Cómo trabajé el 8 de marzo. Mi empresa de reparto de marihuana a domicilio paró sus labores ese jueves, desconectamos el Telegram de pedidos (llamado entre nosotras cariñosamente Telegramo) y nos consagramos desde muy temprano a la tarea de embolsar cientos de pequeños cogollos de una sativa dulzona, en bolsitas con el lema impreso en morado: “¡Libertad para María!”.
Yo creo que en la primera conversación que tuve con Violeta ya me habló de que la revolución cannábica sería feminista o no sería. Eso fue hace unos dos años, tiempo en el que su visión ha evolucionado hacia una transformación profunda que ya no alude a la minoría fumeta sino al mundo entero. Ahora Violeta ha invertido los términos y se afana en gritar a los cuatro vientos que la revolución feminista en marcha será cannábica o no será.
Así que se presentó con un kilo de su mejor hierba y nos puso a toda la plantilla, incluida yo, que soy la jefa, a embolsar. Ella, que ha ganado varios premios en ferias de cannabis por su velocidad liando porros, se puso a manufacturar canutos hasta llenar veinte paquetes de tabaco. Mientras, el Morse, que es un manitas, se puso a construir unas andas. Sobre dos varas paralelas montó un sillón de mimbre cuyo respaldo era una gran hoja de marihuana, el trono perfecto para llevar en volandas a Violeta, quien durante la manifestación encarnaría a la diosa dadivosa de la hierba, repartiendo como reina maga cogollos de alegría.
Ya se pueden imaginar cómo fue nuestra procesión cannábica. Por fuerza y por ser hombres, Abdul y Modou fueron los porteadores del paso auxiliados, para no parecer racistas, por el Morse. Adama y Fatou se dedicaron a repartir porros encendidos y Chan, la Trini y yo llevamos cada una un vaporizador con los que ofrecimos caladas a las manifestantes no fumadoras. Al principio algunas nos recibieron con extrañeza, pero enseguida, quizás por el efecto llamada de los lemas lanzados por Violeta con el megáfono, acabamos congregando a cientos de mujeres a nuestro alrededor que no dejaron de fumar, vaporizar, liar porros con los cogollos regalados y corear con nosotras: “¡Libertad para María!” o “¡No maltrates a María!” o, mi eslogan preferido, “¡Verde y morada, libre y colocada!”.
Qué hermoso delirio colectivo: de pronto éramos miles las que alimentábamos la nube de humo que parecía transportar a Violeta. Los fotógrafos y los camarógrafos no dejaron de grabarnos y ya dábamos por hecho que abriríamos el telediario de las nueve. Un hecho histórico, según la Viole, la exitosa presentación del feminismo cannábico a las masas. Fuimos probablemente la facción más alegre y potente de la manifestación madrileña, que fue la más grande de cuantas hubo en el mundo el pasado 8 de marzo. Los que dicen que las feministas somos todas unas amargadas con envidia de pene tendrían que habernos visto para meterse sus impresiones machirulas por el recto.
Sin embargo, pese al impacto de nuestra nube cannafeminista, los medios no publicaron nada de nuestra ahumada acción y Violeta se puso a maldecir a los periodistas y más ampliamente al sistema. Y luego también maldijo a las feministas con poder que silenciaban la revolución cannábica por prejuicios y por miedo a dejar de ser mujeres. Según creo entender, para Viole, los cannabinoides diluyen la identidad de género, desbordan las fronteras que nos hacen sentirnos exclusivamente de un sexo o de otro: “Está científicamente demostrado que los hombres cuando fuman marihuana, especialmente variedades índicas, relajan sus esfínteres y anhelan ser penetrados analmente”, aseguraba muy seria el otro día. “¿No te pasa a ti que te dan más ganas de besarme cuando te fumas un porro que cuando estás sobria?”, me dijo mientras me pasaba el canuto. No sé si fue por el efecto del porro o porque Violeta me excita cuando está indignada, o porque ya me estaba hartando con tanto enojo, que le contesté con un beso en los labios. “¿Quieres que me calle? Ahora te vas a enterar de cuánta razón tengo”. Y entonces la Viole salió del salón y regresó al minuto desnuda y con una polla de látex amarrada a su cintura con un arnés de negras correas:
–Túmbate –me ordenó–, ahora yo seré tu hombre.