Todos los indicios señalaban que aquel sujeto se encontraba a las puertas de un síncope. Lo vociferaba sin tregua, como si no hubiera mañana: “¡Chútate ya! ¡Chútate de una puta vez, Lou!”. Era, esa súplica imperativa y tenaz, un mantra de los tiempos. Si no de viva voz, la mayoría de los presentes en los primeros conciertos españoles de Lou Reed lo entonaba mentalmente, como quien ruega a los cielos para que llueva maná. Botón de muestra de un sentir colectivo, dicho individuo empeñado en ensordecer al prójimo con tal de que Reed se perforara el pellejo, simbolizaba la simbiosis por la que en España se asociaba al bardo neoyorquino con el yonquismo, identificando la heroína como droga inherente al rock, digna de ser observada en las ceremonias sociales que lo ritualizaban.
Los media españoles, con su contaminante mezcla de ingenuidad e ignorancia, habían hecho de Lou Reed un yonqui modélico, toxicómano savant, hipodérmica humana del que escribían de oídas, promocionando la corrupta abyección de su naturaleza. Ese amarillismo causaba estragos en una nueva generación de aficionados al rock, tan impresionable como la anterior lo había sido con el LSD. El punk todavía agazapado tras el horizonte, nada como el prohibido encanto de la heroína para revestirse de hecho diferencial. Los que se chutaban estaban en el ajo, conocían los secretos vetados al resto de los mortales, neófitos del opiáceo.
Profesionales liberales y retoños de la alta burguesía monopolizaban el consumo de burro a mediados de los setenta, registrándose en 1976 la primera víctima autóctona de una sobredosis. Salvo unos pocos adelantados con recursos, contados serían los presentes en los conciertos de Lou Reed que habían tenido acceso a la sustancia. Esa circunscripción del consumo a un petit comité de pudientes no sería óbice para que la heroína fuera mitificada como quien dice a distancia, platónicamente, por la gleba de mitómanos que auspiciaba en España la tardocontracultura y la imaginería consustancial al rock de los años setenta, responsable de un nuevo arquetipo de antihéroe, especialmente de procedencia neoyorquina, la rock star decadente y enganchada hasta las trancas. Uno de los principales tópicos de esa romantificación de la aguja sería, como ya se ha dicho, Lou Reed. Recuperado para la industria discográfica por David Bowie en 1972 con Transformer, LP de gran éxito en España –donde se publicaba con un año de demora–, Reed se convertía en materia predilecta de la prensa especializada local.
Carcomido por la censura
En España no se había editado ningún disco de Velvet Underground –salvo Squeeze y 1969 Velvet Underground live with Lou Reed, ambos en 1974–, pero a medida que Reed se popularizaba también lo hacía su leyenda, divulgándose información, más o menos apócrifa, de esa banda “maldita”, del vicioso entourage de la Factory warholiana –donde tantos speedfreaks anidaban– y de cierta canción tabú titulada “Heroin”. Lanzado en España también con un año de retraso como Transformer, en 1974, Berlin, con su sórdida tragedia sobre la debacle de una pareja de heroinómanos que toca fondo, ponía en bandeja la beatificación toxicómana de Reed. La copia española sufría la amputación, por parte de los funcionarios de la Dirección General de Cultura Popular y debido a su explicitud sexual, de uno de sus temas, “The kids”.
Las drogas empezaban a pasarle factura: se pinchaba metedrina a destajo, y, paranoico, veía confabulaciones por todas partes
Tanto Sally can’t dance, que con su n.º 10 sería el álbum mejor posicionado en listas americanas de su autor, como Rock n roll animal, a la postre disco de oro, disponían de edición española en tiempo real, sumando tres las obras de Reed aparecidas en 1974 en territorio ibérico. Rock n roll animal remataba además la labor iniciada por Transformer, consagrando internacionalmente a su responsable, España incluida, a pesar de que aquí fuera escenario de una segunda extirpación censorial, precisamente la de la canción “Heroin”. Esta permanecería vetada otros tres años –también se encontraba ausente en la edición nacional de 1969, cuya portada era víctima de pudorosos retoques–, hasta que finalmente veía la luz en la recuperación de la copia completa de Rock n roll animal en 1977. Una nota sobreimpresa en la portada destacaba que se trataba de la “Versión original íntegra. Incluyendo el tema ‘Heroin”. La hoja promocional, redactada por la RCA española con motivo de dicho lanzamiento, afirmaba: “Los tiempos están cambiando, decía una famosa canción, y esto es una clara realidad en nuestro país en estos días. Estos cambios han permitido que muchas canciones que en su tiempo no habían pasado censura puedan hoy aparecer en nuestro mercado y ser promocionadas entre la juventud española. Posiblemente, una de las canciones más esperadas por esa juventud después de las nuevas medidas de la censura era esa ‘Heroína’, de Lou Reed, que se había convertido en la ‘heroína’ de aquel LP titulado Rock n roll animal, que llegó a España sin su canción básica. Las protestas fueron unánimes y el ejemplar español de Rock n roll animal ha quedado como pieza de museo, ya que en ningún otro sitio fue privado de ‘Heroin’. Ahora el disco recupera toda su actualidad y toda su fuerza, tal como ha sido editado en el resto del mundo. Con ese ‘Heroin’ que provocó aquellas grandes protestas entre los aficionados a la música juvenil por su ausencia”.
