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Derecho a la investigación con drogas ilegales

El pasado 30 de septiembre se celebró en la Universidad de Turín la conferencia “Right to Science and Freedom of Research on Narcotic And Psychotropic Substances” (‘Derecho a la ciencia y libertad de investigación sobre sustancias narcóticas y psicotrópicas’). La conferencia la organizó la Associazione Luca Coscioni, una asociación italiana cuyo objetivo es el de la obtención de la libertad para la investigación en Italia, donde, según dicha organización, aquella sigue frenada por un concepto abstracto de la vida.

El pasado 30 de septiembre se celebró en la Universidad de Turín la conferencia “Right to Science and Freedom of Research on Narcotic And Psychotropic Substances” (‘Derecho a la ciencia y libertad de investigación sobre sustancias narcóticas y psicotrópicas’).

La conferencia la organizó la Associazione Luca Coscioni, una asociación italiana cuyo objetivo es el de la obtención de la libertad para la investigación en Italia, donde, según dicha organización, aquella sigue frenada por un concepto abstracto de la vida. “En Italia, y no solo, demasiadas ideologías y absolutismos, particularmente religiosos, obstaculizan el avance de la investigación que podría algún día beneficiar a las personas que padecen enfermedades que hoy no tienen esperanza de vida”.

Esta asociación lleva el nombre de Luca Coscioni, un economista y político del Partido Radical italiano que luchó fervientemente por el derecho a la investigación libre de prejuicios y frenos religiosos, como fue el caso de la defensa en la investigación con células madre o el derecho a la fecundación in vitro, actividades altamente restringidas en Italia, cuyos efectos negativos no solo han sido denunciados por activistas, sino que se han visto refrendados en la literatura científica.

La conferencia congregó a más de una veintena de expertos internacionales, cada uno con una exposición de veinte minutos sobre un tema concreto de su trabajo. Fue una combinación de algunos de los mayores expertos en políticas de drogas con algunos de los científicos e investigaciones científicas más punteras en el campo de las drogas ilegales. Entre los expertos más conocidos estaban Raphael Mechoulam, de la Universidad Hebrea de Jerusalén; Michael Collins, subdirector de la Drug Policy Alliance (DPA), probablemente la institución más prestigiosa en el ámbito de las políticas de drogas; Tom Blickman, del Transnational Institute (TNI); o científicos del Imperial College de Londres, la institución actual más puntera a nivel internacional en investigación con drogas psiquedélicas. Y como no podía ser menos, allí estaba la Fundación Iceers, con un servidor y la Dra. Constanza Sánchez como representantes.

El eje principal de la conferencia radicó en los problemas que el actual marco de control internacional de drogas genera a la hora de poder investigar con drogas sometidas a fiscalización internacional. Este punto de partida sirvió para que se fueran desplegando diferentes temáticas que son consecuencia de ese problema nuclear.

El derecho a la ciencia

Cesare Romano, profesor de Derecho Internacional en la Facultad de Derecho de Loyola, en los Ángeles, explicó que el derecho a hacer ciencia y a diseminarla es, en palabras del jurista clásico Lauterpacht, el último de los derechos por desarrollar en las diferentes cartas de derechos humanos, tanto en los planos nacional como internacional. De hecho, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos está solo vagamente reflejado y no hay un cuerpo internacional robusto desarrollado sobre el derecho a la ciencia. En la Carta Social Europea no se menciona y en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea solo se menciona, dentro del título dedicado a las libertades, como la “libertad de las artes y de las ciencias (incluyendo la libertad de cátedra)”. Recientemente, una iniciativa conjunta entre la Unesco, el Centro de Derecho Internacional de Ámsterdam y el Centro Irlandés para los Derechos Humanos, ha marcado el comienzo del retorno del derecho a la ciencia a la arena internacional. Estas instituciones organizaron tres reuniones de expertos en Ámsterdam (2007), Galway (2008) y Venecia (2009), que constituyeron un foro esencial para la consulta sobre el tema. Y en el 2015, expertos de la ciencia y los derechos humanos han creado el Institute for the Human Right to Science (Instituto Internacional para el Derecho Humano a la Ciencia).

