De mis frustradas pretensiones artísticas, la música es la primera en mi lista. Con las artes plásticas soy un horror, pero nunca me importó; la escritura debería ser mi dominio, porque aunque no me veas con el Cervantes, soy más constante que Rocinante; Nabokov, Tolstoi y Joyce, no me arrugáis la pluma, tengo más que contar que la suma de vuestra turra. Pero la música, ¡ay, de mí! Fortaleza inexpugnable es la de Euterpe, donde mi torpeza fue a perderse y nunca más quise saber sobre notas, estrofas o corcheas. Fusa o difusa, no sabría decir, todas son redondas para mí. La mejor música que hago: la del silencio.
Tentado me hube de hacer este texto rimando, por molar, pero toda rima me rompe en -ar o en -ando. Lanzarme a la pelea de gallos sería un disgusto, seguro que acabo más trabado que Rajoy con un discurso, corrupto y desganado. No insisto, la pena no merece la pena. El único Submarino amarillo que firmaré es el de coche, canuto y Radio 3. No insistir, la pena no merece la pena. Me subo al carro del ritmo, correcto, pero solo si son de videojuegos selectos.
El género de rhythm action games, que llamamos videojuegos de ritmo, es amplio y recoge tanto la tradición de “simuladores”, como Guitar Hero o Dance Dance Revolution, así como la de otros juegos diferentes que podríamos llamar de “ritmo raro”. En este sentido buscamos algo más parecido a PaRappa the Rapper (1996) que a Rock Band (2007), teniendo en cuenta que el primero es la plantilla en la que se basan el noventa y nueve por ciento de los juegos de ritmo: pulsar una combinación específica de teclas que aparecen en pantalla siguiendo un patrón rítmico específico y que refiere directamente a los golpes de música que se están reproduciendo en ese momento.
En estos dos últimos años se han publicado algunos híbridos curiosos, monstruos rítmicos que no pretenden meterte en la fantasía de que estás tocando para un grupo, sino aprovechar el flujo de la música y la habilidad del jugador para seguir el ritmo de forma que nos propongan algo diferente. Ritmos raros. Juegos que son intrínsecamente música pero cuya apariencia no remite de manera necesaria a la cultura de la música.
‘Beat Saber’ (Beat Games, 2018)
Para fliparse mucho
Beat Saber se resume en utilizar dos espadas de luz, como las de Star Wars, para cortar cuadrados que representan pulsos de una canción. Estos se deben cortar al ritmo que te proponen, en un orden y dirección correcto. Sobre estas sencillas piezas se levanta este memorable juego de ritmo raro, que solo se puede entender en el entorno para el que fue diseñado, la realidad virtual.
Los “simuladores” de tocar un instrumento te hacen creer que estás produciendo la música mientras punteas las teclas adecuadas. Beat Saber no pretende en ningún momento que pienses así. Se trata de mover en el aire dos sables de luz, que molan mucho (porque esto va de molar mucho), mientras ejecutas golpes al ritmo de la música como un samurái. Una suerte de coreografía de sablazos que vista desde fuera no tiene nada que envidiar a las peleas de las películas de Zhang Yimou, aunque lo que estás haciendo se parece más al videojuego para móviles Fruit Ninja que a las películas del brillante director coreano.
Si Rock Band consiste en tocar un instrumento mientras el juego te recuerda constantemente lo que mola ser una estrella del rock mediante los gráficos que acompañan a las mecánicas, el diseño por sustracción y minimalista de Beat Saber no te tiene que decir que tú, jugador, molas mucho porque tú ya estás notando con tus movimientos lo guay que eres. Al cortar las notas ya danzas como los zíngaros del desierto, como uno de los Locomía pasado de fiesta ibicenca, como un derviche que encontró la felicidad. No está claro si mola más jugarlo o ver cómo otro juega. El caso es que Beat Saber está pensado para fliparse mucho, muchísimo. Esa es su grandeza.