Campeón anfetamínico
No se recuerdan protestas, ni unánimes ni de cualquier otra índole. Como fuere, sí que daba medida esa castración cultural del significado que en España adquiría “Heroin” precisamente por su paradójicamente ubicua ausencia, elevada a vellocino de oro. Se trataba de una deuda a saldar, como lo era el debut de Reed en los escenarios españoles. Se haría realidad esa efeméride en 1975, nada menos que con cuatro actuaciones: los días 18 y 19 de marzo en el Palacio Municipal de los Deportes de Barcelona, y el 21 y 22 en el Pabellón Deportivo Real Madrid.
Acababa Reed de pasar por una ruptura sentimental, su cuenta corriente andaba bajo mínimos y las drogas empezaban a pasarle factura: se pinchaba metedrina a destajo, y, paranoico, veía confabulaciones por todas partes. “Heroin” seguiría siendo la piece de resistance de los conciertos de la gira europea de 1974, durante cuya interpretación escenificaba paródico el ritual del pinchazo, anudándose un torniquete con el cable del micrófono y utilizando este a modo de émbolo. Muchos temían por su vida, otros apostaban a que acabaría con ella el día menos pensado, en pleno concierto.
La entrada de Rachel, un transexual, en su vida sentimental, no aminoraba el consumo de anfetamina, que se administraba en dosis letales, pero tampoco el ritmo de producción discográfica. En enero de 1975 había dado comienzo la grabación de Coney island baby, interrumpida para iniciar la gira internacional que le llevaría a España. Esta daba comienzo en Italia, donde la ultraderecha saboteaba el concierto de Milán. Varias fechas eran suspendidas, en otras era objeto de agresiones por parte de furiosos admiradores. Mientras tanto, el speed seguía socavándole la salud: dramáticas explosiones de ira, insomnio crónico, ataques de fatiga clínica, etc. Salía en ese ínterin a la venta Lou Reed live, la segunda parte de R n r animal, al tiempo que la gira se bifurcaba por Estados Unidos y sus obras se vendían cada vez mejor.
Convertido en uno de los más carismáticos fetiches rock de la época, dejaba Reed el riesgo creativo en conserva para vivir plenamente su papel de eccehomo del lado salvaje de la vida. “Su mejor música, con diferencia –sentenciaba Glenn O’Brien–, la compuso cuando estaba tomando drogas. ¿Pero quién es capaz de mantener el ritmo durante mucho tiempo tomando anfetaminas?”. Era esa una de las varias incógnitas que podían intentar despejar sus seguidores españoles en aquellos cuatro conciertos celebrados a principios de 1975. Los organizaba Trinidad Concerts, empresa tras la que se hallaba el promotor Frank Andrada, en asociación con la revista de rock Popular 1.
En esa telaraña de imposturas que tan buen resultado le daba, ni siquiera sabemos si en aquellos momentos consumía heroína, siendo la anfetamina su dieta base
Señalaría ese cuadríptico de conciertos un antes y un después en el desarrollo de la cultura rock en España, pues era el primer espectáculo en su género que nos sincronizaba con el cambio de paradigma que había tenido lugar en la escena anglosajona. Conciertos del cambio, los de Reed serían tan decisivos como los de Iggy Pop en 1978 y Ramones en 1980 para transfigurar la mentalidad e intereses de los consumidores españoles de rock, despertando no pocas vocaciones musicales y existenciales, redirigiéndolos hacia una modernidad que se plasmaría en breve con la movida madrileña, el punk y la new wave.
Para decepción de muchos, Reed había superado ya su etapa de esqueleto rubio. Delgado pero no depauperado; ataviado con tejanos, camiseta roja, camisa negra y botas del mismo color, recuperaba la sobriedad velvetiana y despedía una indeterminada pero casual elegancia, realzada por la lentitud de sus movimientos de insecto al acecho. No cambiaría de atuendo en los aproximadamente seis días que pasaba en España, ni tampoco de expresión. Un rictus inescrutable, aparentemente sereno, en el que muy contadas veces parecía esbozarse un simulacro de sonrisa.
