Son las nueve de la mañana. Hago cola frente a uno de los ascensores que me van a subir a la cuarta planta, la de telegestión, para la reunión diaria. Tornos metálicos, suelos de moqueta gris y luz blanca. Nuestro trabajo tiene dos variantes: recibir o emitir llamadas.
Yo estoy en emisión de llamadas porque se supone que soy un buen vendedor. Un tipo agresivo que casi consigue extorsionar al cliente. En realidad no llego a tanto, y como cumplo los objetivos me dejan en paz, pero me consta que quien no los alcanza sufre presiones por parte de los mandos, que van desde simples instrucciones para mejorar las estrategias de venta, sin tapujos a la hora de maquillar la verdad, hasta veladas amenazas de despido. Y eso que yo he caído en una de las plataformas donde se supone que mejor nos tratan. Se cuentan historias escalofriantes por los pasillos. La primera llamada la hago pasadas las nueve y media de la mañana. En ocasiones despierto al cliente, que no me recibe precisamente con sonrisa telefónica. A veces simplemente me insulta y cuelga. Ya lo llamaré después, cuando se haya calmado. Empezar una conversación pidiendo disculpas siempre resulta. Le quiero dócil, y sé cómo conseguirlo. Se me olvidaba: antes, sobre las nueve y un par de minutos, nos reúnen a los ciento treinta trabajadores de la plataforma, nos hacen ponernos en pie y escuchar, como si estuviéramos en misa. Es la reunión. Todas las mañanas nos cuentan los resultados del día anterior, como curas cabreados, a fin de cuentas, esto es una jerarquía y el de arriba siempre tiene que ladrar al de abajo; nos dan instrucciones y el gerente termina con algún chiste. El gerente es un buen tipo, listo y con sentido del humor.
El abecé del teleoperador
Después de la reunión empieza el cacareo. Entran las primeras llamadas, y los vendedores afilamos los cuchillos. Se abre la veda. En cierta forma es una batalla, para la que nos incentivan de las formas más extravagantes. Es una batalla entre el rechazo natural del cliente a cambiar y nuestra misión de generar deseo. El cliente tiene que desear nuestro producto. Él quiere permanecer como está. Seguir en su plácida nada sin pensar en que las comunicaciones cuestan dinero. Te descuentan unos céntimos de la cuenta corriente y mágicamente hablas con el mundo. Todo muy inmaterial. Pero cuando reciben mi llamada la realidad se desenrolla frente a ellos. Se hace visible. Se toca. Comprenden qué están pagando, cuánto están pagando y a cambio de qué están pagando. Me introduzco en sus rutinas para acercarles la verdad. Se la paso por delante de los ojos. Y no solo eso. Tienen que contratar más productos. Más megas, nuevas líneas, la televisión en línea. Todo eso les va a costar dinero. Sus euros van a parar a los bolsillos de la empresa para la que trabajo. Siempre van a pagar más de lo que cuestan los servicios. Es un principio básico para comprender el circuito de la economía. Mi función consiste en que deseen gastarse la pasta, escupirla desde sus trabajos de hámsteres laboriosos. O al menos que no sepan qué están haciendo. Que pulsen aturdidos el botón de fin de llamada. Que se queden con la mirada perdida sin asimilar lo que ha ocurrido. Ellos me rechazan y yo los persuado. Ellos me insultan y yo los seduzco. Los escucho. Siempre los escucho. He llegado a tener conversaciones de cincuenta minutos que han acabado con un contrato cerrado. Podría pensarse que la gente no es tan estúpida como la describo. Que saben lo que quieren. Que sus vidas mejoran. Que cuando te exigen los detalles y apuntan cada uno de los céntimos de su siguiente factura, cuando te hacen sacar la calculadora y repasar cien veces las cuentas están buscando su beneficio. Pero no es así. Siempre están buscando el beneficio de mi empresa, y no lo saben. Siempre. No son conscientes. La prueba es que mi empresa crece, y que los clientes no son más felices. Aquí no existe la simbiosis. Eso se queda para la naturaleza mientras la cultura no meta la zarpa donde no la llaman. Aquí siempre pierde alguien, ya sabemos quién. Una de las pautas de venta que más me interesó no es muy intuitiva. Consiste en dejar hablar al cliente. Al llegar yo pensé que había que hablar rápido, presionar para obtener mejores resultados. Ganarle por la fuerza. Esto suele ser falso. Si no habla, piensa.
Déjalo hablar. Si habla, no piensa. Y está atrapado. Lo percibo inmediatamente. Cuando han transcurrido veinte o treinta segundos de conversación y solo hablo yo, sé que la venta está jodida. El tipo espera a que termine mi atropellada exposición para darme la patada. Cuando me interrumpe para contarme sus impresiones sé que está en mis manos. Se ha puesto emocional. Empático. Solo tengo que envolver en papel de regalo la mierda que le voy a vender.
