El pasado 20 de septiembre, de madrugada y con alevosía, un grupo rival afín al gobierno desalojó por la fuerza a centenares de productores de la sede de la Asociación Departamental de Productores de Coca (ADEPCOCA), un edificio singular de cinco plantas, verde por fuera y por dentro, ubicado en el barrio de Villa Fátima, en el norte de la ciudad. En este edificio, que antes era un colegio de monjas y ahora huele, como la coca, a paja húmeda, pasa el noventa por ciento del comercio legal de la hoja. Hasta aquí llegan en autobús cada día cargados con sacos de casi cincuenta kilos de hoja de coca centenares de productores de la región de los Yungas, a unos ciento cincuenta kilómetros de La Paz. Venden su cosecha a comerciantes y, antes de regresar, muchos pasan la noche en el mismo mercado, al que consideran su casa en La Paz.
La hoja de coca está a unos diez dólares el kilo, y cada día se suelen vender en esta sede de la ADEPCOCA unos cuarenta y ocho mil kilos. ADEPCOCA, el gremio que reúne a cuarenta mil productores cocaleros, administra el mercado legal de coca, un estimulante natural que los andinos acostumbran a mascar en crudo. El negocio de este, uno de los principales cultivos del país, movió entre trescientos sesenta y cinco y cuatrocientos cuarenta y nueve millones de dólares en el 2020, según un informe de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC).
Desde el desalojo, las calles aledañas han sido testigos de los choques entre las distintas facciones que luchan por el control del mercado de la coca. Por un lado, los cultivadores tradicionales y, por otro, los afines al gobierno de Luis Arce, que cuentan con el apoyo de las fuerzas policiales. El olor a gasolina quemada de los cócteles molotov de fabricación casera se mezcla con los gases lacrimógenos durante días, hasta que el pasado 4 de octubre, los manifestantes recuperan de nuevo su casa, la Casa Verde, el edificio de la ADEPCOCA, y con él el principal mercado mayorista de la hoja en Bolivia.
Una batalla épica difícil de entender fuera de sus fronteras, en la que se reconocen ya líderes carismáticos como Tomasa Medina, productora de hoja de coca que fue captada por los fotógrafos bailando frente a la policía y que no paraba de denunciar la usurpación: “Desconocemos a ese grupo que está tomando nuestra ADEPCOCA. A ellos nadie los ha elegido”. Este ha sido, hasta ahora, el último episodio de un largo conflicto por el control del mercado, que en los últimos cinco años ha dejado al menos siete muertos. Aunque, para entenderlo, debemos retroceder varias décadas atrás.
Los cultivadores tradicionales y los cocaleros del Chapare
Desde que Evo Morales llegó al poder no se había visto una congregación pública tan eufórica ni bailes espontáneos en las calles de La Paz como las que se vieron el 4 de octubre pasado a raíz de la victoria de los cocaleros tradicionales. A finales de septiembre este edificio había sido abusivamente adjudicado a un grupo de cocaleros afín al gobierno nacional, el mismo que durante años había tratado de acabar con la ADEPCOCA, asociación que desde los años ochenta ha agrupado a los cultivadores tradicionales del departamento de La Paz.
Quince años de continua persecución y amedrentamiento se esfumaron momentáneamente con la huida de las fuerzas policiales. Quince años de decepción a manos de un gobierno cocalero que ha buscado por todos los medios conservar y hasta aumentar el cultivo de la hoja de coca para la producción de cocaína en favor de su base electoral en el Chapare.
Fue en 1980, a raíz de las sequias que devastaron la agricultura, que muchos campesinos altiplánicos bajaron por los valles calientes del oriente hasta llegar a los fines del mundo civilizado, allí donde comienzan las tierras indígenas, donde la gente en aquel momento todavía vivía en armonía con la naturaleza. Entraron los colonos aimaras y quechuas en estos territorios, forzando a sus habitantes a huir selva adentro, dejando sus tierras en manos de los invasores del Alto. El Chapare era su provincia más cotizada en este rincón del céntrico departamento de Cochabamba, y es ahí donde se construyó la base del nuevo poder de la nación.