Foto: José Carlos Bouso
Foto: José Carlos Bouso

Uso restringido de psicótropos para fines médicos y científicos

Las doce horas casi ininterrumpidas de presentaciones tuvieron muchos momentos destacados. Francisco Thoumi, un economista colombiano miembro de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), el organismo encargado de velar por la prohibición de las drogas en el mundo, ofreció una visión histórica. Thoumi fue propuesto por el presidente Santos para ocupar un cargo en la JIFE por su postura antiprohibicionista y, seguidamente, el Consejo Económico y Social lo eligió en el 2012 para ser de nuevo reelegido en el 2015 hasta el 2020.

Thoumi hizo un repaso de cómo hemos llegado a esta extraña situación en la que solo se consideren lícitos los usos médicos y científicos de los estupefacientes y psicótropos. Parece ser que la primera vez que eso ocurre es a finales del siglo xix, cuando misioneros norteamericanos en China y Filipinas tratan de imponer esta restricción de un uso que por aquel entonces estaba generalizado a aquel que quisiera hacerlo. Posteriormente, también delegaciones norteamericanas intentaron imponer dicha restricción en diferentes comisiones, como la del Opio de Shanghái de 1909, la Convención de la Haya en 1912, o en tres convenciones sobre drogas celebradas en 1925, 1931 y 1936 por la Liga de Naciones. Por fin lo consiguieron en 1961, en la Convención Única.

De acuerdo con Thoumi, uno de los factores clave que favorecieron para imponer esta concepción de que el uso de drogas solo debe ser permitido con fines médicos y científicos obedece a que la contribución de las ciencias sociales a la construcción del Servicio de Control de Drogas Ilícitas (IDCS, siglas por su nombre en inglés) fue, virtualmente, cero: “No son ciencias, solo especulaciones”, se alegó en las comisiones. Esta sentencia nunca ha sido cuestionada científicamente, por lo que desde entonces nos vemos sumidos en una tiranía de la medicina basada en la evidencia que es la que guía las políticas de drogas en el plano internacional. Esto hace que prácticamente solo sean instituciones biomédicas las que reciben fondos para la investigación y que la contribución de ciencias como la economía o la antropología estén marginadas en su influencia sobre los que finalmente ordenan las políticas.

Michael Collins, subdirector de la Drug Policy Alliance, durante su charla
Michael Collins, subdirector de la Drug Policy Alliance, durante su charla sobre los cambios que se están produciendo en EE UU con relación al cannabis. Foto:Lorenzo Ceva Valla

Las derivaciones más dañinas que ha producido esta adopción epistemológica de mirar las políticas de drogas han sido dos evidentes: 1. no hay diferencia entre consumidores de drogas: “todos son iguales”; y 2. no hay diferencias entre drogas: “todas son iguales”. Lo más preocupante de todo es que la IDCS define muchos términos, pero nunca ha definido los términos más importantes y en los que basa sus políticas: “salud” y “usos médicos y científicos”. El resultado son políticas basadas en el ejercicio del poder político que pretenden estar formuladas con una base científica, estando esta base científica completamente sesgada. El corolario a este despropósito son los preámbulos a las convenciones de 1961 y 1971, que se inician así: “Las partes, preocupadas por la salud física y moral de la humanidad…”. Así pues, todo el sistema de prohibición de las drogas está basado en un sesgo científico en el que solo se reconoce como tal a las ciencias biomédicas, despreciando que la ciencia no es algo exclusivo de una disciplina, sino que es un método para validar hipótesis. Por último, la OMS define salud como un “completo estado de bienestar físico, psicológico y social”. Pero, de nuevo, ¿qué significa eso? Mientras no se definan estos términos, y se permita participar de dicha definición a las ciencias sociales, seguiremos anclados en un régimen controlador de drogas que usa una coartada científica para justificarlo, no siéndolo en realidad.

Por cierto, la legislación española también peca de este sesgo al diferenciar las penas de cárcel en función de si la droga de la que se le acusa de tráfico al acusado causa “grave daño a la salud” o “no causa grave daño a la salud”. La legislación española no define qué es “daño a la salud” ni ofrece indicadores para poder cuantificarlo. De nuevo, un ejemplo cercano e inmediato de un ordenamiento jurídico maquillado de científico sin serlo.

Pero ¿son las legislaciones nacionales e internacionales el problema?