La zanahoria y el palo
Hablando de incentivos: el viernes, Lucas, el supervisor, se pasea por los puestos con una bolsa de chucherías. Nos deja una lengua multicolor al lado del teclado. Los mandos están contentos, el jueves vendimos mucho. Pero sobre todo nos quieren con el estado de ánimo alto. La comunicación telefónica es muy sutil, la voz transmite cualquier variación anímica, y quien escucha es consciente e inconscientemente sensible a esos matices. Un vendedor contento es un vendedor exitoso. Se las ingenian para incentivarnos con todo tipo de juegos. Una ruleta da la posibilidad de alcanzar tiempo libre. Dos equipos se enfrentan en hundir la flota; el ganador se reparte, nuevamente, incentivos de tiempo. Se escoge, por cada grupo de coordinadores, un teleoperador que será el líder entre sus compañeros, y que de paso hará el trabajo propio del coordinador, guiar y exprimir para alcanzar los objetivos. Se improvisa un bingo en las superficies plásticas de las columnas. Obviamente todo juego es competitivo, y tiene dos funciones: divertirnos y hacernos vender, vender, vender. Esta es la parte lúdica de la motivación. La otra es la vía dura: cuando un tipo muy borde se te acerca y de manera completamente desprevenida te echa agresivamente la bronca, con insinuaciones de despido incluidas. Cuando te recuperas del golpe estás suave como una malva, y dispuesto a engullir tantas chucherías como te ofrezcan, sin rechistar.
Lo peor es la sensación de infantilismo. Cualquier relación con los mandos, en cualquier trabajo, siempre es asimétrica. Hay una jerarquía establecida por responsabilidades y poder. En nuestra plataforma hay un gerente, un par de supervisores, un grupo amplio de coordinadores y unos ciento treinta teleoperadores. El promedio de edad no es tan bajo como podría pensarse; probablemente ronde los cuarenta años. En particular, me entristece ver a hombres y mujeres de cincuenta años presionados y tratados como niños, despojados de la posibilidad de tomar decisiones, reducidos a ser un engranaje muy pequeño, pero en realidad, como todo trabajador, imprescindible. Se produce una cierta objetualización del trabajador. El famoso “solo soy un número” se aproxima bastante a lo que ocurre. Esto se manifiesta claramente cuando aparecen los jefes. Los grandes jefes. Los clientes que han contratado esta empresa para que les lleve la gestión telefónica. Se instaura entonces el protocolo de visitas. Esto consiste, fundamentalmente, en colgar abrigos en los percheros retirándolos del respaldo de las sillas, en eliminar cualquier papel o documento del puesto de trabajo, en esconder las mochilas en los armarios, en no levantarse, en reducir el volumen de la voz. Esto es, en deshumanizarnos un poco, vamos. En convertirnos en robots que no expresen más necesidades que hacer que todo ruede perfectamente. Y al tiempo con lo de las máquinas. No creo que pase demasiado antes de que seamos sustituidos por una grabación inteligente que ofrezca insistentemente productos. Cualquier trabajo que tarde o temprano pueda ser sustituido por un robot es un trabajo que ha tenido una larga tradición de precarización.
En formación
Uno no puede dejar de sentir cierto agradecimiento porque le contraten cuando lleva un largo tiempo en paro, pero para evitar un poco esa sensación, que carga la responsabilidad en espaldas que no corresponden, voy a recordar lo del curso de formación. El curso de formación dura ocho días, seis horas al día. Por ley, debería ser remunerado, como beca de formación, aunque la remuneración sea ridícula. Unos dos euros la hora. La cuestión es que el curso solo se remunera si se supera el mes de prueba. La empresa utiliza algunas triquiñuelas legales para evitar vincularse al trabajador hasta que no concluye el mes de prueba. La idea de esto es que solo los teleoperadores que superan dicho mes cobrarán la miseria destinada a cubrir el curso de formación. Esto supone que la empresa pague, aproximadamente, solo el cincuenta por ciento de las becas por formación que debería. Si se tiene en cuenta el gran número de cursos que se llevan a cabo por la inestabilidad del puesto y por la brevedad de algunas campañas, se entiende el interés de la empresa en no pagar el curso a todo el que lo hace.
Aquí, como decía antes, todos vamos a cuchillo.
Expectativas inciertas
Tengo cuarenta años y mi sueldo mensual es de setecientos ochenta euros, por treinta horas semanales. No sé cuánto tiempo estaré aquí pero hay quien lleva ocho años y sigue teniendo un contrato de obra y servicio, con el riesgo de que le pongan en la calle en cualquier momento. Este mes he sido el mejor vendedor; en una pizarra, a la vista de todos mis compañeros, veo mi nombre y en la columna de la derecha un número que señala los contratos diarios, ocho. La pizarra se limpia cada mañana y tiene que estar llena por la tarde. No puedo negar la excitación de ser bueno en esto, aunque desprecie la propia tarea que realizo. Evidentemente, no soy el único con este sentimiento. Hay quien considera a la empresa casi su familia. Sus amigos están aquí y conocieron aquí a su pareja. Se sienten reconocidos, da igual que ocasionalmente sean castigados y tratados poco más que como figuras intercambiables. Si pienso en lo malo, recuerdo la deslealtad secular de los sindicatos mayoritarios, cómo nos ponen los cuernos con la teta de la patronal. Recuerdo también, claro, los insultos, exabruptos y ultrajes que nos dedican los clientes todos los días y lo malo que es el café de la máquina. ¿Qué ocurre en el cerebro de una persona cuando es insultada todos los días de su vida? ¿Qué está ocurriendo en mi cabeza? Mejor no seguir pensando; salta el aviso de otra llamada y tengo que ponerme a trabajar de nuevo.