Los colonos vivían del cultivo de frutas y legumbres, pollos y una que otra vaquita. Pero no era cosa para vender a los vecinos, quienes además tenían los mismos productos, ni para llevar a espaldas a la lejana ciudad. En su marcha hacia la selva pasaron los colonos por los yungas de Vandiola, valles selva arriba, donde desde tiempos incaicos se ha cultivado la hoja de coca. Los lugareños les ofrecieron arbustos de coca para empezar el cultivo de la hoja en sus nuevas tierras. Así comenzó el cultivo y la comercialización de la hoja en el Chapare, que darían a los nuevos habitantes de la selva el dinero necesario para una vida civilizada. Pero ese dinero no venía de un negocio lícito. La hoja de coca del Chapare no era apta para el consumo humano, para el acullico, el masticar de la hoja en la parte superior de lo boca. Según la leyenda, este masticado ancestral daba a su consumidor “amor para su dolor, alimento para su cuerpo y luz para su mente”, según puede leerse en La leyenda de la coca, de Jorge Hurtado Gumucio (El Perro y la Rana, 2008).
El caso es que la hoja cultivada en el Chapare servía únicamente para la fabricación de cocaína, producto en auge en aquellos días. La producción, la comercialización y el consumo de la hoja estaban prohibidos por los tratados de fiscalización de drogas de la ONU que Bolivia había firmado, sin embargo, los cultivadores no consideraban estas obligaciones mundanas; para ellos era un asunto de vida o muerte. La hoja les pagaba sus ropas y zapatos, medicamentos y estudios para sus hijos, efectos domésticos...
Todo andaba bien hasta que las autoridades nacionales, forzados por sus pares de Estados Unidos, intervinieron el cultivo para acabar con el negocio de la pasta de coca extraída de las hojas. Fue una tarea interminable, ya que para los colonos no había otra opción.
Tuvieron los cocaleros la suerte de haberse ubicado en un inmenso territorio selvático, de difícil acceso a las fuerzas del orden, y contar con ávidos compradores fuera que esperaban la pasta de coca sacada químicamente de la hoja para transformarla en el muy requerido cristal de cocaína. Así fue como, a lo largo de las décadas del ochenta y noventa, los gobiernos intensificaron la represión con incursiones militares, muertos y encarcelamientos, mientras que los defensores del cultivo ilícito de la hoja de coca organizaban protestas masivas, marchas y hasta campañas internacionales en defensa de sus derechos humanos.
Como en aquella época tanto el cultivo de la hoja para el acullico como para la fabricación de cocaína estaban prohibidos, no se habló sobre el destino de las hojas del Chapare. La falta de distinción entre los dos diferentes cultivos favorecía a los cocaleros del Chapare, quienes por doquier clamaban por su derecho al cultivo y a su digna sobrevivencia.
La ascensión de Evo
"Son quince años de decepción a manos de un gobierno cocalero que ha buscado por todos los medios conservar y hasta aumentar el cultivo de la hoja de coca para la producción de cocaína en favor de su base electoral en el Chapare"
Es así como Evo Morales y otros dirigentes máximos de las federaciones cocaleras del Chapare han podido encontrar respaldo tanto en Bolivia como en Europa, continente donde grupos de activistas les recibían con los brazos abiertos, facilitándoles contactos con los medios de comunicación y con el mundo académico. De esta forma, los cocaleros del Chapare conseguían también financiación para la compra de un todoterreno o de una transmisora de radio para facilitar las comunicaciones dentro de su escarpado territorio. Sobre todo fueron los activistas cannábicos europeos quienes entendieron y se identificaron con los problemas de los hermanos bolivianos, hasta el punto de llegar a intercambiar solemnemente las insignias de la hoja de coca y de la marihuana. Fue también en esa época cuando los cocaleros chapareños se organizaron políticamente y cuando, gracias a su cerrada organización social y su ejemplar y transparente representación en el Parlamento nacional, bajo el liderazgo de Evo Morales, obtuvieron en el año 2005 la presidencia del país.