‘Sayonara Wild Hearts’ (Simogo, 2019)
No rompas más mi pobre corazón
En un sentido estricto, Sayonara Wild Hearts no es ni un juego de ritmo como Beat Saber ni tampoco un simulador de música. Es un extraño experimento que Simogo llama “disco de pop videojuego”. Una interesante mezcla de géneros que van cambiando al ritmo de las emociones de las canciones de cada nivel. Así tenemos mecánicas de runner, eventos quicktime que responden al ritmo de la música o fases de disparos que recuerdan tanto a un matamarcianos como al videojuego Rez (una referencia bastante notable en el diseño de niveles). Es una fiesta constante de repensarse a sí mismo en cada fase. Algunas son más acertadas que otras, pero el conjunto lo coloca como un indispensable para las personas a las que os gusta disfrutar de videojuegos únicos.
El juego se plantea como una alegoría de una persona con el corazón roto. Una chica recorre las parcelas de lo que podría ser una mezcla de sus recuerdos y el subconsciente tratando de reconciliarse con la vida y los amores perdidos. Esta búsqueda está acompañada por esa música de mainstream de enteradillos (sonido electro-synth-pop tipo Chvrches) en entornos en los que destacan los de las urbes que recuerdan a ciudades del este de Europa pero imaginada por una mente japonesa (que, en realidad, son gente del norte de Europa). Un ejercicio visual tremendamente estilizado con un gameplay reducido (aunque hay mucho más de lo que parece por su pretensiones indies) que no puede dejarte indiferente. Si esto no te emociona es que tienes el corazón más roto que la protagonista. Vergüenza debería darte.
Sayonara Wild Hearts es un experimento pensado más para móvil que para grandes consolas. Sin embargo, diría que el goce en pantalla grande de este festival de colores, de pop retro (aunque no nostálgico), es mucho más productivo en un monitor que en tu teléfono. Pasarse el juego no te llevará más de una hora, por lo que mejor hazlo del tirón. Simogo construye así un derroche de ritmo, compás y estética en cada uno de sus niveles que invita a volver a recorrerlos una y otra vez hasta conseguir la máxima puntuación. Al fin y al cabo se trata de un corazón roto, ¿qué menos que esforzarse al máximo para recomponerlo?
‘AVICII Invector’ (Hello There Games, 2019)
La vida debe ser una fiesta
Hay juegos, como algunas piezas de música, que tienen el único propósito de sumergir al oyente en un estado de humor determinado. En el caso de la música de Avicii, como la de este videojuego que lleva su nombre, es presentarnos una realidad en la que los mensajes que resumen la existencia son carpe diem, fiesta infinita festivalera y forever young (I wanna be…).
En las letras de las canciones de Tim Bergling, conocido como Avicii, se produce una constante exaltación obsesiva de la vida como un presente continuo que no hay que dejar escapar. Figuras del pasado, generalmente paternales, siempre aconsejan al joven bailón que disfrute de una vida que sea digna de ser recordada. ¿Cómo? No está claro, pero parece que tiene que ver con salir de noche por los clubs neoyorkinos. El espíritu de su música es joven, conformista y despreocupado. Es decir, la buena vida, ¿para qué vamos a engañarnos? ¿No sería mejor vivir un mundo en el que los problemas reales fuesen un difuso sueño de la razón sin consecuencias efectivas? Su música sobrescribe la realidad para que sea el élan vital de la juventud el motor con el que se mueve el mundo. Sin embargo, ¡oh, amigo!, la presencia de la parca se desliza silenciosa entre los arreglos acústicos del barroco conceptual de Bergling. ¡Memento mori! La vida real es para la música de Bergling lo que la Muerte Roja para los habitantes del castillo del relato de Edgard Alan Poe: negar su existencia en una fiesta interminable. Pero nada dura para siempre, claro está.
AVICII Invector es un juego de ritmo y acción bastante sólido. No aporta nada nuevo al género y las pequeñas innovaciones que uno puede encontrar son irrelevantes, incluso molestas. Monta sus trucos sobre cimientos que se han demostrado consistentes como los de Guitar Hero y le añade el diseño artístico de Wipe Out o Amplitude, aunque seguro que uno se puede encontrar con otros samplers en este remix. Si tienes (o quieres tener) un espíritu joven y te gusta la música del malogrado Bergling, puede que al entrar en el flujo de experiencia que te están proponiendo haya momentos en los que creas que estás preparado para darlo todo en la fiesta.
