El anuncio se conoció durante una visita presidencial a Marsella y fue leído por organizaciones como la Fédération Addiction como otra escalada punitiva frente a un fenómeno de consumo extendido. La medida encaja con una política que, desde hace años, pone el foco en la respuesta policial para el uso personal de sustancias, entre ellas el cannabis, antes que la regulación del mercado.
Medios especializados como Soft Secrets, en su versión francesa, abordaron este hecho apelando al ejercicio la libertad individual como parte de la autonomía y haciendo hincapié en la doble vara con que se mide con respecto —por ejemplo— al alcohol: mientras el cannabis sigue proscrito, el consumo de alcohol es legal pese a su elevada carga sanitaria.
El argumento económico para competir con el mercado ilegal desde un modelo regulado, advierten los medios especializados, no debería solo apoyarse en impuestos desmedidos, si no en generar más empleo y recaudación. Además, se pueden hacer reducciones de gastos importantes liberando el tiempo policial y judicial dedicado al consumidor.
Por último, otro punto que se solapa con el aumento de las multas tiene relación con la detección por saliva de presencia de THC sin poder precisar cuándo se consumió. Entre las salidas propuestas, se sugiere pruebas de comportamiento y un marco coherente con la evidencia, no con el residuo detectado en el control policial.
Más que un alegato técnico, el aumento de las multas por parte del gobierno francés muestra cuánto del debate se juega entre salud pública, seguridad y libertades. Con una sanción más alta sobre la mesa y vecinos europeos ensayando modelos de regulación, la pregunta que surge es si se debe ¿prohibir para gestionar o regular para gobernar?