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Caña de lomo

Mi vida con un fumeta

Ahora me arrepiento de haberle dicho a Marcelo que se viniera a vivir conmigo. Y no han pasado ni tres meses. Ayer mismo levanto la tapa del váter y me encuentro un zurullo tamaño caña de lomo.

Ahora me arrepiento de haberle dicho a Marcelo que se viniera a vivir conmigo. Y no han pasado ni tres meses. Ayer mismo levanto la tapa del váter y me encuentro un zurullo tamaño caña de lomo.

¿Y qué creen que me responde? Que no es verdad, que tirar, tiró, pero que “aquello no se iba”. “¿Y no has pensado, Marcelito, en utilizar un cubo de agua?”, y todavía tiene la cara dura de contestarme que qué culpa tiene él de que la cisterna no funcione correctamente. Como si fuera un niño, como si yo fuera su madre.

Mis amigas me dicen que no es porque sea porrero, que es cosa de hombres, pero yo sé que la yerba que se fuma sin parar algo tiene que ver. No solo eso, por supuesto. A él, que Podemos no haya ganado las elecciones le ha terminado de deprimir; que de su grupo de amigos de la universidad haya sido de los pocos que no ha conseguido una paguita en el ayuntamiento de Ahora Madrid o en el partido de Pablo Iglesias tampoco ayuda, sobre todo desde que hace cuatro meses dejó de cobrar el paro. Había que verlo al pobre, pidiendo sin éxito trabajo por los bares. “¿No has pensado –le dije para interrumpir una de sus encendidas soflamas contra el cruel capitalismo– en que si te pusieras ropa decente habría más posibilidades de encontrar curro?”. “Mira como tus amigos de Podemos ya no visten como cuando estabais de okupas en el Labo”, le dije para terminar de convencerle de que se quitase aquel pantalón de mercadillo playero lleno de lamparones y aquella maloliente camiseta con las mangas cortadas. “Si ya no puede uno vestir como quiera es que el fascismo ha conquistado nuestras vidas”, protestó con la boca chica mientras se desvestía para ponerse una camisa y unos pantalones vaqueros que le había comprado en H&M. Esa misma tarde de finales de agosto, vestido con aquella ropa que le regalé, entró a trabajar en la terraza de un bar, a seis euros la hora. La cosa fue que en dos semanas llegó el mal tiempo, y como en la terraza solo se sentaban los fumadores empedernidos, ya no lo volvieron a llamar. Tristón y sin dinero decidió volver al pueblo con sus padres, y a mí no se me ocurrió mejor idea que proponerle que se viniera a vivir conmigo a mi pisito. Al fin y al cabo, con mi beca podríamos tirar los dos, y seguro que no tardaría en encontrar de nuevo un trabajo. “Si gana Podemos van a necesitar gente, y yo estoy en el círculo desde antes de las europeas; y hasta que lleguen las elecciones, si quieres, me encargo yo de cocinar y de las tareas del hogar, y así puedes tú adelantar en tu tesis doctoral”.

El primer mes y medio estuvo muy bien, ¡hasta se salía al balconcito a fumarse sus porros! Pero empezó a llegar el frío y descubrió una página de enlaces para ver series gratis, y el sofá, Marcelo, el portátil y los porros empezaron a ser uno y lo mismo: un trasto humeante en mi salón y en mi vida. En la semana que ha pasado desde la derrota de Podemos en las elecciones, todo ha ido a peor. Si antes me quejaba por lo pesado que se ponía con la política, ahora solo habla de series; de series que yo no he visto. La variedad de las comidas con las que jugaba a sorprenderme se han reducido a un cocido semanal que alarga echándole agua para hacer sopas, y para que haga algo de las tareas domésticas tengo que ponerme con él, aprovechar lo que él llama “sus cinco minutos de actividad diarios”. Hace poco, después de que la noche anterior tuviera que regañarle para que vaciase los ceniceros, descubrí que debajo del sofá se amontonaban las chustas de sus porros. Y ayer, el zurullo talla XXXL atrancando el retrete. ¿Qué hago? ¿Lo mando al pueblo con sus padres o lo tiro por el balcón?

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