‘Taiko no Tatsujin: Drum’n’Fum!’ (Bandai Namco, 2018)
El tamborilero
La saga de juegos de Taiko no Tatsujin entra dentro de la categoría de simuladores de música, pues se trata de seguir el ritmo de una canción como si uno tocase un taiko, un tambor japonés de considerable tamaño. Si lo meto aquí es porque la manera de tocarlo y cómo se juega podría perfectamente entenderse como un juego de acción y ritmo más que un verdadero simulador. Sin embargo, cuando veo un vídeo de alguien jugando en nivel experto la cosa no está clara: ¿tocar el taiko-periférico es en términos de ejecución igual que tocar el taiko real?
Al contrario de Guitar Hero, en el que ser un jugador excelente con la guitarra-periférico no te garantiza jamás que sepa hacer lo mismo con una melodía en una guitarra de verdad, en el caso de Taiko, en el que uno golpea un tambor (mucho más limitado en cuanto a las notas que genera), el juego te lanza a un vacío ontológico en donde uno ya no sabe si está jugando o interpretando una canción siguiendo una partitura. Entiendo que esa es la gracia de los Taiko no Tatsujin, la frontera porosa entre realidad y ficción, el trabajo de músico trasladado a un entorno de ocio. No se me ocurre cómo alguien puede interpretar las canciones del juego en nivel experto sin saber acabar sabiendo tocar el taiko.
Sea como sea, si no pretendes ser un profesional de Taiko no Tatsujin (o del taiko en general), este es un producto bastante divertido y satisfactorio en términos de cómo tus movimientos responden ante el juego y estos se transforman en sonidos de taiko. Tiene una estética muy bonita, aunque resulta un tanto esperpéntica en términos del abuso que hace de su estética de folclore japonés, incomprensible para el gaijin. Recordemos que este tipo de juegos no se hacen para los extranjeros, aunque acaben por llegar a nuestros países del lejano occidente.
‘Cadence of Hyrule’ (Brace Yourself Games, 2019)
Link el bailón
Reconozco con cierta vergüenza que detesto Crypt of the NecroDancer (Brace Yourself Games, 2015), uno de los juegos independientes mejor valorados por la crítica del sector. Lo detesto, creo, porque la curva de aprendizaje que debo sufrir para adaptarme a la mecánica de juego quiebra mi paciencia de manera mucho más violenta que ver a Juan Carlos Monedero trata de rapear para hacerse el moderno. Por tanto, a nadie se le escapa que si no me puedo pegar a NecroDancer lo lógico será que no me guste Cadence of Hyrule. Y no se equivoca.
Sin embargo, que no me guste, sin duda debido a la mezcla explosiva de falta de paciencia con la carencia de ritmo, no implica que Cadence of Hyrule, la revisión de Crypt of the NecroDancer en el mundo de los juegos de Zelda, sea un mal juego. En ambos juegos uno debe ajustar sus movimientos al ritmo de la música si quiere superar las diferentes mazmorras que se nos proponen. Porque Cadence of Hyrule es un dungeon crawler a ritmo de música disco. Si quieres darle un espadazo a un monstruo, deberás ajustar tu movimiento a su movimiento, que, a su vez, se ajusta al ritmo de la música. Si quieres ganar tendrás que interiorizar el patrón musical para poder desplazarte por el escenario.
Además de que su original propuesta (pese a ser un remake de Crypt of the NecroDancer), el situarlo en un mundo del icónico personaje de Nintendo, suma mucho más al juego. El original era una delicia de pixel art original, pero no puede competir con la belleza y la dulzura de los Zelda. Si tienes la paciencia que me falta, busca unos buenos cascos, saca tu bailongo interior y ponte a ello. Mejor esto que tratar de hacer poesía mala rimando en -ar o -ando.