Una vez en el poder, los nuevos líderes políticos se esforzaron en cambiar el panorama del cultivo nacional de la coca. Por ser signataria de las convenciones de la ONU sobre estupefacientes, Bolivia tenía la obligación de erradicar activamente la coca “excedentaria”, o sea, aquella coca no destinada al consumo tradicional. Pero en lugar de erradicar los excedentes producidos en gran parte por los cultivadores de coca de las Seis Federaciones del Chapare, de la que era presidente, Morales mando a las fuerzas de erradicación invadir las regiones más pequeñas de cultivadores tradicionales, las que eran reconocidas por la ley, pero mal organizadas e incapaces de montar una defensa adecuada de sus derechos. El resultado extraño fue que el gobierno que hizo que la comunidad internacional aceptara el uso tradicional de la coca ahora perseguía a los agricultores que tradicional y legalmente habían producido la hoja para este uso, mientras protegía a los cultivadores que destinaban su producción a la pasta de coca, a los que fingía combatir.
La primera intervención militar fue en septiembre del 2006, pocos meses después de que Evo Morales asumiese el poder. Las fuerzas del orden entraron con helicópteros en las yungas de Vandiola, tierra de cultivo tradicional, río arriba de las tierras cálidas del Chapare, y allí mataron a unos jóvenes. Unos días después de esta matanza, Evo Morales comentó entre su gente que los yungueños no tenían por qué reclamar “porque no vertieron su sangre” en la lucha por el poder. Claro que los de las yungas de Vandiola no habían participado de la lucha: sus tierras estaban lejos del Chapare y nunca habían tenido que enfrentarse a los erradicadores gubernamentales, ya que no cultivaban para el narcotráfico. Mientras la comunidad yungueña estaba de luto en estos días que para siempre terminaron con la tranquilidad del lugar, el ministro de la Presidencia se ufanaba de las felicitaciones recibidas del embajador de Estados Unidos por la corajosa acción. Nunca tuvo el gobierno la decencia de pedir perdón por aquellos asesinatos; bajo cuerda pagó siete mil dólares a los familiares, tres mil quinientos dólares por cada vida. Y hasta el día de hoy sigue amedrentando a los cocaleros de Vandiola y Tiraque, las dos regiones de cultivo tradicional del departamento de Cochabamba.
Meses más tarde, en la ciudad de La Paz, el Primer Congreso Internacional de la Coca fue sorpresiva y prematuramente clausurado para impedir que una representante de Vandiola informara sobre estos asesinatos. A los intelectuales paceños que estudiaban el asunto de la coca, el gobierno les ofreció oficinas en el sótano de un edificio con un inodoro que no paraba de desbordar, dejando claro dónde podían irse. El tan proclamado diálogo, la inclusión, el respecto a las minorías y otras promesas electorales quedaron en suspenso, porque el Movimiento al Socialismo de Evo Morales y los suyos tenía planificado un nuevo discurso sobre la coca, un discurso oficial que no permitía divergencia alguna. Es así como se inició la larga e incansable agresión gubernamental a todas las regiones de cultivo tradicional de la coca, con el objetivo de debilitar sus organizaciones, quitarles tierras, obstaculizar la venta de sus hojas y mostrar el empeño gubernamental en su cumplimiento con los requisitos de los tratados internacionales. También dice la leyenda de la coca que cuando “el buscador de oro la tocara, solo encontrará en ella veneno para su cuerpo y locura para su mente”.
Es de esperar que, con esta reciente victoria de los cultivadores tradicionales en la recuperación de su sede y de su mercado, se reactive también el debate sobre la coca. Un debate que debe ser honesto, sin dobleces ni hipocresía. ¿Será capaz el gobierno boliviano de dejar de seguir las políticas mentirosas de drogas favorecidas por gobiernos inescrupulosos y auspiciados por las mismas Naciones Unidas? ¿Será capaz la máxima autoridad boliviana de comenzar a respetar la sacralidad que los ancestros encontraban en el uso de la hoja, de dejar de utilizarla para envenenar mentes ajenas y usarla para que ilumine la mente de sus líderes políticos?