales de comunicación humanos en el caso de que los primordiales despertaran y la armaran en la Tierra. Desde entonces, Gliese cuenta con representantes o vigilantes humanos, personas iniciadas que, como Juan Ninja, se comunican con los perros y los gliesianos, y están preparados para introducir el gusano masivamente entre la población si se despiertan los Abominables.

«Los vigilantes son muy pocos en cada época y pasan desapercibidos para el resto de la población que, al contrario de lo esperado, es incapaz de ver que los perros no somos unos animales humorísticos, sino una especie extraterrestre altamente evolucionada e inteligente.

«No hace más de seis meses que descubrimos inequívocamente que los primordiales se estaban despertando. El detector implantado hace 40.000 años antes, en 41º 24’ Norte 2º 9’ Este, así lo indica. Vino un cuerpo expedicionario formado por gliesianos y perros que convocaron a los vigilantes. La consigna fue propagar el gusano entre la población de Barcelona. Juan Ninja advirtió que hacía ya mucho tiempo que los vigilantes solo se relacionaban socialmente a través de determinados círculos elitistas (artistas, periodistas y políticos), que habría que comenzar por ahí, y que la droga de moda iba a ser el metadimetil. Así que se decidió introducir el gusano en ella. Después, habría que esperar a una propagación paulatina.»           

–Una pregunta más. ¿Por qué el efecto del gusano también permite hablar con cualquier otro objeto que, ejem, perdón, no es un animal?

–Ese es un efecto colateral que no se produce en Gliese. Al parecer viene producido por la ausencia en vuestro Sol de frecuencias inferiores al infrarrojo.

–Ah...

Fragmento de El regalo de Gliese, de Víctor Nubla (Aristas Martínez, 2013)

El regalo de Gliese

 

 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #269

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