El primer concierto de los dos a celebrarse en Barcelona estuvo marcado por una amenaza de bomba. Nos encomendamos a la retentiva de Andrada: “No cabía ni una aguja. Todo vendido. Faltaba una hora para el concierto, cuando me informaron de que habían recibido una llamada anónima avisando de la colocación de una bomba debajo del escenario. Llamaron a los militares para que rastrearan el escenario sin que se enterara el público. Yo perdía peso a medida que pasaban los minutos. Después de unos minutos que me parecieron horas, me comunicaron que no había nada, pero que si decidía seguir con el concierto sería bajo mi responsabilidad. Estaba seguro de que era una falsa alarma. Las luces se apagaron y los músicos salieron. La gente estaba enloquecida como si no fuera verdad que se iniciaba el show. Fui al camerino a recoger a Lou y me lo encontré en un estado tan pasado que ni me conocía. Se puso las gafas negras, se cogió a mi brazo izquierdo y juntos, muy despacio, con la ayuda de una linterna, fuimos a las escalerillas que llevaban al escenario. De pronto se acercaron dos policías que me preguntaron qué le pasaba a Lou. Yo estaba sudando, era un sudor frío debido a los nervios; pensaba que después de aquello ya no podía pasar nada más en mi vida. En fracciones de segundo, recuerdo que mi mente buscó la explicación más adecuada: “¡Disculpen, pero no ven que es ciego!”. Lo que pasó después ya es historia; cantó como Dios”.
Con una hora de retraso, flanqueado por Andrada, y también por Rachel, Reed era en efecto llevado casi en volandas hasta el escenario, donde, asido a una Les Paul Standard negra que apenas utilizó, impasiblemente estático, displicente y algo desorientado, desgranó un recital más bien breve, de apenas una hora. Concierto de poderosa carga simbólica, musicalmente se resolvió algo apático, discurriendo como un trámite que Reed cumplió con gélido desdén, sin llegar a derrumbarse pero jugando constantemente al gato y el ratón con el hambre atrasada de autodestrucción que arrastrábamos los espectadores españoles, en mi caso y en el de muchos más apenas adolescentes, supongo que subconscientemente deseosos de que, antes o después, nos mostrara lo que sucedía cuando “una dosis en mi vena / va hasta un centro de mi cabeza / y entonces me siento mejor que muerto / porque cuando el jaco empieza a correr / ya no me importa lo más mínimo”.
Sí, cantó “Heroin”, pero de tapadillo
Trece canciones compusieron el repertorio: “Sweet Jane”, “Coney island baby”, “Pale blue eyes”, “I’m waiting for the man”, “How do you think it feels?”, “Berlin”, “Lady day”, “Vicious”, “Satellite of love”, “Walk on the wild side”, “Kicks”, “White light/white heat” y “Rock and roll”. Sí, faltaba, una vez más, “Heroin”, a pesar de que el público la reclamó insistente. Ignoramos si se le advirtió oficialmente a Reed desde Gobierno Civil, pero lo cierto es que todo el mundo sabía que le habían “aconsejado” al artista excluirla de sus conciertos españoles. En el primero, al menos, la Guardia Civil en persona se encargó de recordárselo momentos antes de dar comienzo; pero tanto en Barcelona, la segunda noche, como en Madrid, cantó las tres primeras estrofas del estigmatizado himno, solo, sin el acompañamiento de la banda, escenificando el pinchazo para subrayar su reticencia a acatar a la autoridad. No se dieron más incidentes señalables, salvo, al final del bis del primer concierto barcelonés, la agresión de que fueron objeto los técnicos de sonido por parte de unos alborotadores de extrema derecha.
Es de suponer que la reticencia a cantar “Heroin” y el hecho de que no acabara por los suelos fulminado por una sobredosis serían motivos de desencanto, pues quien más quien menos se tomaba muy en serio lo que para Reed solo era un juego, una comedia, esto es, su condición de prosélito de la toxicomanía. Porque las manos temblorosas, los gestos dubitativos, la mirada perdida en el infinito no eran sino elementos de un atrezo teatral, una liturgia que tenía tanto de verdadero como los aparatosos desfallecimientos de James Brown cuando colapsaba en el escenario y un subalterno acudía a consolarlo e intentaba en vano llevárselo, para evitar males mayores. De hecho, en esa telaraña de mentiras e imposturas que tan buen resultado le daba a Reed, ni siquiera sabemos si en aquellos momentos consumía heroína, siendo la anfetamina su dieta base, sustancia con la que no tenía problemas para conseguir prescripciones médicas allí donde actuara. En este sentido, nos tememos que Johnny Thunders sería mucho más representativo de la desafortunada fascinación que las estrellas yonquis del rock ejercieron a finales de los setenta y durante la siguiente década en España. Por su parte, Lou Reed se desintoxicaba por completo en 1979, el mismo año que visitaba por segunda ocasión nuestro país.