Si bien es cierto que son los convenios internacionales y su aplicación en los diferentes países en parte responsables de las dificultades en la investigación con drogas prohibidas, en realidad los obstáculos reales son de otra índole. Los convenios, como se ha dicho, precisamente legitiman como usos lícitos los médicos y los científicos. De hecho, al menos en países desarrollados, no hay restricción en la prescripción de estupefacientes fiscalizados, como la morfina, y cada vez hay más países que han puesto en marcha programas de cannabis medicinal. Esto fue con lo que inicié mi presentación en este evento. En realidad, hoy en día ya no son los problemas políticos ni legales los que impiden investigar con drogas ilegales. Los burócratas han conseguido frenar la investigación sin necesidad de hacer leyes represivas.

Ya no son los problemas políticos ni legales los que impiden investigar con drogas ilegales. Los burócratas han conseguido frenar la investigación sin necesidad de hacer leyes represivas.

En el 2006 entró en vigor una normativa europea según la cual los ensayos clínicos de fase II (aquellos en los que se va a probar la seguridad y eficacia preliminar de un fármaco en grupos reducidos de pacientes) solo pueden ser realizados utilizando fármacos que cumplan lo que se llama buenas prácticas de manufactura (GMP, siglas por su nombre en inglés). Hasta ese momento, la investigación independiente hacía ensayos clínicos de fase II con fármacos raros y para enfermedades raras, generalmente financiados con fondos públicos, en búsqueda de remedios alternativos a los desarrollados por la industria y para enfermedades para las que las inversiones de la industria no son rentables. En mi caso, por ejemplo, la MDMA que utilicé en 1999 para tratar pacientes con trastorno por estrés postraumático venía de un decomiso policial. Se analizó, se vio que no contenía adulterantes y se utilizó en el ensayo. La medicación era gratis. En el caso de fármacos no controlados, se podían sintetizar en los laboratorios farmacéuticos de las unidades de investigación, o encargárselo a químicos colegas, siempre a un bajo coste. La imposición de GMP, a pesar de que es una garantía de seguridad para los pacientes de los ensayos clínicos, también hace que los laboratorios deban cumplir con unas normas de producción que encarecen muchísimo el producto. Pongamos unos dos mil euros el gramos de MDMA. Porque además se sintetizan pequeñas partidas, lo que encarece el coste. Es decir, una simple normativa ha hecho que desaparezca de muchos países de la Unión Europea la investigación independiente, con todas las consecuencias en múltiples niveles que ello tiene (no todos los países firmaron la normativa a la hora de exigir GMP a la investigación independiente. Países como Francia o Italia siguen permitiendo que la investigación independiente pueda realizar estudios de fase II con fármacos que no cumplan GMP, aunque se lo sigue exigiendo a la industria. Esto no ocurre en el caso de España). El resto de mi charla la dediqué a poner tres ejemplos de tres sustancias con diferentes regímenes legales (cannabis, ibogaína y CBD –cannabidiol–), cuya aplicación médica precisamente no se ha producido debido a que la medicina basada en la evidencia haya demostrado su eficacia, sino a que los pacientes han encontrado mejoría con ellas y han presionado para que en determinados países se consideren fármacos de prescripción (lo que referí como evidencia basada en el paciente).

¿Y qué ocurre en el mundo real?

Michael Collins, de la DPA, nos contó los cambios vertiginosos que se están produciendo en Estados Unidos con relación al cannabis. Natalie Ginsberg, de MAPS, nos contó el proceso de regulación de la MDMA para el tratamiento del trastorno por estrés postraumático. Constanza Sánchez, de Iceers, nos explicó el programa que dirige, llamado Ayahuasca Defenece Fund, en el que se da asesoramiento legal y científico a los abogados que llevan casos de persecuciones por utilizar plantas tradicionales que contienen principios activos fiscalizados. Los chicos del Imperial College nos contaron sus investigaciones punteras en el tratamiento de la depresión con psilocibina o los interesantes estudios con técnicas sofisticadas de neuroimagen que están realizando para estudiar los efectos de sustancias como la DMT, la psilocibina y la MDMA sobre el cerebro humano. También técnicos del Ministerio de Salud italiano nos explicaron el programa de cannabis medicinal que existe allí desde hace años. Entre otras muchas cosas que ya no caben aquí.

Ojalá conferencias como esta, tan bien organizada por la Asociación Luca Coscioni, se celebren más a menudo y en más sitios. Los encuentros entre la política y la ciencia son la asignatura pendiente del desarrollo social contemporáneo.

El río Po en su paso por Turín
El río Po en su paso por Turín, la ciudad sede de la conferencia. Foto: José Carlos Bouso
Referencias

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #240

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